¿Por qué no somos más felices? ¿Por qué estamos atrapados por frustraciones, tensiones, iras y resentimientos?
Las razones son demasiadas para nombrarlas. Cada día, como Jesus nos dice de sí mismo, trae suficientes problemas. Somos infelices por demasiadas razones como para contarlas. Aun así, algunas veces, puede ser de ayuda el preguntarnos ¿Por qué permanezco crónicamente sentado fuera de las puertas de la felicidad?
Nuestra respuesta inicial probablemente no se centraría en las tensiones que hay en nuestras vidas que tienen que ver con los cansancios, con nuestra salud, con el stress en nuestras relaciones, stress en nuestro trabajo y ansiedad sobre nuestra seguridad. ¡Siempre hay algo! Una segunda reflexión, sospecho, nos arrastraría a razones más profundas: decepciones no reconocidas sobre cómo han resultado nuestras vidas, sobre cómo han discurrido nuestras vidas, y sobre los muchos sueños que teníamos y se han frustrado.
Pero todavía, creo que hay una reflexión más profunda que podría iluminar algo así, algo que descansa más allá del stress ordinario y es más profundo que las decepciones que hay en nuestras vidas. Esto, presumo, podría manifestar una subyacente y no admitida inseguridad que funciona volviendo permanentemente lo positivo en negativo que habitualmente nos lleva a maldecir más que a bendecir, y nos mantiene proyectando negatividad y amargura hacia el Dios la religión en la que creemos. ¿Qué es esta inseguridad?
Esta inseguridad es, en la raíz, el sentimiento de que no somos suficientemente bienvenidos a este mundo, que Dios y el universo son de alguna manera hostiles a nosotros, que no somos amados y perdonados incondicionalmente. Y, a causa de esto, albergamos una cierta paranoia y hostilidad hacia los otros. Su energía es una amenaza a la acogida que deseamos.
Así es como diagnostica todo esto Thomas Merton. Hablando sobre la negatividad en la política, en las iglesias, en las comunidades de su tiempo, ofrece esta razón para la amargura y la división: “En un ambiente que no es de vida y misericordia, sino de muerte y condenación, las culpas personales y colectivas, las personas y los grupos guerrean unos con otros hasta la muerte. Hombres, tribus, naciones, sectas, partidos se erigen a sí mismos en la acusación mutua como forma de existencia. De esta manera sobreviven y se autoafirman viviendo demoniacamente, porque el demonio es el “acusador de los hermanos”. Una existencia demoniaca es aquella en la que insistentemente se diagnostica lo que no se puede curar, lo que no se desea curar, que busca sólo alcanzar su máximo potencial en orden a causar la muerte de su víctima. Sin embargo, esta es la tentación que acosa en la situación existencial de pecado del ser humano para quien una existencia resentida implica la necesidad y decisión de acusar y condenar las otras existencias”
Y, cuando esto es verdad, Merton dice, “Dios se convierte en un tótem tribal, una magnificación de la existencia egoísta que se esfuerza por fundamentar su autonomía sobre su propio vacío. ¿Puede ser otra cosa este Dios que no sea sino la encarnación de resentimientos, odios y temores? Es en la presencia de tales ídolos donde la venganza y las ortodoxias mortíferas florecen. Estos dioses del partido y la secta, la raza y la nación, son necesariamente dioses de guerra”, … Y esto solo tiene remedio “cuando la gente se da cuenta de todos ellos son deudores, y esa deuda es impagable”.
¿Y hoy, es esto verdad? ¡Cuán viciados, demonizados, polarizados y paralizados están nuestros procesos políticos, nuestras Iglesias y comunidades! ¡Qué resentidos estamos! ¡En qué medida hemos convertido a nuestro Dios en la encarnación de nuestros resentimientos, odios y miedos! ¡Cómo estamos vendiendo ortodoxias mortíferas como si fuera religión! ¡En qué medida nuestras comunidades e iglesias están creando sus propios dioses tribales! Vemos todo esto, por supuesto, de una manera clara en los terroristas que ponen bombas y matan en nombre de Dios, pero nadie está exento. Todos nos esforzamos en creer en un Dios que ama a todos, y que no es únicamente nuestra exclusiva deidad tribal. En efecto, parte de la razón histórica para el terrorismo religioso de hoy tiene que ver con nuestra antigua paranoia y cómo hemos proyectado nuestros propios resentimientos, miedos y odios en el Dios en el que creemos y en la religión que practicamos.
Pero Merton comparte también el secreto de cómo ir más allá de todo esto, de cómo dejar de proyectar nuestros propios resentimientos y miedos en Dios y en nuestras iglesias. ¿Su respuesta? Las cosas cambiarán cuando, en la raíz de nuestro ser, aceptemos que todos somos deudores y que la deuda es impagable. Entonces finalmente nos aceptaremos, no tendremos más resentimiento hacia los otros. Es sólo cuando experimentamos nuestra propia acogida que puede dejar fluir fuera de nuestras vidas aceptación y no juicio. Y entonces, y sólo entonces, podremos dejar que nuestro Dios sea también en Dios de otros.
En la raíz de nuestro resentimiento más profundo se asienta una gran inseguridad sobre nuestra acogida en el mundo y con ella el fracaso en el entender la naturaleza verdadera de Dios, que, dado que nos sentimos amenazados, creamos invariablemente un Dios y una religión que nos protege en contra los otros.