A veces, mientras estoy presidiendo la Eucaristía o predicando, escaneo los rostros de los asistentes que tengo delante. ¿Qué es lo que revelan? Unos pocos están ansiosos, atentos, centrados en lo que está sucediendo, pero un buen número de caras, particularmente entre los jóvenes, hablan de aburrimiento, de pequeño deber y de una resignación que dice: “Ahora tengo que estar en la iglesia, aunque ojalá estuviera en otro lugar”. Estas reacciones son, por supuesto, comprensibles. Somos humanos después de todo, carne y sangre; y cuando tratamos de enfocar en el mundo del espíritu o en lo que relativiza la carne y la sangre, la mortalidad y el auto-sacrificio, podemos esperar que la mayoría de las veces la realidad de esta vida vencerá la promesa de otro mundo.
A veces, echando una mirada a esos rostros que clavan la vista en mí en la iglesia, me acuerdo de una escena que Virginia Woolf describe en su novela “Las Olas”. La escena es una capilla en un internado de Inglaterra, donde uno de los capellanes está dando a los estudiantes una reflexión espiritual durante un servicio de culto. Este particular capellán no es muy respetado por los estudiantes, pero eso no es la razón más importante por la cual un estudiantes, Neville, se desentiende de sus palabras y de lo que está sucediendo en general en ese servicio religioso. Algo dentro de él se resiste, no precisamente contra las palabras del capellán, al que desprecia, sino contra el mundo del que el capellán está hablando. En concreto, la sangre del joven Neville está demasiado caliente en ese momento para encontrar apetecibles algunas palabras que hablan de contingencia, mortalidad, abnegación, cruz, silencio o el otro mundo; en vez de eso, su juvenil sangre está apremiando en silencio por lo contrario: salud, juventud, sexo, compañerismo, rango, fama y placer.
Y así busca una distracción. No quiere ver el rostro del capellán, no quiere oír sus palabras, no quiere oír hablar de Dios, no quiere oír nada sobre la otra vida, no quiere que le recuerden la mortalidad humana y tampoco quiere oír nada de sacrificio. Como un adicto a las drogas, necesita una situación de apuro; y, en su caso, eso significa fijarse en algo suficientemente poderoso para ser religioso, suficientemente poderoso para hermanar la oferta de vida eterna del otro mundo, algo digno de admiración que él sabe necesita dar a alguien en alguna parte. Y sabe exactamente dónde buscar. Fija su mirada y su admiración en una persona que hay en esa capilla, un joven llamado Percival, quien, para su mente juvenil, es una auténtica encarnación de la vida y un dios digno de ser adorado. Así es como Woolf lo describe:
“El bruto -dijo Neville- amenaza mi libertad cuando predica. Entibiado por la imaginación, sus palabras caen, como adoquines, frías sobre mi cabeza, mientras la dorada cruz se eleva sobre su chaleco. Las palabras de autoridad están corrompidas por aquellos que las pronuncian. Ridiculizo y me burlo de esta triste religión, de estas temblorosas, desconsoladas figuras avanzando, cadavéricas y heridas… Ahora me inclinaré de lado como si me rascara el muslo. Así veré a Percival. Ahí se sienta, justo entre la gente más sencilla. Respira más bien pesadamente por su perfilada nariz. Sus azules y extrañamente inexpresivos ojos están fijos con pagana indiferencia sobre el pilar de enfrente. Sería un admirable capellán. Debería tener una vara y golpear a los niños pequeños por su mal comportamiento. Está de acuerdo con las frases latinas que hay sobre los bronces conmemorativos. No ve nada, no oye nada. Está alejado de todos nosotros en un universo pagano. Pero mira cómo pasa ligeramente su mano por detrás de su cuello. Por tales gestos uno se enamora desesperadamente para toda la vida.”
Cito esta descripción con algo más que simpatía porque yo también fui una vez ese joven niño, Neville, sentado en diferentes locales religiosos con mi corazón y mi mente en resistencia, aparentemente tranquilo, retorciéndome interiormente, porque no quería saber nada que no pudiera, en mi opinión, honrar la realidad que yo sentía tan innegablemente dentro de mi propia sangre. No quería que me recordaran que mi salud era frágil, que mi juventud era pasajera, que mi vida no era el centro y que no estábamos puestos para pensar tanto en sexo. No quería oír de mortalidad, que todos moriremos algún día; no quería oír de la cruz, que es sólo muriendo como llegamos a la vida; y no quería que me pidieran orientar mi atención sobre el otro mundo, quería éste. Aceptaba que la Iglesia era importante, pero, para mí, el palacio de deportes era más real y más seductor. Y, como el joven Neville, yo también tenía mi Percival, ciertos compañeros, ciertos ídolos del deporte y ciertas estrellas del cine cuyos envidiables cuerpos y perfectos gestos eran la vida y la inmortalidad por las que yo, de hecho, suspiraba, y cuyas vidas no parecían tener los límites de la mía propia.
Pero -creo yo- a Dios le gusta esta especia de resistencia juvenil, y la creó dentro de nosotros. ¿Por qué? Porque cuanto más fuerte sea la resistencia, tanto más rica será la armonía final.