Hubo un tiempo en el que este mundo poseía un clarísimo poder de evocación, un carácter fuerte de representación religiosa. Los elementos del mundo remitían a Dios; incluso para algunos eran divinos. Sin embargo, para muchos contemporáneos, en este mundo ya la divinidad no se hace presente ni tangible. Y es que el propio mundo aparece como un enigma indescifrable, como un lugar donde las cosas no hablan claramente de sí mismas, ni mucho menos del que presuntamente las originó. Según N. Luhmann, para el ser humano de nuestros días, su mundo es «la contingencia misma. Dentro de él se ha ido convirtiendo en un problema hallar la necesidad, la verdad, la belleza, en una palabra, los valores. El mundo no es el que impone ya los valores. El mundo aparece ante nuestros ojos como un puro problema de valor» ( N. Luhmann,Theorie der Gesellschaft oder Sozialtech-nologie?, Suhrkamp, Frankfurt a. M. 1982, 380). Esto significa que la naturaleza, por sí misma no es capaz ya de ser tenida por nosotros como espacio en el que se "revela" la norma de nuestra conducta. Pero hay más. Esta situación nos deja frente a un universo de preguntas a las que toda respuesta categórica y definitiva suena a farsa, a engaño. En tales circunstancias no resulta fácil ver en la naturaleza un signo del Dios benévolo que nos acompaña.
Esta percepción, con todo, no suele llevar al hombre contemporáneo a negar la existencia de Dios a partir de las criaturas del mundo. En su conciencia crece, más bien, la perplejidad, se instala dentro de él la duda. Si no abandona sus creencias, llega, eso sí, a la conclusión de que lo que ha variado es el lugar en el que ese Dios se hace perceptible. Será Nietzsche quien dará forma a este sentimiento al interrogarse en la Gaya ciencia: «¿Hacia dónde ha emigrado Dios?». Como cualquier lector avisado habrá notado, estoy hablando de la secularización, no por antigua menos actual. El hombre religioso contemporáneo asume el contenido del Salmo 42 en toda su extensión: «Las lágrimas son mi pan día y noche, mientras continuamente me repiten: "¿Dónde está tu Dios?"».
Sin embargo, nada de lo que hasta aquí he dicho se debe interpretar como una desconexión con el misterio. Más bien apunta a que la realidad personal del Dios del mundo no se halla plenamente en este mundo de Dios. La experiencia que rodea y traspasa al hombre contemporáneo no es la de la ausencia de experiencia de Dios, sino la de la experiencia de su ausencia. En este mundo, Dios se manifiesta como un reclamo a seguir preguntando, a continuar abriéndose a lo que no podemos entender ni explicar. El «desencantamiento» de la creación, por sí mismo, no tiene nada que ver con una negación irrevocable del Creador. Se hace, más bien, cada vez más evidente, que la afirmación de Rudolf Otto sobre la absoluta alteri-dad de Dios respecto al mundo, es totalmente verdadera. A este respecto dirá Mircea Eliade: «Lo numinoso se singulariza como una cosa ganz andere (totalmente diversa), como algo radical y totalmente diferente; no se parece a nada humano ni cósmico» (M. Eliade, Lo sagrado y lo profano, Barcelona 1983, 17-18). A este nivel estará el Espíritu manifestándose como el que «conduciéndonos a la plenitud verdad» (Jn 16,13), nos libera de nuestra imaginaciones demasiado mundanas, excesivamente mezcladas de elementos culturales procedentes de nuestro modo de concebir el mundo en el vivimos y del que somos parte. En el diálogo con las religiones habrá que tener en cuenta esta anotación. Incluso en la formulación de las doctrinas de nuestra propia fe, debemos estar persuadidos de que, aunque no podamos prescindir del mundo para pensar y hablar de Dios, las imágenes suministradas por el mundo deberán ser tenidas por provisionales, en espera de la revelación final. A todo esto corresponde una donación renovada de aquel Espíritu que revoloteaba sobre las aguas primordiales, y que, sin mezclarse con el mundo, lo iba modelando. A tal redescubrimíento se refiere una nueva mística del mundo, hecha toda ella de responsabilidad ante la suerte de la creación, puesta, siempre de nuevo, en manos del hombre por el propio Dios.
LAS OTRAS CARAS DE LA INCREENCIA Y LOS DONES OCULTOS DE LA FE
La increencia clásica se alimentó de un conjunto de reivindicaciones que pugnaban por devolver al hombre sus atributos. El Dios, sobre todo el Dios de las religiones reveladas, habría despojado al hombre de su grandeza y dignidad. Era preciso, por tanto, acabar con ese Dios, con esas religiones, si se deseaba rescatar al hombre. Negar o ignorar a Dios en nombre del hombre: he aquí la propuesta de la modernidad. La posmodernidad, por contra, ha producido un nuevo tipo de increencia no tendente a lo que Vattimo llama «reapropiación». La «reapropiación» es el intento por recuperar la grandeza humana regalada a los ídolos, la vuelta al ser humano de lo que el hombre había dejado en manos de la divinidad. Con todo, se ha hecho hoy evidente para muchos que la «muerte de Dios» conlleva la depauperación del hombre. Si se niega o se ignora a Dios no podrá ser ya por reivindicar al hombre.
La increencia por vía de «no reapropiación», como dirá Vattimo, tiene mucho que ver con la absolutización de los límites, presente en un cierto agnosticismo, ya que la «credulidad del agnóstico no rebasa los límites de lo finito» (E. Tierno Galván, ¿Qué es ser agnóstico?, Tecnos, Madrid 1982, 21). El agnóstico no pretende disputarle a Dios el primer puesto, pues no emigra al más allá, región en la que supuestamente Dios se encuentra. Es coherente con ello, por tanto, decir que «el agnóstico, instalado en la finitud con su ajuar existencial completo, no echa nada de menos; tampoco a Dios» (E. Tierno, o.c, 35).
Es éste un desafío para la fe que, hace algunos años, no se planteaba. En primer lugar, es preciso redescubrir al hombre, ponerlo en el centro de la experiencia religiosa, tal como se ha manifestado en la misma Encarnación. Pero se hace indispensable dar a este axioma verdadero contenido social y político, apartándose de la pura retórica. Aquí el Espíritu está animando una gran multitud de iniciativas tendentes al bien del hombre en cuanto hombre. No todas se producen en los ámbitos de las confesiones cristianas, ni siquiera en las esferas de las religiones. Son muchos los que, animados por su compasión y amor al ser humano, se han lanzado a las más variadas aventuras de la cooperación. En los cooperantes de todo signo y condición, en su pasión por los más pobres hasta el sacrificio de la propia vida, está presente el Espíritu. Muchos de ellos expresan una conciencia que nada tiene que ver con Dios, lo cual no quiere decir que Dios no tenga que ver nada con ellos. No es preciso que intentemos «convertirlos». Es bueno que los dejemos actuar tal como lo están haciendo, que nos pongamos a su lado, no sólo para colaborar con ellos, sino para aprender como creyentes que «el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1 Jn 4, 7). Ellos son un don del Espíritu para los que se dejan guiar por el Espíritu.
Por otro lado, tomando en cuenta el tema religioso, en cuanto tal, es preciso que hagamos algunas objeciones a lo que dice Tierno Galván. En primer lugar, este tipo de increencia no sólo carece de energía de «reapropiación», sino que cierra al ser humano a cualquier solicitación que no tenga que ver con lo que él mismo se ha fijado como canon de perfección y felicidad, como autolimitación a su propio desarrollo. Por lo menos, es preciso dejar espacio a la sorpresa de lo que excede nuestros límites. Además, hay que sobreponerse al simple acostumbrarse a no echar de menos, pues acaso eso no signifique otra cosa sino que se ha ido perdiendo sensibilidad para captar la otra dimensión, la del misterio que no se deja atrapar por los límites de la razón limitada. Pero aquí será preciso hacerse cargo de que, el Espíritu que desbloquea para entrar en la dinámica de la fe, llevará a la aparente rebeldía a quienes, con argumentos sólidos y con mucha humildad, critican las religiones en nombre de la religiosidad. Por religiosidad entiendo el estrato más profundo de la existencia, a partir del cual todo adquiere sentido y transparencia. Las religiones pretenden socializar la experiencia religiosa y darle visibilidad objetiva. Para ello cuentan con un sistema de verdades, de ritos, de normas éticas, de instituciones sacras y de personas que las encarnan. Cuando estos últimos factores ofrecen resistencia a la religiosidad como experiencia individual o colectiva, se verán denunciados por personas de intuición religiosa aguda. En esta acción serán guiadas por el Espíritu. Lejos de perjudicar a las religiones, este don contribuirá a su purificación. Aquí la mística más pura se dará la mano con un profetismo auténtico.
ENTRE GLOBALIZACIÓN Y SOLIDARIDAD
Los agentes de las bolsas del planeta saben muy bien que las crisis de los mercados de valores ya no se dan aisladamente. Un repunte de cotización eleva la valoración bursátil en todo el mundo. Los hundimientos de esos mismos valores pueden arrastrar a la ruina a los inversores de todas partes. Es un modo de decir que la economía tiende a globalizarse. A ello contribuyen las tecnologías de comunicación simultánea y el convencimieto empírico y utilitario de que este mundo ha ido dando lugar a una aldea global, cada día más diminuta. Sin embargo, esta es una apreciación solamente macroeconómica. El destino de "los pequeños" es ignorado por completo en un mundo sólo concebido como unidad de producción y consumo y no como un experimento de comunión. Para la mayoría de las personas de nuestro planeta es cierto que, mientras más elevado es el nivel de vida, más se hunde la calidad de su vida. Por otra parte, el dominio tecnológico y el acceso a las nuevas formas de producción y comercialización han hecho que la sima entre los ricos y los pobres sea cada vez mayor. ¿Cómo puede hablarse de verdadera «aldea global» mientras, por poner un solo ejemplo, un magnate de los mass medía percibe anualmente miles de millones de dólares, en tanto que un desempleado del Tercer Mundo se ve obligado a subsistir con cantidades irrisorias?
El problema es inmenso, porque las diversas oportunidades de despegue se encuentran infinitamente distantes. Sólo un acuerdo mundial puede acabar con estas contradicciones. Por desgracia no puede esperarse que este acuerdo se produzca de forma repentina. Hace falta una educación y un proceso de acomodación lento y progresivo. En él habrá que tomar en serio las potencialidades de trabajo y producción de los menos favorecidos. Será preciso también ir acompasando las economías de los países más pudientes a las necesidades humanas de los que sufren depresión económica. Los que den cuerpo a este acuerdo mundial habrán salvado el futuro. ¿Por qué negar que a través de los circuitos seculares de la reglamentación jurídica justa, de la extensión tecnológica universal, de la educación para un trabajo digno está actuando el Espíritu?
DEMOCRACIA, DIÁLOGO Y COMUNIÓN
No está muy lejos la época en que la praxis democrática y las teorías políticas que la sustentan eran objeto de sospecha cuando no de anatema. Afortunadamente las cosas han cambiado. Las sociedades ya no están compuestas por súbditos, sino por ciudadanos. Y no deja de llamar la atención que estas adquisiciones, que tienen que ver con la dignidad de la persona humana, se hayan conseguido al margen de la iglesia, incluso, en ocasiones, en contra de ella. En la actualidad esta situación ha quedado felizmente superada, incluso a nivel de principios, por la declaración conciliar Dignitatis humanas. Pero, si atendemos a lo que pasa en el interior de la Iglesia, quizás saquemos la impresión de que aún queda mucho por recorrer. Durante la asamblea especial del sínodo de los obispos de 1991, mons. Werbs se hacía eco de esta problemática: «Los pueblos de Europa se piensan y sienten cada día más democráticos. Nuestra iglesia, por contra, se halla estructurada de modo jerárquico. Seguímos convencidos de que tal estructura es irrenunciable. Pero hemos de preguntarnos cómo hacer posible una genuina colaboración y participación de todos los miembros de la Iglesia» (N. Werbs, Synodus Episcopo-rum, Bollettino, n° 10, 3-XII-1991, página 10). La empresa del diálogo, a la que Pablo VI convocó a la humanidad y a la Iglesia toda en su encíclica Eccksiam Suam, a la que, desde los albores de su pontificado, alude como fuente de inspiración Juan Pablo II, no puede realizarse fuera del ámbito de la participa- j ción y la reciprocidad, tan cercanas a los [ principios democráticos. No se puede £ inspirar en otra fuente que el deseo del mismo Jesucristo: «Que todos sean uno, como tú, Padre, que estás en mi y yo en ti. Que ellos sean uno en nosotros para que el mundo crea que tú me has enviado» (Jn 17, 21). Es decir, todo esto ha de partir de una profunda experiencia de comunión. La comunión es mucho más que la subordinación de unos a otros en vistas a constituir un colectivo funcionalmente eficaz. La comunión es la del Padre dentro del Hijo y la del Hijo dentro del Padre, la de la mutua pertenencia en el amor. Los que promuevan este, que es el «carisma mayor» (1 Cor 12, 31), estarán haciendo espacio al Espíritu en la historia.