Cuando chiquito crecí con fuertes raíces conservadoras, católico-romanas: Con el catecismo de Baltimore, la misa en latín, el rosario diario, la misa diaria a ser posible y una rica sarta de prácticas devocionales. Y eso fue un don por el que estoy profundamente agradecido.
Pero esa base formidable trajo también consigo una desconfianza de todo lo religioso no-católico-romano. Me enseñaron que la Iglesia Católica Romana era la única iglesia verdadera y el único camino para llegar al cielo; tanto que se nos disuadía con fuerza y se nos prohibía tácitamente participar en ningún servicio religioso de la iglesia protestante. Y otras comunidades religiosas estaban condenadas a la perdición eterna, aunque poderosamente nos esforzábamos en articular cómo pudiera ocurrir esto. Entre otras cosas, dábamos por supuesto que había un lugar llamado Limbo, donde sinceros no-católicos romanos –almas buenas, de todos modos–, pasarían la eternidad felices, pero sin Dios.
Pero, como T.S. Eliot escribió alguna vez, “el hogar es el lugar donde comenzamos”. Y el hogar es un buen lugar para comenzar con relación a cómo nosotros, como comunidades de fe, divididos entre nosotros, debemos entendernos mejor mutuamente y captar mejor la propia relación especial de cada iglesia con Cristo.
Y con frecuencia el impulso en esa dirección proviene no tanto de los pensamientos bíblicos y teológicos cuanto de un ecumenismo plasmado en la vida; experiencia vital. Conforme nos vamos relacionando unos con otros comenzamos a sentir que la cuestión sobre quién tiene mejor acceso a Dios y a Cristo es infinitamente más compleja de lo que puede captarse en cualquier fórmula teológica. En el evangelio de Juan (10,16) Jesús dice: “Tengo también otras ovejas que no pertenecen a este aprisco. A ésas tengo que guiarlas para que escuchen mi voz y se forme un solo rebaño con un solo pastor”.
Por mi parte, confieso que he aprendido y asumido la verdad de esa afirmación por medio de la experiencia vivencial personal. Durante mis casi cuarenta años en el ministerio me he encontrado, me he hecho amigo y he llegado a ser compañero de fe de hombres y mujeres de todo tipo de confesión y religión: Protestantes, anglicanos, evangélicos, unitarios, pequeñas iglesias libres de todo tipo, testigos de Jehová, hindúes, musulmanes y budistas. En todas estas confesiones y comunidades religiosas he encontrado hombres y mujeres de fe profunda y de caridad excepcional.
Y esto me ha llevado a preguntarme a mí mismo la pregunta que una vez formuló Jesús a los que se le acercaron y le informaron que su madre y sus parientes estaban fuera del grupo al que él estaba hablando y que preguntaban por él: “¿Quién es mi madre? ¿Quiénes son mis hermanos? Y, señalando con la mano a sus discípulos, dijo: ¡Ahí están mi madre y mis hermanos! Cualquiera que cumpla la voluntad de mi Padre del cielo ése es mi hermano, mi hermana y mi madre”. (Mt 12,48-50).
Tenemos tendencia a creer que “la sangre es más espesa que el agua” y así a veces defendemos a nuestras propias familias, grupos étnicos, países e iglesias, incluso cuando cometen disparates. Lo que Jesús afirma es que “la fe es más espesa que la sangre” y, con mayor profundidad aún, que la fe es también más espesa que las afiliaciones confesionales o religiosas.
San Pablo está de acuerdo con esto: En su Carta a los Gálatas formula la siguiente pregunta: ¿Quién vive en el Espíritu Santo? ¿Quién tiene realmente fe genuina? Y responde: Aquellos que en su vida manifiestan caridad, alegría, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, ternura, mansedumbre y castidad. La presencia de estas virtudes manifiesta
su fe, manifiesta a Cristo. Y, a la inversa, Jesús nos advierte que no debemos engañarnos a nosotros mismos cuando nuestras vidas manifiestan, entre otras cosas, adulterio, odio, faccionalismo, conflicto y envidia. Nuestros hermanos auténticos en la fe son aquellos cuyas vidas muestran caridad en vez de egoísmo, amor en vez de odio, corazón grande en vez de simpatías selectivas y excluyentes de corazón chiquito, amabilidad en vez de dureza, y bondad en vez de vehemencia mezquina. La virtud gana y triunfa sobre la identidad confesional.
Yo siempre seré católico-romano, así como seré siempre miembro de mi familia biológica, los Rolheiser, y de mi comunidad religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Me bauticé dentro de estas familias y el bautismo, como enseñan correctamente los catecismos antiguos, deja una huella indeleble en nuestras almas; imprime carácter. Ésas serán siempre mis familias; pero puede que no sean mi única lealtad. Tengo también “otras familias que no son de estos apriscos”: sus miembros son no-católicos-romanos, no-Rolheisers, no-oblatos. Y de ningún modo amo menos por eso a la iglesia católica-romana, a mi familia biológica o a los Oblatos de María Inmaculada. Paradójicamente, les amo más todavía.
Cuando Jesús formula la pregunta “¿Quién es para mí madre, hermano y hermana?”, él mismo responde que quienquiera que cumpla la voluntad de Dios es su auténtica madre, auténtico hermano y auténtica hermana. Pero, como los autores de los Evangelios han destacado con fuerza ya en ese momento, su madre biológica, María, fue la primera persona que respondiera a esa descripción. Por lo tanto, Jesús no está denigrando a su madre, sino re-estableciendo su valía e importancia a un más alto nivel.
Lo mismo habría de pasar con nosotros en nuestra relación a las familias de fe en las que hemos sido bautizados, aun cuando abramos cada vez más nuestros corazones para abrazar a esos otros que “no son de nuestro rebaño”. La fe es más espesa que la sangre – y más espesa todavía que la afiliación religiosa.