Necesitamos aprender a mirar para poder ver. Porque las miradas superficiales sólo nos informan de la apariencia de las cosas y en nuestra sociedad del espectáculo, de la fachada, del culto a la imagen, parece que todo se redujera a la superficialidad de las cosas, a la corteza. Y nos estamos acostumbrando mal. Esto tiene consecuencias negativas. Con frecuencia experimentamos una desasosegante impresión: como si Dios estuviera desaparecido de nuestra sociedad, como si su luz se hubiera eclipsado y en el horizonte de nuestra cultura no quedase espacio mas que para asuntos terrenos, sin otra perspectiva. Los teólogos nos hablan del "silencio de Dios"; en la tele se arrinconan los programas religiosos a horas de bajísima audiencia; en los periódicos apenas aparecen noticias de religión -excepto desgraciadamente para los escándalos-; comprobamos preocupados el creciente "analfabetismo espiritual" de las nuevas generaciones que, demasiado dependientes de la cultura ambiental, carecen de experiencias religiosas auténticas y acaban por proyectar su religiosidad en sus ídolos del deporte, de la canción o del cine, haciendo de ellos verdaderos mitos, a los que rinden "culto" -ya se sabe, quien no le pone una vela a Dios acaba por ponérsela a cualquier cosa-; a los mismos creyentes nos cuesta un gran esfuerzo reconocer a Dios y hacer operantes en nuestra vida cotidiana de trabajo, de gastos, de relaciones, de diversión… los principios, sentimientos y actitudes religiosas que experimentamos cuando vamos a misa, rezamos o meditamos la Palabra de Dios.
Y es posible que brote de nuestros labios esta pregunta: «¿Dónde estás, Dios mío?», porque lo cierto es que seguimos creyendo y celebrando que Jesús ha resucitado, que en Pentecostés el Espíritu Santo ha sido derramado sobre los hombres y con su acción fecunda guía la historia hacia su meta, que es Cristo. Mas nuestra experiencia cotidiana y el estilo de información que recibimos no nos ayuda a confirmar esta fe. Es verdad que existen signos evidentísimos de la acción de Dios, desde la Madre Teresa de Calcuta y su caridad sin fronteras hasta la infatigable pastoral viajera de Juan Pablo II, o la entrega generosa de tantos misioneros y misioneras que, aun arriesgando sus vidas, se desgastan por anunciar a Cristo y servir a los más pobres. Pero son signos puntuales, muchas veces lejanos y no ayudan mucho para el trajín diario.
Incluso podemos caer en la tentación de encerrarnos en nuestro pequeño rincón, de buscar pequeños "oasis" y dejarnos arrastrar por la mística del "pequeño rebaño fiel" en medio de un desierto desolado para la fe. No es justo. No es verdad. Porque supone que Dios ha abandonado a su suerte a la mayoría de sus hijos. Porque aquí y allá, en medio de este aparente océano de indiferencia religiosa, en el seno de esta cultura secularizada sigue actuando el Espíritu de Dios, suscitando fermentos de vida. Pero hay que romper con la superficialidad, hay que saber mirar para poder ver. Porque detrás de tanta máscara siguen latiendo corazones que aspiran a la felicidad y al amor, detrás de tanta superficialidad se sigue experimentando el dolor, el deseo de verdad, de honradez, detrás de corrientes y tendencias que aparentemente tienen poco que suscita nuevas vetas de humanidad que hay que saber descubrir.
Juan Pablo II en su última exhortación Apostólica Vita Consecrata nos dice: «En realidad, tras los acontecimientos de la historia se esconde frecuentemente la llamada de Dios a trabajar según sus planes, con una inserción activa y fecunda en los acontecimientos de nuestro tiempo», y es que debemos ser conscientes de que la Providencia «hace que todas las cosas, incluso el fracaso del hombre, contribuyan al bien de la Iglesia».
Concretando. ¿Cómo no ver el signo de la intervención del Espíritu en ese florecer de comunidades y movimientos en la Iglesia que se ha desatado a partir del Vaticano II? ¿Cómo no discernir una llamada de Dios en ese rechazo cultural del armamentismo, del militarismo y esa exigencia general de paz? ¿Cómo no percibir en la actitud ecológica, en la creciente conciencia de la necesidad de proteger la creación de la explotación y las agresiones indiscriminadas, un talante de reconciliación que conecta con los valores del evangelio? ¿Acaso el desmoronamiento de la ideología comunista no es un signo de los tiempos? ¿Y qué decir del auge del voluntariado, del multiplicarse de las Organizaciones no-gubernamentales que expresan concretamente una solidaridad con el Tercer Mundo? ¿No es la defensa de la dignidad y la promoción de la mujer una de las señales más importantes de un avance? Es verdad que no todo es tan fácil. Existen muchos signos negativos que contrapesan la balanza. Incluso en el seno de estas corrientes positivas hay posiciones radicales, agresivas, -que son las que hacen más ruido-, que provocan rechazo y tiñen de ambigüedad estas señales. Pero no hay que extrañarse. Ya nos advirtió Jesús que el trigo y la cizaña crecerán juntos siempre.
Lo decisivo es comprender que desde la encarnación, muerte y resurrección de Jesús, y desde el envío del Espíritu, la historia de la salvación y la historia de la humanidad existen entretejidas en un único plano. Aunque prosiga la confrontación entre la acción de Dios y las fuerzas que lo contrarrestan, la batalla decisiva se ha ganado en la Pascua de Jesús y aunque sigan siendo muchos los desafíos, esta historia, nuestra historia, es historia del Dios con nosotros. Para siempre. Sólo que hay que adaptarse al estilo de Dios. Que actúa desde dentro, sin hacer ruido, sin violentar, rescatando siempre lo positivo. Y saber ver su presencia y acción. Porque si Dios naciera de nuevo, volvería a dar la vida por estos hijos suyos que no le conocen.