O místicos o descreídos

    Hace unas décadas, en la generación anterior, Karl Rahner afirmó que pronto llegaría un tiempo en el que cada uno de nosotros sería o un místico o un descreído (no-creyente).

¿Qué quiere decir Rahner y qué implica esto?

En  un primer nivel esta afirmación significa que los que hoy en día quieran mantener la fe tendrán que estar orientados hacia el interior de sí mismos mucho más que en las generaciones previas. ¿Por qué?  Porque antes,  hasta nuestra generación actual, en el mundo secular , por lo general, la cultura ayudaba a vivir la fe. Vivíamos en culturas (con frecuencia sub-culturas inmigrantes y étnicas) en las que la fe y la religión  formaban parte integrante del entramado mismo de la vida. Fe e iglesia estaban incrustadas en la sociología misma. Se requería una acción resistente y anormal para no ir a la iglesia el domingo. Hoy, como sabemos, ocurre todo lo contrario. Se requiere una decisión firme, anclada en nuestro interior, para ir a la iglesia  los domingos. Vivimos, hoy en día, en una diáspora moral y eclesial, y experimentamos una soledad especial que normalmente la acompaña. Tenemos pocos apoyos externos para nuestra fe.
 
Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. La cultura ya no comporta consigo la fe ni la iglesia. Dicho sencillamente, nosotros antes sabíamos cómo ser creyentes y cristianos practicantes cuando vivíamos dentro de comunidades que nos arropaban y ayudaban a vivir la fe, comunidades en las que parecía que la inmensa mayoría creía, la inmensa mayoría  iba a la iglesia, y la inmensa mayoría tenía el mismo esquema de valores morales. No por casualidad, estas comunidades eran con frecuencia inmigrantes, pobres, poco ilustradas, y culturalmente marginadas. En  ese tipo de entorno la fe y la iglesia funcionan y se abren camino con más facilidad. ¿Por qué? Porque, entre otras razones, como dijo Jesús, es difícil para los ricos  entrar en el reino de los cielos.

Ser creyentes comprometidos hoy, tener una fe que informe realmente nuestras vidas, requiere encontrar un sostén interior más profundo que el apoyo y seguridad que podamos encontrar al formar parte de una mayoría “que sabe”, en la que nos sentimos cómodos al pensar que, ya que todos los demás están haciendo esto, esto probablemente tiene sentido.   Muchos de nosotros vivimos ahora en situaciones en las que creer en Dios y en la iglesia implica  encontrarnos solos, sin el apoyo de la mayoría, y a veces sin el apoyo aun de los más cercanos a nosotros, esposa o esposo, familia, amigos, colegas. Esa es una de las cosas a las que Rahner se refiere cuando dice que pronto seremos o místicos o no-creyentes, descreídos.

Pero ¿en qué consiste ese  profundo armazón interior, necesario para sostenernos? ¿Qué es lo que nos puede dar el apoyo que necesitamos?

 Lo que nos puede ayudar a mantener firme nuestra fe cuando nos sentimos “más solos que la una”, es crear un centro interior de fortaleza, de sentido y de afectividad arraigados en algo más profundo que lo que la gente opina y que lo que la mayoría está haciendo en cualquier momento dado. Tiene que haber una fuente, más profunda que el apoyo y la afirmación superficiales, que nos dé sentido, justificación y energía con  vistas a seguir haciendo lo que la fe nos exige. ¿Y…cuál es esa fuente?

Según el evangelio de Juan, las primeras palabras atribuidas a Jesús son una pregunta: “¿Qué buscáis?” (Jn 1,37). En el fondo, todo lo que Jesús hace y enseña en el resto del evangelio de Juan sugiere una respuesta a esa pregunta: Estamos  buscando el camino, la verdad, la vida, el agua viva que calme nuestra sed, el pan bajado del cielo que sacie nuestra hambre. Pero esas respuestas son en parte abstractas.  Al final del evangelio, todo viene a cristalizarse en una sola imagen o icono:

El domingo de Pascua por la mañana, María Magdalena sale en busca de Jesús. Le encuentra en un huerto (el lugar arquetipo donde los amantes se encuentran), pero ella no le reconoce. Jesús se vuelve hacia ella y, repitiendo la pregunta con la que comenzaba el evangelio de Juan, le pregunta: “¿Qué estás buscando?” María replica que está buscando el cuerpo muerto de Jesús, y le pide si pudiera darle alguna pista e información sobre dónde puede estar ese cuerpo. Y Jesús le dice simplemente: “¡María!”. Él pronuncia el nombre de la mujer con amor. Y ella cae a sus pies.

Fundamentalmente, en esencia, eso es todo el evangelio: ¿Qué estamos buscando en el fondo, al fin  y al cabo? ¿Cuál es el fin de todo deseo? ¿Qué es lo que nos impulsa a ir a los huertos buscando amor? El deseo de oír a Dios pronunciando nuestros nombres con amor. Oír a Dios que nos dice con cariño: “María”, “Rubén”, “Tere”, “Maribel”, “Tuchu”

Hace unos años, al principio de unos Ejercicios Espirituales, nuestro director comenzó diciéndonos. “Esta semana voy a intentar hacer con ustedes una sola cosa; voy a intentar enseñarles a orar de modo que alguna vez (quizás no esta semana, o quizás ni siquiera este año, pero sí alguna vez) os abráis a Dios en oración de tal modo que podáis oír al mismo Dios que os susurra personalmente “¡Te quiero!”, porque, a no ser que ocurra esto, siempre estaréis insatisfechos, buscando algo que os pueda dar la plenitud; plenitud que nunca acabáis de experimentar. Nada será nunca del todo correcto y perfecto. Pero una vez que oigáis a Dios pronunciar esas palabras  -“Te quiero”-,  no necesitaréis ya recurrir a esa búsqueda inquieta y agitada intentando lograr la plenitud”.

Justo. Oír a Dios pronunciar nuestros nombres con amor es el corazón del misticismo, y es también el sostén interior que necesitamos cuando  nos enfrentamos por fuera con incomprensiones y por dentro con depresión, cuando nos sentimos precisamente “más solos que la una”.