Nuestro inquieto yo

17 de febrero de 2025

Durante los postreros años de su vida, Thomas Merton vivió en una ermita situada fuera de un monasterio, confiando encontrar más soledad en su vida. Pero la soledad es algo ilusorio, y vio que siempre se le escabullía.

Entonces, una mañana tuvo la sensación de que, por un momento, la había encontrado. Sin embargo, lo que había experimentado le resultó una sorpresa. La soledad -replica- no es un estado alterado de conciencia ni cierta sublime sensación de Dios y lo trascendente en nuestras vidas. La soledad -según la experimentó él- era simplemente estar pacíficamente dentro de tu propia piel, gratamente consciente de ello y respirando pacíficamente en la inmensa riqueza que hay en tu propia vida.  La soledad consiste en dormir en intimidad con tu propia experiencia, en paz, consciente de su riqueza y maravilla.

Pero esto no es fácil. Resulta extraño. Raramente nos encontramos en paz en momento presente dentro de nosotros. ¿Por qué? Porque esa es manera como estamos hechos. Estamos sobrecargados para este mundo. Cuando Dios nos colocó en él -como el autor del Libro del Eclesiastés nos dice- Dios puso “infinitud” en nuestros corazones, y por eso no facilitamos hacer la paz con nuestras vidas.

Leemos esto, por ejemplo, en el famoso pasaje del Libro del Eclesiastés sobre el ritmo de las estaciones.                                                                                                                                          Hay un tiempo y una estación para cada cosa -se nos dice-: un tiempo para nacer y un tiempo para morir, un tiempo para plantar y un tiempo para recoger lo plantado, un tiempo para matar y un tiempo para sanar… y así continúa el texto. Entonces, después de señalar este ritmo natural del tiempo y las estaciones, el autor acaba con estas palabras: Dios ha hecho que todo esté adecuado a su propio tiempo, pero ha puesto la infinitud en el corazón humano de manera que los seres humanos estén fuera de sintonía con los ritmos de las estaciones desde el principio hasta el fin.

La palabra hebrea usada aquí para expresar “infinitud” es Olam, una palabra que sugiere “eternidad” y “trascendencia”. Algunas traducciones inglesas lo explican de la siguiente manera: Dios ha puesto un sentido de pasado y futuro en nuestros corazones. Quizás eso lo capte mejor al modo como generalmente experimentamos esto en nuestras vidas. Nosotros sabemos por experiencia qué difícil es estar en paz en momento presente, porque el pasado y el futuro no nos dejarán solos. Siempre están dando otro matiz al presente.

El pasado nos ronda con arrullos y melodías medio olvidadas que disparan recuerdos sobre el amor encontrado y perdido, sobre heridas que nunca han sanado, y con sentimientos iniciados de nostalgia, pesadumbre y deseo de aferrarse a algo que una vez fue. El pasado está siempre sembrando inquietud en el momento que se está viviendo.

¿Y el futuro? Se fija en el presente también, alzándose como promesa y amenaza, demandando por siempre nuestra atención, sembrando por siempre ansiedad en nuestras vidas, y despojándonos por siempre de la capacidad de descansar simplemente en el presente.

El presente está siempre dando otro matiz por obsesiones, pesares, preocupaciones y ansiedades, que tienen poco que ver con los que de hecho están sentados a la mesa.

Los filósofos y poetas han dado diferentes nombres a esto. Platón lo llamó “una locura proveniente de los dioses”; los poetas hindúes lo han llamado “una nostalgia por lo infinito”; Shakespeare habla de “anhelos inmortales”; y san Agustín, en quizás la más famosa denominación de todas ellas, lo llamó una incurable inquietud que Dios ha puesto en el corazón humano para prevenirlo de encontrar un hogar en algo menos que lo infinito y lo eterno: “Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que descansen en ti”.

Y así, es extraño estar pacíficamente presentes en nuestras propias vidas, sosegados dentro de nuestra propia piel. Pero este “tormento” -como T. S. Eliot lo denominó una vez- tiene una intencionalidad dada por Dios, un proyecto divino.

Henri Nouwen, en un singular pasaje, trata de la lucha y su finalidad: “Nuestra vida es un breve tiempo en expectación, un tiempo en el que la tristeza y el gozo se besan a cada momento. Hay una clase de tristeza que ocupa todos los momentos de nuestra vida. Parece que no hay tal cosa como la alegría pura y clara, pero también que, aun en los momentos más felices de nuestra existencia, sentimos un deje de tristeza. En cada satisfacción, hay una conciencia de limitaciones. En cada éxito se da el temor de los celos. Detrás de cada sonrisa, existe una lágrima. En cada abrazo sentimos soledad. En cada amistad, distancia. Y en todas formas de luz se da el conocimiento de la oscuridad envolvente. Pero esta experiencia íntima, en la que cada trocito de vida es tocado por un trocito de muerte, puede apuntarnos más allá de los límites de nuestra existencia. Puede realizarlo al hacernos estar expectantes de ese día en que nuestros corazones rebosarán de perfecta alegría, una alegría que nadie nos quitará”.

Nuestros inquietos corazones nos guardan de caer dormidos al fuego divino existente en nosotros.

Tradujo al Español para Ciudad Redonda Benjamín Elcano, cmf

Artículo original en inglés

Imágen: Depositphotos