A los seres humanos nos dividen muchas cosas: lengua, raza, etnia, género, religión, política, ideología, cultura, historia personal, temperamento, heridas personales, juicios morales. Frente a todo esto, nos es difícil mirar a personas que son diferentes a nosotros, y aceptarlas como hermanos y hermanas, como ciudadanos de este mundo igualmente importantes, y como queridos y apreciados por Dios como lo somos nosotros.
Y, por eso, vivimos con frecuencia con una cierta desconfianza, unos de otros. Lamentablemente también con frecuencia nos tachamos de malos unos a otros, viendo peligro donde sólo hay diferencia. Entonces, o nos oponemos abierta y agresivamente a alguien, o sencillamente lo evitamos, y advertimos a nuestros seres queridos que lo eviten igualmente.
Por consiguiente, vivimos en un mundo en el que diversos grupos se mantienen lejos unos de otros: Liberales y conservadores, protestantes y católicos, judíos y árabes, árabes y cristianos, musulmanes y budistas, raza blanca y etnia negra, grupos pro-vida y grupos pro-elección, feministas y tradicionales…, entre otros.
Lo que nos falta comprender es que estas diferencias son nuestra “ropa exterior”, cosas que en definitiva son accidentales e incidentales para nuestro propio ser real. ¿Qué queremos decir con esto?
Para cubrir nuestra propia desnudez no nos ponemos sólo ropa material, exterior; nos ponemos algo más. Cubrimos también nuestra desnudez con un sentimiento específico de etnia, lenguaje, identidad religiosa, cultura, afiliación política, ideología, una serie de juicios morales, y una completa gama de indignación y de heridas personales. Todo esto es, en esencia, nuestro “vestido exterior”.
Pero poseemos también un “vestido interior” mucho más profundo. Debajo de todo eso exterior se sitúan nuestra esencia real, nuestra identidad y capacidad de actuar con un corazón más grande. ¿Qué es, pues, lo que se encuentra debajo, escondido?
En el evangelio de Juan, en la Última Cena, cuando está describiendo cómo Jesús lava los pies de sus discípulos (en un pasaje con palabras cuidadosamente elaboradas) Juan usa estas palabras: “Jesús, sabiendo que el Padre lo había puesto todo en sus manos, que había salido de Dios y volvía a Dios, se levanta de la mesa, se quita el manto, y tomando una toalla, se la ciñó a la cintura. Después echó agua en un recipiente y se puso a lavarles los pies a los discípulos y a secárselos con la toalla que llevaba a la cintura”. (Jn 13,2-5)
Cuando Juan está describiendo a Jesús diciendo que “se quita el manto”, quiere significar más que el simple despojarse de alguna ropa física, alguna faja exterior que se hubiera quitado al agacharse para lavar los pies de alguien. Para soltar la soberbia que impide a todos los seres humanos agacharse para lavar los pies de alguien diferente de uno mismo, Jesús tuvo que despojarse de una cantidad de cosas exteriores (soberbia, juicios morales, superioridad, ideología, y dignidad personal) para ponerse solamente su “vestido interior”.
¿Y cuál era, pues, ese su “vestido interior”? Tal como lo describe poéticamente Juan, su vestido interior era precisamente su conocimiento de que había venido de Dios, volvía a Dios, y que, por lo tanto, todo era posible para él, incluso lavar los pies de alguien de quien sabía que le había traicionado (Judas).
Ése es también nuestro “vestido interior”, la realidad que se asienta más profundamente por debajo de nuestra raza, género, religión, lengua, política, ideología e historia personal (con todas sus heridas y falsa soberbia). Lo más real es que allá en el fondo, por debajo de estas otras cosas externas, guardamos la oscura memoria, la huella, la clase de amor y verdad, el conocimiento inicial de que, como Jesús, también nosotros hemos venido de Dios, estamos regresando a Dios, y por tanto somos capaces de hacer cualquier cosa, incluso amar y lavar los pies de alguien muy diferente de nosotros. Nuestro “vestido interior” es la imagen y semejanza de Dios dentro de nosotros.
Solamente si comprendemos esto, nuestro mundo puede cambiar realmente, porque es sólo entonces cuando liberales y conservadores, pro-vida y pro-elección, católicos y protestantes, judíos y árabes, blancos y negros, hombres y mujeres, y hombres heridos de diversas maneras, pueden empezar a dejar de tacharse de diabólicos unos a otros, empezar a tender la mano unos a otros, comenzar a sentir simpatía unos por otros, y comenzar, juntos, a edificar un bien común más allá de sus heridas y diferencias.
Algunas veces ya hacemos eso, en nuestros mejores momentos. Desgraciadamente, por lo general, el experimentar uno de estos “nuestros mejores momentos” ocurre cuando se da una gran tristeza, una tragedia, o una muerte. Normalmente ocurre esto sólo frente a la impotencia y al pesar mutuos, en funerales, cuando somos capaces de olvidar nuestras diferencias, despojándonos de nuestros “mantos exteriores”, y de mirarnos unos a otros como hermanos y hermanas.
Y parece que siempre ha sido así, sin mucha diferencia. En la historia bíblica de Job, vemos que es solamente cuando el ánimo de Job está completamente por los suelos y fuera de sí, o sea, al sentirse despojado de todas las cosas exteriores a las que podía estar apegado, cuando finalmente se quita sus prendas exteriores y profiere la frase de valor perenne: “Desnudo vine del vientre de mi madre, y desnudo regreso”.
Tenemos que tener cuidado con la clase de ropa que nos ponemos, de forma que no necesitemos un sufrimiento como el de Job para despojarnos de ella.