Han retrasado el vuelo y nadie ha dado ninguna explicación. Pablo mira los paneles electrónicos cada minuto mientras se pasea nervioso por el amplio hall del aeropuerto. Por la megafonía se anuncia que el vuelo saldrá dentro de hora y media. Echa un vistazo al reloj y se dirige a un asiento vacío junto a la puerta de embarque. Saca del maletín su ordenador portátil y, sin perder un minuto, improvisa un mensaje a la comunidad familiar que se está formando en un bloque de Fuenlabrada: «Gracia y paz a todos los que os reunís en Fuenlabrada. No sé cómo agradecer a Dios el milagro que ha hecho con vosotros. Porque mira que fue difícil convenceros para que os juntaseis. Pero, por fin, llegasteis a entender que hoy no se puede vivir la fe en solitario. Trabajo me costó. Tuve que ir convenciéndoos uno a uno. Y, la verdad, al principio todo eran problemas: que si no teníais tiempo, que si experiencias similares habían fracasado. Excusas. Al final, jugándome el poco prestigio que me quedaba, conseguí que os reunieseis semanalmente para leer la Palabra y revisar un poco vuestra vida». La megafonía corta en seco su carta: «Por favor, los pasajeros con destino a Roma embarquen por la puerta 16».
Arrellanado en la butaca 28-G de la clase turista, Pablo deja que desfilen por su mente algunos viejos recuerdos mientras el avión se dirige a la pista de despegue. Qué lejos queda aquel tiempo en el que todo eso del Vaticano II le parecían pamplinas. Una moda propia de espíritus débiles que no saben plantar cara a las novedades. ¿Qué otra renovación cabe sino el estricto cumplimiento de las normas que la tradición nos ha legado? El decreto «Dignitatis Humanae» le pareció el culmen de las aberraciones. A punto estuvo de hacer una barbaridad. Sí, los caminos de Dios son siempre imprevisibles. ¿Cómo se produjo exactamente el descubrimiento de que la fe es pura gracia en unos años en los que anotaba en su libreta todas las buenas acciones del día y las jaculatorias hechas? Debió de ser una tarde de primavera cuando se disponía a reventar una conferencia en la parroquia universitaria. Iba con paso decidido, como siempre. Se había preparado bien los argumentos. De pronto se quedó mirando uno de los rosales que brotaban junto a la parada del autobús. Al lado, una anciana macilenta suplicaba una limosna por amor de Dios. Sin saber por qué sintió dentro una voz que nunca antes había escuchado: «¿Qué tienes tú que no hayas recibido?». No pudo parar. Aquello fue peor que una bomba. Le pareció que todas sus listas de obras buenas eran pura beatería autosatisfecha. Y que podía ahorrarse todas sus batallas para defender la honra de Dios.
Han pasado más de 30 años. Pablo ronda ahora los 60. Después de décadas de intenso trabajo evangelizador, todavía es el animador itinerante de una red de comunidades cristianas. La mayoría se encuentran en las grandes ciudades. Hay que estar donde está la gente. Todas son distintas. Cada una tiene sus problemas. Es preciso acompañarlas porque los riesgos son muchos. Algunos de los de su edad sienten nostalgia de los tiempos anteriores al Concilio y echan de menos muchas seguridades. Otros no paran de hablar de análisis y opciones, pero se les va la fuerza por el pico. La mayoría no sabe cómo vivir el evangelio en medio de esta sociedad de consumo y de exclusiones. Pablo ha dedicado su vida a echarles una mano. Incluso ha escrito algunos libritos para abordar los temas más candentes. Durante algún tiempo estuvo de profesor de instituto. No quería depender de nadie. Por las tardes, después de salir de clase, dedicaba unas horas a las comunidades. Y los fines de semana se los pasaba de cursillo en cursillo. Desde hace años es un liberado.
En más de una ocasión ha tenido que presentarse al obispo porque alguien había ido con el cuento de que era un residuo peligroso de los años 60 y de que todavía andaba con mensajes sobre el cristianismo como gracia, la libertad y otros tópicos por el estilo que no hacen más que confundir a la gente sencilla y provocar desafección eclesial. Los problemas le crecían como hongos. Pero, en medio de todo, Pablo nunca ha podido olvidar lo de aquella tarde camino de la parroquia universitaria. Hay cosas que el tiempo no mata y que marcan toda una vida.
El avión surca ahora los cielos mediterráneos. Mientras contempla por la ventanilla la silueta de Mallorca siente que, después de todo, ha merecido la pena. Una nueva Iglesia se está gestando. Se tardará tiempo, habrá contradicciones, pero el Espíritu del Señor Jesús seguirá guiando el camino de su comunidad. El siglo XXI será mejor. «Por favor, abróchense los cinturones. Atravesamos una zona de turbulencias. Gracias».