Nos enseñó a orar aun sin saber cómo orar. Ese es un comentario hecho a veces sobre Henri Nouwen.
Parece casi contradictorio decir eso. ¿Cómo puede alguien enseñarnos a orar cuando él mismo no sabe cómo? Bueno, dos complejidades conspiraron juntas aquí. Henri Nouwen fue una única mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe. Eso también describe la oración, en esta vida. Nouwen sencillamente compartió, de manera humilde y honrada, sus propias luchas con la oración, y al ver sus luchas, el resto de nosotros aprendimos mucho sobre cómo la oración es precisamente esta extraña mezcla de debilidad, honradez, complejidad y fe.
La oración, como sabemos, ha sido definida clásicamente como “la elevación de la mente y el corazón a Dios”, y dado que nuestras mentes y corazones son patológicamente complejos, así también será nuestra oración. Dará voz no sólo a nuestra fe sino también a nuestra duda. Además, en la carta a los Romanos, san Pablo nos dice que cuando no sabemos cómo orar, el espíritu de Dios, con gemidos inenarrables, ora por medio de nosotros. Sospecho que no siempre reconocemos todas las formas que toma, cómo Dios ora a veces a través de nuestros gemidos y nuestras debilidades.
El renombrado predicador Frederick Buechner habla de algo que llama “oraciones mutiladas que están escondidas en nuestras blasfemias menores” y son expresadas con los dientes apretados: “¡Dios me valga!”, “¡Jesucristo!”, “¡Por Dios!” ¿Son oraciones estas expresiones? ¿Por qué no? Si la oración consiste en elevar la mente y el corazón a Dios, ¿no es esto lo que hay en nuestra mente y corazón en ese momento? ¿No hay una brutal honradez en esto? Jaques Loew, uno de los fundadores del movimiento Cura-Obrero en Francia, cuenta cómo, mientras trabajaba en una fábrica, a veces lo hacía con un grupo de hombres que cargaban pesadas bolsas en un camión. De vez en cuando, a uno de los hombres se le caía por casualidad una de las bolsas, que se rompía dejando aquello hecho un desastre; y una mini-blasfemia brotaba de los labios de ese hombre. Loew, en parte seriamente y en parte bromeando, señala que, mientras el hombre no estaba diciendo precisamente el Padrenuestro, estaba invocando el nombre de Dios con verdadera honradez.
Así pues, ¿es esto en realidad una genuina modalidad de oración o es tomar el nombre de Dios en vano? ¿Es esto algo que deberíamos confesar como un pecado más bien que reclamarlo como una oración?
El mandamiento de no tomar el nombre de Dios en vano tiene poco que ver con esas mini-blasfemias que se deslizan entre los dientes apretados cuando se nos cae una bolsa de comestibles, nos machacamos dolorosamente un dedo o caemos en un frustrante embotellamiento de tráfico. Lo que expresamos entonces puede muy bien ser estéticamente ofensivo, de mal gusto y lo bastante irrespetuoso para otros, de modo que algún pecado se halle en él, pero eso no es tomar el nombre de Dios en vano. En realidad, no hay nada falso al respecto. De alguna manera, es lo contrario de lo que el mandamiento tiene en mente.
Nosotros tendemos a pensar en la oración demasiado piadosamente. Raramente resulta una genuina oración altruista que brota de una atención concentrada que está basada en la gratitud y en una conciencia de Dios. La mayor parte del tiempo, nuestra oración es una realidad muy adulterada; y, por eso, todo lo más honrada y poderosa.
Por ejemplo, una de nuestras grandes luchas con la oración es que no resulta fácil confiar en que la oración marque la diferencia. Vemos los noticiarios de la noche, vemos la invadida polarización, la amargura, el odio, el autointerés y la dureza de corazón que hay aparentemente por todos sitios, y perdemos el corazón. ¿Cómo encontramos el corazón para orar a pesar de esto? ¿Qué, en nuestra oración, va a cambiar algo de esto?
Mientras es normal sentir de esta manera, necesitamos esta importante advertencia: la oración es lo más importante y más poderoso precisamente cuando sentimos que es lo más desesperanzado; y nosotros somos lo más indefenso.
¿Por qué es verdad esto? Porque es sólo cuando estamos finalmente vacíos de nosotros mismos, vacíos de nuestros propios planes y nuestra propia fuerza cuando en realidad estamos preparados para dejar a la visión y fuerza de Dios afluir en el mundo a través de nosotros. Antes que sentir esta impotencia y desesperanza, aún estamos identificando demasiado el poder de Dios con el poder de la salud, la política y la economía que vemos en nuestro mundo; y estamos identificando la esperanza con el optimismo que sentimos cuando las noticias parecen un poco mejor en una determinada noche. Si las noticias parecen buenas, tenemos esperanza; si no, ¿por qué orar? Pero necesitamos orar porque confiamos en la fuerza y promesa de Dios, no porque los noticiarios de una determinada noche ofrezcan alguna promesa más.
En verdad, cuantas menos promesas ofrezcan nuestros noticiarios y más nos hagan conscientes de nuestra impotencia personal, tanto más urgente y honrada es nuestra oración. Necesitamos orar precisamente porque estamos impotentes y precisamente porque eso parece desesperado. Dentro de eso, podemos orar con honradez, quizás incluso con los dientes apretados.