Nuestras Ideas Equivocadas sobre el Suicidio

4 de agosto de 2008

    Algunas veces tenemos que decir cosas, y decirlas de nuevo, y volverlas a decir, hasta que ya no sea necesario repetirlas. Fue Margaret Atwood quien escribió algo así, y la verdad de esta aserción es la razón por la que cada año escribo una columna sobre el suicidio. Todavía tenemos muchas ideas equivocadas sobre el suicidio.

No pretenderé ser original en esta columna, sino simplemente intentaré re-afirmar, lo más claro posible, lo que hay que decir repetidamente, una y otra vez.

¿Cuáles son nuestras ideas falsas sobre el suicidio?
 
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.En primer lugar, pensamos que el suicidio es un acto de desesperación. Es todavía demasiado común la creencia de que el suicidio es el acto final de la desesperación   -culpable e imperdonable. Es demasiado común creer que, al cometer suicidio, uno se coloca  bajo el juicio pronunciado una vez contra Judas Iscariote: “Más le valiera no haber nacido”.  Hasta hace poco, con frecuencia no se enterraba en los cementerios de la Iglesia a las víctimas de suicidio.    

Lo que más se ajusta a la verdad es que la propensión al suicidio es, en la mayoría de los casos, una enfermedad. Nosotros estamos hechos de cuerpo y alma. Cualquiera de los dos puede fallar. Podemos morir de cáncer, de hipertensión, de fallo cardíaco, de aneurisma. Éstas son enfermedades físicas. Pero también podemos sufrir enfermedades semejantes en el alma. Hay también enfermedades malignas y aneurismas  en lo profundo del espíritu, heridas mortales de las que el alma no puede recuperarse. En la mayoría de los casos, el suicidio, como cualquier otra enfermedad terminal, arrastra a una persona fuera de la vida, hacia la muerte, contra su voluntad. En estos casos, la  muerte no se elige libremente, sino que es una enfermedad, que está muy lejos de ser un acto libre de la voluntad. En la mayoría de los casos, el suicidio es un intento desesperado de acabar un dolor insoportable, muy parecido al hombre que se arroja por una ventana porque sus vestidos están ardiendo en llamas. Eso es una tragedia, no un acto de desesperación.  

Admitiendo la verdad de esto, tenemos que rechazar la idea de que el suicidio le coloca a una persona fuera de la misericordia de Dios. La misericordia de Dios se mantiene igual, incluso para con el suicida. Después de su resurrección,  vemos cómo Cristo, más de una vez, pasa a través de puertas cerradas e infunde perdón, amor y paz en corazones que no pueden abrirse a causa del miedo y de las heridas. La misericordia y la paz  de Dios pueden penetrar muros que nosotros no podemos. Y, como sabemos, a este lado del cielo,  a veces todo el amor, las manos extendidas y la ayuda profesional en este mundo no pueden ya alcanzar a un corazón paralizado por el miedo y la enfermedad.

Pero cuando somos impotentes, Dios no lo es. El amor de Dios puede descender al mismo infierno (como profesamos en nuestro credo) e infundir paz y reconciliación aun dentro de la herida, la ira y el temor. Las manos de Dios son más amables que las nuestras, la compasión de Dios es más amplia que la nuestra, y la comprensión de Dios sobrepasa infinitamente a la nuestra. Nuestros seres queridos, golpeados por la vida, que caen víctimas del suicidio, están seguros en las manos de Dios, muchísimo más seguros que lo están en los juicios emanados de nuestra limitada comprensión humana. Dios no se siente frustrado ni paralizado como nosotros ante puertas trancadas.

En la mayoría de los casos, el suicidio es una enfermedad, y cuando sus víctimas se despiertan en el otro lado, se encuentran con un Cristo amable que aparece de pie frente a ellas acurrucadas por el miedo, y les dice: “¡Paz contigo!” Como vemos en los evangelios, Dios puede traspasar puertas trancadas, infundir paz en lugares en donde no podemos penetrar, y escribir recto incluso con las líneas más torcidas.

Por último, hay también una idea equivocada sobre el suicidio que se expresa en un intento frustrado de adivinanza: “¡Si al menos hubiera hecho yo algo más! ¡Si al menos hubiera estado más atento, esto se podría haber prevenido y evitado!”.

Pero raramente sucede así. La mayoría de las veces, no estábamos allí cuando nuestro ser querido murió, por la simple razón de que esa persona no quería que estuviéramos allí presentes. Él o ella escogió el tiempo y el lugar, precisamente pensando en nuestra ausencia. El suicidio es una enfermedad que escoge a su víctima de esa forma, justamente para excluir la presencia de los otros y su atenta solicitud. Eso es parte de la anatomía de la enfermedad.

 Esto, naturalmente, nunca puede ser una excusa para nuestra insensibilidad para con los que, junto a nosotros, están sufriendo de depresión, pero es un sano remedio contra el falso sentimiento de culpabilidad y contra el angustioso intento de adivinanza. Muchos de nosotros hemos estado al pie de la cama  de alguien que estaba agonizando y hemos experimentado una frustrante impotencia, porque no podíamos hacer nada para prevenir la muerte de nuestro ser querido.  Aquella persona murió  a pesar de nuestra presencia y de nuestra solícita atención, de nuestras oraciones y de nuestros esfuerzos por ayudar. Así ocurre también, al menos en general, con los que se suicidan.

Nuestro amor, solicitud, y presencia no son capaces de impedir que mueran, a pesar de nuestra voluntad y esfuerzo en  contra.

La respuesta cristiana al suicidio no debiera consistir en  horror y miedo por la salvación eterna de la persona y ansioso auto-examen sobre lo que hicimos o dejamos de hacer. Ciertamente, el suicidio es una manera terrible de morir, pero debemos entenderlo tal como él: una enfermedad,  y dejar de estar angustiados, tanto por la salvación eterna de la persona como por nuestra respuesta menos-que-perfecta a su enfermedad sicológica.

Dios redime todo, y, al final, todas las maneras de vivir se considerarán buenas, aun más allá del suicidio.