Pablo, el evangelizador perseguido (2)

Un propósito inquebrantable de mantener el evangelio en toda su pureza libre de las adherencias precedentes de las diversas culturas -del judaismo, en este caso— hizo que saliesen de su pluma las palabras más vibrantes y condenatorias de los «superapóstoles», que casi siempre logran seducir a los incautos de buena voluntad. Algunos habían abandonado «el evangelio de Pablo», el evangelio a secas, el evangelio único, y habían demostrado su insensatez aceptando como obligatorio lo ya caducado y que los pseudoapóstoles seguían considerando como perteneciente a la esencia del mismo (Gal 1,6-7; 3,1-5). Pablo es perseguido por predicar el escándalo de la cruz, no por predicar la obligatoriedad de la circuncisión (Gal 5,11).

Las intrigas de los judíos y de los judeocristianos para silenciar la palabra ardiente de aquel hombre molesto lograron que incluso las autoridades civiles se interesasen en el problema. A ello se refiere la orden de detención de Pablo en Damasco por el gobernador-delegado de Aretas, rey de los nabateos (2 Cor 11,52; el libro de los Hechos de los Apóstoles recoge el incidente en 9,24).

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos. Pablo es marginado por la Iglesia oficial. Cuestiones técnicas aparte sobre el número de visitas de Pablo a Jerusalén y las circunstancias en que tuvieron lugar, nunca fue recibido amistosamente; siempre se cernió sobre él la sospecha de la heterodoxia; se le consideró como ajeno a los hermanos, persona molesta, casi como un apestado. No creían que fuese discípulo. El evangelio puro y desnudo que predicaba sorprendió hasta a los más abiertos y progresistas. En su primera visita a Jerusalén intentó integrarse en la comunidad cristiana, pero «todos le tenían miedo». En esta ocasión, y no sólo en ella, fue Bernabé, «hombre bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe» (Hch 11,24), el ángel custodio, intérprete y mediador de Pablo ante los apóstoles, convenciéndoles de su conversión, de que había visto al Señor y de la tarea evangelizadora que había llevado a cabo en Damasco.

A continuación de esta noticia, que debería haber apaciguado todas las sospechas, se nos informa de la discusión de Pablo con los helenistas «que intentaban matarle» (Hch 9,26-29). Por principio, debería suponerse que los helenistas, hebreos procedentes de la Diáspora, que hablaban griego y eran más abiertos y tolerantes en la interpretación de la ley, hubiesen comprendido mejor a Pablo. La noticia está ahí.

A raíz del incidente mencionado, los hermanos «le hicieron marchar a Tarso» (Hch 9,30), castigado a quedarse en «su pueblo» para evitar males mayores. Y de nuevo aparece en escena su buen ángel Bernabé. Muy probablemente éste había recibido de la Iglesia de Antioquía el encargo de organizar la gran misión. Y como era bueno, lleno de Espíritu Santo y de fe, reconoció que aquella empresa excedía con mucho su capacidad. Se necesitaba una cabeza verdaderamente privilegiada para dar este paso decisivo en el nuevo camino que iba a emprender el evangelio. Y, naturalmente, pensó en Pablo y se fue a buscarlo a Tarso, llevándoselo a Antioquía (Hch 11,25). De allí partió la gran misión organizada por el apóstol.

El conservadurismo fariseo cristiano (Hch 15,5) perturbó a los creyentes de Antioquía al insistirles en la necesidad de observar toda la ley de Moisés. La libertad cristiana frente a ella, -punto fundamental del evangelio predicado por Pablo- se resolvió en el concilio de Jerusalén, al que asistieron como delegados de la comunidad de Antioquía Pablo y Bernabé (Hch 15). A los incordiantes, Pablo les llama falsos hermanos, que pretendían privarles de la libertad cristiana y reducirles a la esclavitud, imponiéndoles la obligación de observar la ley de mosaica. Ni por un instante cedimos a sus pretensiones (Gal 2,4-6). No cedió ni ante Pedro, al que reprendió duramente por no llevar a la práctica lo que afirmaba en teoría. Es el conocido «incidente de Antioquía» (Gal 2,11-14).

Pablo defendió con ardor su pertenencia a la Iglesia (ese es el sentido de la gran colecta); la Iglesia respetó su carisma y la libertad de su campo de acción (Gal 2,9); le informó de medidas prácticas tomadas en su ausencia (Hch 21,25); le rodeó de un silencio sospechoso que el cristiano convirtió inmediatamente en aplauso. Se lo merecía.