Nuestros ojos como ventanas a nuestras almas

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Casi todos nosotros nos preocupamos del envejecimiento, especialmente de  cómo afecta a nuestros cuerpos. Nos preocupamos por las arrugas, las bolsas de los ojos, la grasa de la edad madura y la pérdida de cabello allí donde  queremos tenerlo, o por tenerlo donde no lo queremos. Así, de cuando en cuando, al mirarnos en un espejo o ver una foto reciente nuestra, quedamos impresionados por nuestros rostros y cuerpos, y casi  no nos reconocernos al ver una cara vieja y un cuerpo achacoso donde antes solíamos ver a un joven.

Pero examinarnos por las señales de envejecimiento no es una mala práctica, aunque deberíamos buscar otras cosas además de arrugas, piel flácida, pérdida de cabello y aumento de peso. Con estas cosas corporales, la naturaleza se sale eventualmente con la suya. Donde deberíamos buscar las señales de envejecimiento es en nuestros ojos. Es ahí donde se manifiestan  las verdaderas señales de edad avanzada y senilidad.

Si nos pusiéramos ante un espejo y claváramos la mirada fijamente en nuestros propios ojos, ¿qué veríamos? ¿Están nuestros ojos cansados, faltos de entusiasmo, sarcásticos, sin vida, muertos? ¿Irradian principalmente enojo y envidia? ¿Hay fuego en ellos? ¿Están tan apagados como para ser incapaces de abrirse a lo sorprendente? ¿Han perdido su inocencia? ¿Hay todavía un niño escondido en algún lugar detrás de ellos?

Las verdaderas señales de senilidad son delatadas por los ojos, no por el cuerpo. La piel suelta revela meramente que estamos envejeciendo físicamente, nada más. Los cuerpos envejecen y mueren en un proceso tan  inevitable y natural como el cambio de las estaciones, pero los ojos muertos son signo de una senilidad más mortal, algo menos natural, un espíritu fatigado. Los espíritus deberían ser siempre jóvenes, siempre infantiles, siempre inocentes. No deberían perder vitalidad ni morir. Pero pueden morir por falta de pasión, por apariencia de confianza, por pérdida de inocencia y asombro, por fatiga de espíritu y por desesperanza práctica.

La desesperanza es una cosa curiosa. Principalmente, perdemos las esperanzas no porque crezcamos hastiados de los desengaños y sufrimientos de la vida y, al final, veamos que la vida exige soportar  demasiado. Más bien perdemos las esperanzas por la razón contraria, a saber, crecemos cínicos de alegría. La alegría se funda en experimentar la vida como fresca, nueva, original, como hace un niño, con una cierta pureza de espíritu. Este tipo de alegría no es placer, aunque hay placer en ella. El placer, por supuesto, puede  tenerse sin alegría, pero esa clase de placer es el producto de una falta de asombro y reverencia al experimentarlo. Esta clase de placer es experimentada inicialmente como una victoria, como un lanzamiento de ingenuidad, como liberación; pero pronto se vuelve derrota, estupidez, hastío y eros mortecino. Nuestro paladar pierde su avidez de saborear. Nuestro entusiasmos muere, y dentro  se sitúa cierta fatiga del alma. No queda nada en nosotros que sea fresco y joven, y nuestros ojos empiezan a mostrar esto. Perdieron su brillo, su estilo infantil.

En su aguda novela, “El ángel de piedra”, Margaret Laurence describe a su heroína, una desesperada dama llamada Hagar, mirándose en el espejo y diciéndose: “Permanecí largo tiempo mirando, preguntando cómo una persona pudo cambiar tanto… Sucede muy gradualmente. La cara, una cara morena y correosa que no era mía. Sólo los ojos eran míos, mirando como para atravesar el mentiroso cristal y conseguir debajo alguna imagen verdadera, infinitamente distante.”

A la mayoría de nosotros, una buena mirada en el espejo nos revela, tristemente, mucho de lo mismo: una cara sin vida que de hecho no es  nuestra, y unos ojos  apagados, de verdad nuestros, pero escondidos bajo un cristal mentiroso. En algún lugar se extinguió el fuego; ojos y rostro están vacíos de asombro e inocencia.

¿Qué se debe hacer? Necesitamos echarnos una buena y larga mirada en un espejo y estudiar nuestros ojos, detenida y firmemente, y permitir a lo que vemos impactarnos lo bastante para movernos camino de poner fin a lo aprendido, de la post-sofisticación, del asombro, de la inocencia renovada. Éste es el consejo: Vete al espejo y mira dentro de tus ojos lo bastante largamente hasta que veas allí de nuevo al niño que habitó en ese espacio. En eso, el asombro nacerá, un brillo volverá y, con él, una frescura que puede hacerte joven de nuevo.

Nuestros ojos no crecen cansados, más bien se entierran. Eso es lo que causa la mirada vacía y sin pasión. Los cuerpos se cansan, pero los ojos son ventanas al alma y siempre están ansiosos de ver. Uno de los contrastes  entre el Cristianismo y el Budismo tiene que ver con los ojos. El santo budista está siempre representado con sus ojos cerrados, mientras el santo cristiano los tiene siempre abiertos. El santo budista tiene un cuerpo terso y armonioso, pero sus ojos están pesados y sellados con sueño. El cuerpo del santo cristiano está demacrado hasta los huesos, pero sus ojos están vivos, hambrientos, curiosos. Los ojos del budista están concentrados en el interior. Los ojos del cristiano están mirando afuera, ansiosos, llenos de asombro.