Orando para no desfallecer

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.Una de las razones por las que necesitamos orar es para no desalentarnos, para no desfallecer. A todos nosotros nos ocurre esto, a veces. Nos desalentamos siempre que la frustración, el cansancio, el miedo y la impotencia ante las humillaciones de la vida conspiran juntas para paralizar nuestras energías, reducen nuestra resistencia, drenan nuestro valor y nos llevan a sentirnos débiles inmersos en la depresión.

La poetisa americana Jill Alexander Essbaum nos da un patético ejemplo de esto en su poema “Pascua”. Al reflexionar sobre la alegría que la Pascua de Resurrección hubiera de aportar a nuestras vidas, comparte con nosotros que la Pascua puede ser, en cambio, un tiempo de fracaso para nosotros, ya que su celebración de alegría puede poner de relieve los defectos de nuestras propias vidas y dejarnos con el sentimiento de que: “Todos a los que siempre he amado viven felices, justamente cuando ya no puedo tenerlos a mi alcance” .

Y este sentimiento puede inducirnos a caer de rodillas, en amargura o en oración; espero que en oración.

En la Escritura encontramos muchos ejemplos de hombres y mujeres impulsados a la cima de la montaña o a arrodillarse en tierra, en oración, porque se sienten paralizados por el miedo, el desaliento o la soledad.

Para lograr mi propósito, subrayaré dos ejemplos, muy ilustrativos: El profeta Elías y Jesús.

En el profeta ELÍAS podemos ver un ejemplo típico de oración para no dejarse arrastrar por el desaliento, cuando se siente amenazado a causa de su ministerio y mensaje proféticos. Elías había sido un profeta auténtico y valiente, pero, en un momento dado de su ministerio, se sintió peligrosamente angustiado. Su propio pueblo había dejado de escuchar su mensaje; él había sido testigo de cómo algunos de sus compañeros profetas habían sufrido martirio, y su mensaje había molestado profundamente a Jezabel, la mujer más poderosa del reino, que ahora había ordenado asesinarlo. Para escapar de Jezabel, esposa de Acab rey de Israel, Elías ascendió al Monte Horeb. Sin embargo, cuando se retiró a una cueva, la voz de Dios le confrontó, preguntándole qué es lo que hacía allí, en semejante lugar. Elías confesó su desmayo, su miedo a perder la vida y su desaliento. Después de confesar sus miedos, Elías se retiró a la oscuridad, al fondo de la cueva, para sentarse como paralizado por su propio miedo y depresión. Pero Dios, por medio del sonido de una suave brisa, le animó a salir a la boca de la cueva, donde Elías confesó de nuevo su depresión y su miedo; pero esta vez en forma de oración. Y, por medio de aquella oración, recuperó la fuerza de corazón y bajó de la montaña, dispuesto a afrontar su ministerio y todos sus peligros con energía y valor renovados.

Cuando toda su fuerza había desaparecido, Elías se acercó con sus debilidades a Dios y ese movimiento renovó su corazón.

Vemos otro tanto en JESÚS cuando, frente a su pasión y muerte, ora en el Huerto de los Olivos de Getsemaní. Ése es el momento en que la vida y el ministerio de Jesús tocan fondo: El pueblo ha dejado de escucharle, las autoridades religiosas están conspirando con las autoridades civiles para eliminarlo; y aquel grupito –su círculo íntimo de discípulos–, que todavía escucha su mensaje, no lo entiende, y él “se siente lleno de tristeza y angustia”, profundamente solo, “a un tiro de piedra de todos”. Para no caer en desaliento fatal, Jesús cae de rodillas en oración, una oración tan intensa que le hace “sudar sangre”; pero esa oración, al fin, acaba en consolación, con “un ángel que baja del cielo para fortalecerle”. Jesús lleva a la oración su corazón derrotado, incomprendido, lleno de miedo, tristeza, y dolorosamente solo; y entonces se siente fortalecido, mientras recibe todo el apoyo que necesita para recuperar su ánimo y valor. 

Y en eso Jesús contrasta con sus apóstoles. En ese preciso momento, ellos también se sienten desalentados, solos y con miedo. Pero se quedan dormidos mientras Jesús ora; y su sueño, como insinúan los evangelios, es algo más que físico. Se nos dice que estaban “dormidos de pura tristeza y angustia”. En esencia, están demasiado deprimidos como para estar despiertos y mantener la fuerza plena de sus propias vidas. Este desaliento los deja como paralizados de miedo, y, cuando finalmente actúan, lo hacen de forma contraria a lo que Jesús les había enseñado. Intentan el camino de la violencia y después huyen. No podrían afrontar el sufrimiento inminente, como hizo Jesús, porque no oraron como él. Y, naturalmente, se acobardaron y desmoralizaron.

No importa quiénes somos o cuán ricas y llenas de bendiciones sean nuestras vidas, es imposible caminar por este mundo sin, a veces, sentirnos amargamente incomprendidos, sin dejarnos llevar de un profundo descosuelo, sin sucumbir al cansancio que nos paraliza o, simplemente, sin desmoralizarnos. Somos humanos y, como le sucedió a Jesús, días llegarán en que tendremos la sensación de estar lejos, solos, a “un tiro de piedra de todo el mundo”. Y, dentro de nosotros, quedará también paralizado precisamente lo más elevado de nuestro espíritu: nuestra capacidad para perdonar, nuestra capacidad para irradiar nuestro corazón grande y generoso, nuestra capacidad de empatía y comprensión, nuestra capacidad para estar alegres y para ser valientes y animosos. Amedrentados y desmoralizados, como Elías, nos retiramos a la oscuridad interior del fondo de una cueva.

Pero en momentos como éste, tal vez nos veamos y comprendamos a nosotros mismos de la siguiente manera: Como Elías, estamos en la oscuridad de una cueva, paralizados por el desaliento; pero Dios está a la boca de la cueva, como una brisa suave y agradable, incitándonos a salir a donde todos a quienes amamos habrán regresado y estarán a nuestro alcance.

 


Foto por wagnerinno