“Desearía gritar a todos que aprendan a ser
felices y así podrán hacer felices a los demás.
No se puede dar lo que no se tiene”
Querida Olga:
Cuesta creer que tu historia es, de verdad, historia y no cuento, novela, película de ciencia ficción: ¡cuesta mucho!
Decir que hasta ayer mismo, una mujer de tu edad no podía moverse ni hablar ni alimentarse (a no ser por sonda) y que vivía casi ciega y conectada a un respirador artificial, parece demasiado, pero aún resulta verosímil. Añadir que ya a tus 23 años sufriste una parada cardiaca que te mantuvo cinco días en coma, o que en dos décadas has sufrido 200 neumonías, con varias decenas de intervenciones quirúrgicas, y que a pesar de todo has mantenido un fino sentido del humor, suena casi a una broma pesada. Pero contar, encima, que has escrito y publicado libros en esas condiciones parece una fantasía absurda, por no decir una falta elemental de respeto. Como si Olga Bejano confundiera la vida con una sesión de circo practicando el ‘más difícil todavía’.
Sin embargo, querida Olga, las realidades patentes se imponen a cualquier duda sin necesidad de argumentaciones o discursos. Tú has vivido en un lugar geográfico: Logroño, y más concretamente en la calle Chile, número 39, 1º A; naciste en Madrid el 3 de noviembre de 1963, y poseías, como cualquier ciudadano, tu DNI con el que resultaba fácil identificarte. Pero ¿puedes decirnos cómo te las arreglabas para hacer lo que hacías y vivir como vivías?
Por fortuna, ya nos lo cuentas con detalle en tus libros-milagro. ¡Tus libros! Primero fue Voz de papel, porque la otra voz ya estaba perdida; luego, Alma de color salmón, o sea, un retrato de tu alma tomando como referencia el pez que avanza río arriba saltando contra corriente. Hace un año nos regalaste Los garabatos de Dios, con un título que lo dice todo para quien conoce tu forma de escribir. A golpe de garabato y abecedario, como afirmas tú misma, “apoyando mi mano paralizada en mi pierna derecha y con impulsos [mínimos] de la pierna muevo la mano”. La enfermera adivina la intención del garabato y, a paso de tortuga cansada, la misma enfermera va escribiendo letra a letra una palabra, luego una frase, una página, un libro.
Esto requiere una ‘especialización’ para la que no sirve cualquiera. Recuerdo el prólogo a tu segundo libro, escrito por el Obispo de Calahorra, don Ramón Búa, que en sus estudios bíblicos tuvo que especializarse en la difícil escritura cuneiforme. Cuenta cómo llegó a leer alguna página plasmada en ladrillos recién amasados con garabatos en forma de palotes y cuñas. Y termina reconociendo humildemente: “No creo que llegase nunca a poder leer e interpretar los garabatos de Olga, por mucha escuela que recibiese al respecto”. Y es que para eso se necesita ser Belinda Bárcenas Ruesgas, Patricia Blanco Torre, Mar Prado Somalo o María Pilar Pérez-Medrano Garrido, dicho así, con nombre y dos apellidos en homenaje a tus heroicas amanuenses.
Iba a preguntarte qué te movía a escribir y publicar estos libros dada tu situación. Pero ya te adelantaste a responder a mi pregunta, que es la de muchos. En el último libro afirmas que el Cielo te lo pidió en sueños “como quien no quiere la cosa”. Por eso no has necesitado estrujarte las meninges: “De toda mi evolución espiritual he dicho lo que me ha salido del corazón en cada momento, pero queda mucho en mi interior”. Hace días te escribí que, por favor, no nos privaras de ello. Y ahora me entero de que en vísperas de tu muerte has concluido tu cuarta criatura, con un título –“Alas rotas”- que a muchos va a emocionar antes de abrirlo.
De una u otra forma, siempre hablas de tu experiencia, una experiencia rica y profunda, porque “oír, sentir y pensar es lo único que puedo hacer solita”. Esto es lo que ha ido produciendo en ti una maduración personal que luego viertes en tus libros. Lo confiesas en una reciente entrevista concedida a la Agencia Zenit y escrita, naturalmente, a tu manera: “El Señor me ha ido enviando a lo largo de estos veinte años porciones de conocimiento y sabiduría. Estos maravillosos regalos, eslabones de una misteriosa cadena, me han permitido abrir mi mente, madurar y crecer espiritualmente. Al principio no era consciente de lo que el Señor estaba haciendo conmigo y, ante la aparición de los regalos divinos, decía lo que casi todos los mortales: ‘¡Qué casualidad, qué coincidencia’. Hasta que, poco a poco, me fui dando cuenta de que todas esas casualidades y coincidencias no eran tales, y que todas, toditas, todas venían del Cielo. El Cielo hace las cosas más grandes de la manera más sencilla y todos sentimos cuándo un sueño es diferente.”
Eso sí, tu espiritualidad es franca, abierta, espontánea, sin el más mínima rastro de artificio. Te preguntan directamente cómo estás y respondes sin elevarte al tercer cielo: “Fatal, físicamente una neumonía cada semana y psicológicamente muy cansada de tanto luchar con la burocracia. Llevamos dos meses sin enfermera y como soy una enferma de UCI, mi madre hace tres turnos ella sola. Estoy encamada todo el día y casi incomunicada”.
Tú eres irrebatible cuando afirmas, por ejemplo: “El sufrimiento y la oración han ido cambiando mi vida y transformando mi escala de valores y actitudes”. O bien: “Desearía gritar [a todos] que valoren su vida, que la sepan vivir sanamente… Que aprendan a ser felices y así podrán hacer felices a los demás. No se puede dar lo que no se tiene”.
Incluso puedes hablar con autoridad sobre un tema tan delicado como la eutanasia. Merece la pena arrancar de ese testimonio unas frases que iluminan la terrible situación que a muchos se les plantea: “Respeto y entiendo a los que se dan por vencidos y no creen en nada; pero yo, cuando llegue al ‘otro lado’, quiero tener la sensación de llevar mis deberes cumplidos. Para mí, todo lo que quita la paz interior no es bueno, y los médicos que han practicado eutanasias creen que hacen bien, pero confiesan sentirse mal. Todo enfermo terminal tiene derecho a una atención digna… esto equivale a trabajo y dinero, y es fácil, cómodo y barato legalizar la eutanasia (…). La mentalidad de que sólo lo biológicamente bueno vale la pena impide conocer grandes realidades humanas…”. Esta última frase merece figurar en negrita en cualquiera de esos libros que tratan sobre los valores.
Dices también: “Todos queremos gozar y ninguno sufrir; pero el sufrimiento y la muerte vienen incluidos en la vida. Soy partidaria de luchar, no de huir (…), por eso lucharé hasta el final.”.
¿Y si alguno pregunta cuál es la última raíz de esta actitud tuya ante la vida? Nunca has eludido la respuesta: “Soy católica, siempre he creído en Dios, en la existencia del alma y en que cuando uno muere no termina ahí su vida”.
Tus libros, Olga, son un testimonio impagable. Pero, muy especialmente, ese precioso libro que es tu vida.
Ángel Sanz Arribas, cmf