A lo largo de las últimas décadas, se ha venido poniendo de relieve ?aunque, quizás, más en la reflexión doctrinal que en la vida? la dimensión teologal y contemplativa de la vida religiosa1. Hay que recordar que lo teologal añade a lo simplemente teológico la inmediatez. Y que la consagración religiosa, que es, ante todo, "una acción divina" (EE 5), porque es Dios mismo quien consagra, se caracteriza precisamente, por parte del hombre, por ser una entrega total e inmediata ?directa, sin rodeos, de tú a Tú? a Dios. No es una entrega exclusiva, como se repite inconsideradamente, incluso en algunos documentos del magisterio. Pero, tampoco es, hablando con propiedad, una entrega al culto o al servicio de Dios, sino a Dios mismo. Por eso, la profesión religiosa es un acto de las virtudes teologales, más que de la virtud moral de la religión.
La primera dimensión del misterio y de la vida de Jesús es, sin duda, su inmediata y total referencia al Padre. Jesús está y vive cautivado por el Padre, centrado absolutamente en el Padre, enamorado del Padre, prendido y prendado del Padre, en dependencia filial y amorosa del Padre, absorbido por la voluntad del Padre, en viva y permanente comunión y comunicación con el Padre. Su virginidad, su obediencia y su pobreza tienen, ante todo, esta dimensión teologal: Son el grito existencial de su Filiación. (Esto resalta clamorosamente en todas las páginas del Evangelio, principalmente en el Evangelio según San Juan).
Si los religiosos queremos, de verdad, seguir e imitar evangélicamente a Jesucristo, tenemos que destacar, en primer lugar, la dimensión teologal-contemplativa de nuestra vida. Por eso, se ha dicho acertadamente: "El primer paso concreto que el Espíritu quiere que hagamos es una opción radical por Dios"2. La auténtica vida consagrada sólo puede brotar, en última instancia, de la inviolable certidumbre de ser amados por Dios con amor personal e infinito. Desde esta inviolable certidumbre, convertida en experiencia viva, surge la necesidad de dar una respuesta de amor apasionado, que se traduce en opción radical por ese mimo Dios, que es Amor y que nos ama. Su amor -que es no sólo anterior al nuestro, sino también causa y principio de nuestro mismo amor3– nos hace responsables, en cuanto que nos capacita para responder y nos urge a responder. "Amamos nosotros, dice Juan, porque él fue el primero en amarnos" (l Jn 4, 19). Y es Jesús la máxima epifanía y la suprema demostración del Amor que Dios es y del Amor que Dios nos tiene. Por eso, "Cristo da a la persona dos certezas fundamentales la de ser amada infinitamente y la de poder amar sin límites" (VFC 22). Y "proclama, a través de la cruz, que no se puede dudar de ser amados por el Amor" (VFC 37).
"Si no hay experiencia del amor, no hay vida religiosa. O el religioso cree en este amor o no hay vida religiosa. Pero el amor pide amor. La experiencia del amor de Dios no es auténtica si no provoca la respuesta de amor. La radicalidad de su amor exige otra radicalidad… Dios quiere ser amado con todo el corazón, con toda la mente, con todas las fuerzas. Creo que e el corazón de cada religioso tiene que madurar este deseo de integridad, de totalidad en el amor, sin compromisos y sin medios términos… En un momento en que la vida religiosa está en búsqueda de su identidad, estoy seguro de que orientando la atención sobre la opción de Dios vamos hacia el corazón mismo de nuestra vocación particular. Centrados de nuevo en Dios, seremos capaces de dibujar de nuevo el mapa de nuestro itinerario de presencia eclesial y de dinamismo apostólico"4.
Por ser una 'consagración total' e inmediata de la persona por Dios y a Dios, la vida religiosa tiene que afirmar la primacía absoluta de Dios, que merece ser buscado, amado y adorado por razón de sí mismo, aunque no nos diera nada, y por el que vale la pena dejarlo y perderlo todo. Más aún, la vida religiosa tiene que ser una vigorosa experiencia de un Dios incomprensible, siempre mayor, mayor que nuestra razón y que nuestra conciencia (cf l Jn 3, 20). Y, por eso mismo, infinita Presencia y Amor inconmensurable para nosotros.
En consecuencia, los religiosos han de dedicar mucho más tiempo a la oración, convirtiendo incluso toda su existencia en una liturgia viva5. Han de ser testigos, convencidos y convincentes, del Dios vivo y del Dios de la vida, en un mundo dominado por un 'ateísmo' práctico -por la superstición y por la invasión de las sectas-, por una cultura de muerte y por múltiples formas de idolatría. La vida religiosa tiene que superar definitivamente toda dicotomía entre consagración y misión -entre pertenencia a Dios y entrega a los hombres-, y buscar a Dios "en todos y en todo", no sólo en los sacramentos y en la oración, sino también "a través de lo creado y de lo humano, sobre todo en las relaciones personales"6. Tiene, además, que demostrar -y 'demostrar' es hacer ver con argumentos convincentes, y el argumento más convincente es el del ejemplo de los propios religiosos- que Dios es el gran amigo del hombre, que quiere de verdad la plena realización del hombre.
El cristiano, y singularmente el cristiano?religioso, tiene que ser un testigo del Dios vivo. Un testigo que ha experimentado, en la certidumbre inviolable de la fe, la realidad infinita de ese Dios incomprensible ?siempre mayor?, como el verdadero misterio de la propia existencia. Sólo se puede ser testigo desde una experiencia viva, personal e inmediata. En este campo, nadie puede suplir a otro, porque cada persona es irreemplazable, y tampoco se puede vivir de herencia. Porque Dios es incomprensible, no hay que pretender abarcarle. Más bien, hay que dejarse invadir por él y sumergirse en su absoluta infinitud.
El religioso, por su total consagración a Dios, afirma existencialmente la primacía absoluta del mismo Dios y convierte su vida entera en culto litúrgico, viviendo en adoración permanente y en continua alabanza. El religioso es testigo de que Dios merece ser buscado, amado y adorado por razón de sí mismo, y no sólo por los dones o beneficios que de él se han recibido o se esperan recibir. Al rendir culto a Dios como a único Señor, el religioso es soberanamente libre y es de verdad 'él mismo'.
Hablando de la vida religiosa y de su esencial dimensión contemplativa7, la SCRIS ?hoy, Congregación para los Institutos de Vida Consagrada? ha dicho textualmente:
Esta dimensión contemplativa, que brota de la misma entraña de la consagración teologal y que es su expresión dinámica, "se manifiesta en la escucha y meditación de la palabra de Dios, en la participación de la vida divina que se nos transmite por los sacramentos, muy especialmente por la Eucaristía, en la oración litúrgica y personal, en el deseo constante de Dios y en la búsqueda de su voluntad, tanto en los acontecimientos como en las personas, en la participación consciente de su misión salvífica, en el don de sí mismo a los demás para el advenimiento del Reino. De ahí viene al religioso una actitud de continua y humilde adoración de la presencia de Dios en las personas, acontecimientos y cosas… Todo esto se realiza a través de una progresiva purificación interior, bajo la luz y guía del Espíritu Santo, de modo que podamos encontrar a Dios en todo y en todos para llegar a ser alabanza de su gloria" (DCVR l).
Por eso, el mismo Derecho ha recordado que "la contemplación de las cosas divinas y la asidua unión con Dios en la oración es el primero y principal deber (=oficio) de todos los religiosos" (c. 663, 1).
Mons. Fernando Sebastián ha denunciado, una vez más, "con tanta claridad como amor" una "situación lamentable y penosa porque desnaturaliza la verdadera renovación conciliar de la Iglesia":
Ser de verdad contemplativo no es tanto contemplar uno mismo cuanto saberse contemplado por Dios, y dejarse mirar por él con una mirada única, transida de ternura, irrepetible, capaz de expresar toda la existencia. Es consentir activamente en esa mirada amorosa, acogiéndola con asombro y gratitud estremecida. Es dejarse mirar amorosamente, manteniéndose en actitud abierta y pacífica, ante esa mirada que envuelve, que penetra, que purifica y que transforma. Son, a este respecto, profundas y certeras las palabras siguientes: "El contemplativo es el que se descubre contemplado por Dios, identificado por una mirada capaz de explicar su existencia única, irrepetible"9.
Acertadamente, y a este respecto, ha escrito Alessandro Pronzato: "Conocer a Dios, para un creyente, no significa tanto tener ideas acerca de Dios, cuanto descubrir que él me conoce, él me mira, él se interesa por mí, él no me pierde de vista, él ha posado su mirada sobre mí. Desde siempre"10.
- SCRIS, Dimensión contemplativa de la vida religiosa (DCVR), 12 de agosto de 1980; CDC, cc. 6O7, 1; 663, 1; 675, 2; etc.
- F. CIARDI, OMI, Identidad y Comunión: ¿Cómo está hoy la vida religiosa, en "CONFER", 124 (1993), p. 681.
- "En esto consiste el amor, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó primero y nos envió a su único Hijo" (l Jn 4, 10). "Amamos nosotros (=podemos amar nosotros), porque él fue el primero en amarnos" (l Jn 4, 19).
- F. CIARDI, O.M.I., ibíd., pp. 680, 681 y 682.
- CDC, c. 607, 1: "La vida religiosa, en cuanto consagración de toda la persona, manifiesta en la Iglesia aquel admirable desposorio, fundado por Dios, que es signo del mundo futuro. De este modo el religioso consuma la plena donación de sí mismo como un sacrificio ofrecido a Dios, por el cual toda su existencia se convierte en un culto continuo a Dios en amor".
- CONFÉRENCE RELIGIEUSE CANADIENNE, Nouvelles tendences dans la vie religieuse, Otawa, 1969, p. 41.
- SCRIS, Dimensión contemplativa de la vida religiosa (DCVR), del 12 de agosto de 1980
- F. SEBASTIAN AGUILAR, C.M.F., Dios, centro de gravitación del hombre, en "Vida Religiosa", 66 (1989), p. 69.
- ARTURO PAOLI, La radice dell'uomo, Brescia, l970, p. 1.
- ALESSANDRO PRONZATO, La provocación de Dios, Salamanca, 1975, 2ª ed., p. 19.