Nuestro Esfuerzo por Celebrar

27 de enero de 2009

Es difícil celebrar correctamente. Queremos hacerlo, pero no sabemos cómo.
 
La mayoría de las veces celebramos mal porque nuestra idea de celebración consiste en exagerar las cosas, en excedernos.  Intentamos celebrar abusando y tomando con exceso las cosas ordinarias (comer, beber, cantar, contar chistes o historias, jugar). Para muchos de nosotros, celebrar significa comer más de la cuenta, beber con exceso, alternar con los demás alborotando, cantar a lo gamberro como borrachos, y prolongar la juerga hasta la madrugada; todo esto con la esperanza de que, de alguna manera, con todo ese exceso lograremos la celebración perfecta (sea lo que sea). Pero a tanto esfuerzo frenético corresponde poquísimo goce genuino.
 
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. A veces lo logramos, y celebramos con autenticidad. En esos momentos nos sentimos más profundamente unidos a otros, como más anchos, más importantes, más lúcidos, más lúdicos, y sentimos más profundamente el amor y la alegría, que tienen su asiento en el corazón de la vida. Pero esto ocurre pocas veces; y nunca ocurre cuando estamos descontrolados y frenéticos. Con demasiada frecuencia, a nuestras celebraciones les sigue una resaca (del tipo que sea). ¿Por qué?
 
Las razones son complejas, profundas, y generalmente ocultas. Quizás la primera razón por la que nos resulta tan difícil celebrar genuinamente es que parece que nos falta la capacidad de gozar las cosas con sencillez, de tomar la vida, el placer, el amor, el goce,  como un don de Dios, puro y simple. No es que nos falte la capacidad de celebrar; se trata más bien de que esta capacidad inherente a nosotros está generalmente enterrada bajo un montón de culpabilidad. Es decir, que con frecuencia no podemos gozar un placer legítimo porque, de alguna manera, aunque inconscientemente, sentimos lo que se expresa en los mitos antiguos, a saber, que al gozar de un placer estamos de alguna manera robando algo a Dios. Y eso nos da un cierto sentido de culpa.

Tendemos a echar la culpa de esto a la religión, pero esta neurosis es universal, y se da tanto fuera de los círculos religiosos como dentro de ellos. No se sabe por qué, pero casi todos, en nombre de lo divino, se sienten culpables en el placer.
 
Y por eso tenemos la tendencia a alternar en nuestra vida entre un placer rebelde ("placer robado a Dios") y un sentido del deber falto de alegría (una vida moralmente obligada), pero sin placer y goce genuinos. Parece como si nunca fuéramos capaces de celebrar genuinamente. Digo genuinamente porque, paradójicamente, nuestra capacidad de gozar es el verdadero motor que nos empuja a la seudo-celebración, al hedonismo y a una búsqueda malsana y morbosa del placer.
 
Dicho llanamente: porque nos esforzamos por gozar con sencillez, buscamos demasiado el goce y lo suplantamos con el exceso.
 
Esto nos lleva con frecuencia a una confusión peligrosa en la que substituimos el goce genuino con el placer frenético, el sano éxtasis con el exceso e xagerado, y la conciencia intensificada con la eliminación de la misma conciencia. Los atletas empapados en champán celebrando una gran victoria y el absurdo frenesí de un carnaval nos dan el video-metraje que necesitamos para comprender esto. Pero el exceso no es goce genuino, ni la conciencia eliminada es conciencia intensificada. Son substitutos débiles, que no satisfacen en absoluto.
 
El propósito exacto de la celebración es realzar e intensificar el sentido de algo (un cumpleaños, una boda, un gran éxito, una victoria, una graduación, el nacimiento de un hijo, el comienzo o el fin de un año). Estos acontecimientos exigen celebración: que se compartan, se realcen, se extiendan, se les dé bombo. Como seres humanos, sentimos una necesidad congénita de celebrar, y esto es muy sano y saludable.
 
¿Qué significa, pues, celebrar algo? Celebrar una ocasión es realzarla, compartirla, saborearla, ampliarla. También celebramos para vincularnos  más fuertemente a otros, para descubrir el sentido lúdico de la vida, para intensificar un sentimiento, para sumirnos en un sano éxtasis, y, más vulgarmente, para descansar y relajarnos de las tensiones de la vida. Pero por nuestra incapacidad para gozar algo con sencillez, con frecuencia tratamos de crear ese goce saludable por medio del exceso y de buscar el éxtasis de una autoconciencia elevada en la eliminación de nuestra misma conciencia.
 
No es de extrañar que con frecuencia volvamos a casa con dificultad, con resaca, más vacíos, más cansados después de la celebración. La resaca es una señal infalible de que en alguna parte del proceso nos saltamos algún poste indicador.
 
Pero tenemos que seguir intentándolo. Cristo vino y declaró una boda como fiesta, celebración, en el centro de la vida. Cristo chocó e impactó a la gente tanto por la forma de disfrutar de su vida como por la forma cómo renunció a ella y la entregó generosamente. Al fin, Jesús fue rechazado tanto por su mensaje de disfrute como por su mensaje de ascetismo. Eso es cierto todavía hoy. Tenemos tendencia a leer los evangelios selectivamente y a no tener en cuenta el reto positivo de Jesús: gozar sin sentimientos de culpa.
 
Y ahí está precisamente nuestro problema: Nuestra sana necesidad de placer y de gozo  -regalo de Dios-  tiende a caminar bajo tierra, como a escondidas, porque nunca se nos reta religiosamente y en nombre de Jesús a gozar, en profundidad y sin sentimiento de culpabilidad, los placeres tan humanos de nuestras vidas.

Aún buscamos placer y goce, pero ahora los diferenciamos de lo que es religioso y santo y se los "robamos a Dios" en vez de gozarlos sencilla y religiosamente. Esa es una de las razones más importantes de por qué substituimos sano goce con exceso exagerado y elevada conciencia con conciencia eliminada.
 
Dios nos ha permitido gozar de la vida y sus placeres. Esta verdad también necesita formar parte central de nuestra enseñanza religiosa. El placer es don de Dios, no fruta prohibida.