Es cierto que se ha superado teóricamente esta división esperpéntica entre ascética y moral (lo que no quiere decir que se identifiquen). Pero en la práctica, sigue la conciencia de separación. Probablemente se sonroje el cristiano si le catalogan entre los espirituales, mientras se manifiesta más sereno si le pintan como ético o moral. Y ese sonrojo no sería sólo porque la categoría de espiritual le haría parecer como beato, sino también, quizá sobre todo, porque piensa que eso de espiritual es demasiado para él.
La espiritualidad parcelada
En otros, surge la pregunta porque estiman que la espiritualidad no da sentido, ni tiene que ver con lo que traen entre manos todo el día. Les han parcelado la existencia y les han dicho: esta zona es material (trabajo, relaciones sociales) y esta otra es espiritual (rezar, soledad).
Y le han dicho: en esta segunda zona es donde se juega la vida cristiana, la espiritualidad. Todo lo demás es, en definitiva, un estorbo, aunque uno intente santificarlo. Ha quedado en la memoria de la historia esta afirmación del P. Teilhard de Chardin: «no creo exagere al afirmar que para las nueve décimas partes de los cristianos practicantes el trabajo humano no pasa de ser un "estorbo espiritual". A pesar de la práctica de la intención recta y de la jornada ofrecida a Dios cotidianamente, la masa de los fieles abriga obscuramente la idea de que el tiempo pasado en la oficina, en los estudios, en los campos o en la fábrica es tiempo substraído a la adoración».
También desde esta experiencia es fácil que se haya preguntado: ¿para qué la espiritualidad, si pueden vivirla únicamente quienes desarrollan su actividad en la zona espiritual? Para nosotros, los restantes, quedan sólo unos momentos, que, en el fondo, sirven para atormentarnos más, al tomar conciencia del enorme tiempo que estamos perdiendo y la desgracia que nos ha caído encima.
Desde el reverso de la moneda
Pero hay que reconocer que otros se preguntan lo mismo con acento distinto: ¿y para qué quiero yo la espiritualidad, si me mete en un mundo irreal, me divide esquizofrénicamente, me impone unos esquemas de vida que tienen poco que ver con la realidad? Incluso estos pueden decir: ¿y para qué la espiritualidad? ¿Para ser como los espirituales? (Y ahí fácilmente aparecen caras y nombres pintados de pietismo, que no huele bien ni de cerca ni de lejos).
Y así, desde distintos ángulos reales, que no caricaturas, son muchos los que se preguntan para qué la espiritualidad. Es probable que a ellos se puedan unir otros muchos, más serenos y centrados, que realmente no encuentran un sentido convincente a la espiritualidad. La respetan y hasta la desean por la autoridad de que le han rodeado ciertos espirituales de la historia, por la educación que han recibido o porque aceptan desde fuera que la espiritualidad define a la gente buena. Estos tienen sus líos mentales y lo pasan mal. Buscan con verdad el sentido de la espiritualidad, cosa que ellos formulan con ese ¿para qué la espiritualidad?
¿Qué es la espiritualidad?
Todavía no hemos dicho qué es la espiritualidad. Y parece conveniente que al menos se diga lo siguiente: espiritualidad viene de Espíritu (no de espíritu en un contexto antropológico platónico, visión del hombre que, por cierto y con suficiente razón, se descubre con frecuencia en los espirituales). Espiritualidad, pues, se identifica con vida en y según el Espíritu. Esto, con ser elemental, puede sonar algo raro, o puede suceder que al oírlo se piense que de nuevo estamos en las nubes, o que utilizamos fórmulas y expresiones que es mejor superar de una vez. Las quejas son razonables, pero vamos a intentar explicarlo.
El Espíritu distribuye sus dones según su voluntad (1 Cor 12,11). Por eso hay «diversidad de cansinas», «diversidad de ministerios» y «diversidad de operaciones» (1 Cor 12,4-6). Evidentemente, el Espíritu pide a cada uno lo que le da. Nosotros confesamos con naturalidad y agradecimiento que todo lo hemos recibido: «¿qué tienes que no lo hayas recibido?» (1 Cor 4,7). Y lo recibimos como don, pero lo recibimos para ponerlo en funcionamiento. Los dones del Espíritu se dan «para común utilidad» (1 Cor 12,7).
Con estos precedentes resulta ya de perogrullo decir que la espiritualidad consiste en ejercitar para común utilidad los dones o valores recibidos. Nosotros decimos: recibídos del Espíritu. No decimos cuáles son las mediaciones a través de las cuales se reciben. Eso, en este momento, es indiferente. Vive en o según el Espíritu quien acoge esos dones y los pone en movimiento. Sean los dones que sean.
Con sólo lo que precede quizá ya podamos decir que la pregunta «¿para qué la espiritualidad?» quizá no sea correcta. Da la impresión de que queremos decir para qué sirve la espiritualidad, cuando en realidad debemos buscar qué es. La espiritualidad no es algo que, una vez tenido, actúa; es, más propiamente, algo que actuando, es.
Espirituales muy diversos
Si lo que precede es verdad, entonces aparece con bastante claridad la injusticia de imponer a todos la misma espiritualidad y medirles con el mismo rasero. Parafraseando una fórmula ya manida, podemos decir que no hay espiritualidad, sino espirituales. Y que los espirituales pueden ser bastante distintos, y que por lo tanto el canon único que con frecuencia se presenta a los cristianos, para que lo imiten, es muy arriesgado, por no decir peligroso y negativo.
Ya sé que se dice, con razón y sin ella, que hablamos de demasiadas espiritualidades, que no hay más que una, la evangélica, y que todas las demás son mitificaciones humanas, que queremos exaltar a cualquier autor o a cualquier santo (sobre todo si es fundador de una congregación religiosa) y en seguida hablamos de su espiritualidad. Esta llamada de atención es necesaria, pues existe mucho capillismo, y hay muchas personas que en el ánimo de sus seguidores significan más que Jesús y que el mismo Espíritu. Los resultados están a la vista: un raquitismo espiritual muy extendido.
Es verdad, pues, que no hay más espiritualidad que la espiritualidad evangélica: la vida de aquellos que siguen a Jesús no sólo, como suele decirse, con la fuerza del Espíritu, sino según la moción del Espíritu. Y aquí es donde puede, y creo que debe, decirse: porque no hay más que una espiritualidad, a evangélica, hay muchos espirituales, ya que de ellos, de esa diversidad, habla el Evangelio, y a esa diversidad llama, de acuerdo con los distintos dones del Espíritu. La espiritualidad es una en su origen y destino, es múltiples en los sujetos y en la multiplicidad de dones o valores, cuyo ejercicio para común utilidad le hacen de verdad espiritual.
La espiritualidad es una en su origen y destino, es múltiple en los sujetos y en la multiplicidad de dones o valores, cuyo ejercicio para común utilidad le hacen de verdad espiritual.
Decíamos antes que el mundo quedaba dividido en dos mitades: la parte material y la espiritual. Aquí la parcelación la hace el Espíritu y todas las parcelas pertenecen al mismo Espíritu. Y por eso, se acabaron las calificaciones hechas por mentes de hombres. Estamos de nuevo parcelados, pero sin envidias, sin añoranzas, sin valoraciones «espiritualistas», sino trabajando la parcela que el Espíritu nos ha entregado. ¿Qué es una Iglesia? Pues una Iglesia. ¿Qué es una fábrica? Pues una fábrica. ¿Qué es la caca de un niño? Pues la caca de un niño. «Hay diversidad de carismas, pero el Espíritu es el mismo» (1 Cor 12,4). Y espiritual es lo mismo el que ora, que el que limpia la caca al crío.
Con este sentido de lo espiritual deberían acabarse las premuras por huir de lo material para entrar y engolfarse en lo espiritual. Efectivamente, sería una huida. No sería ir a buscar al Espíritu, sino huir de él. San Juan de la Cruz escribió: «¿qué aprovecha dar tú a Dios una cosa si él te pide otra? Considera lo que Dios querrá y hazlo, que por ahi satisfarás mejor tu corazón que con aquello a que tú te inclinas». Y ya decíamos antes: el Espíritu pide lo que ha dado. El sabe que no puede pedir otra cosa, porque no la tenemos. Muchos escrúpulos deberían caer aquí, porque son escrúpulos sin consistencia.
La acogida del Espíritu
Por parte del espiritual lo primero es tomar conciencia de los dones que el Espíritu ha puesto en él. Hablando menos «espiritualmente», lo primero es conocerse, viendo las posibilidades y limitaciones que tiene. Con los mecanismos a su disposición y en espíritu de servicio, debe conocer cuál es su parcela. Criterio importante para iniciar esta búsqueda y para consumarla es la convicción de que «estamos ricos», aunque «somos pobres». El Espíritu a nadie ha dejado sin su huerto familiar, nunca del todo privado y siempre a la espera del turismo de sus hermanos los hombres. De una manera o de otra, todos -o muchos- van a pasar por su puerta, que debe emanar el buen olor de lo que vale.
Lo nuestro es discernir nuestros dones y acogerlos. No somos nosotros quienes elegimos. A lo sumo podemos ser quienes rehusemos. Acoger no es elegir, aunque no tiene menor sentido positivo que elegir. «¡Gentil humildad será querer vosotras escoger!; dejad hacer al Señor de la casa» (santa Teresa de Jesús). Es verdad que, a veces, las circunstancias parecen cerrar la puerta a la vivencia de lo que uno honradamente cree que son sus valores. Hay que tener en cuenta que los valores son circunstanciados, y que sólo dentro de las circunstancias se puede vivir y se puede morir. Un valor se abre camino en cualquier desierto, aunque sea con más fatiga y menos brillantez.
Lo común del Espíritu
He insistido en la diversidad de dones del Espíritu, evitando así la uniformidad y posibilitando la categoría de espirituales a tantas personas y tareas, que no humillan, sino que enaltecen el sentido e importancia de la espiritualidad.
Esto no quiere decir que el Espíritu no haya repartido valores generales y que su presencia no vaya ligada a tareas y vivencias compartidas. Estas referencias, no ligadas a unos o a otros sino universales, debe mimarlas el espiritual. Entre ellas recuerdo sólo algunas: «todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios» (Rm 8,14: más claro, agua); recibisteis un Espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre!» (Rm 8,15: no un espíritu de esclavos); «donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Cor 3,17: ¡la libertad!); «si sois conducidos por el Espíritu, no estáis bajo la ley» (Gal 5,18: a no ser que se trata de la «ley del Espíritu», Rm 8,2); «el fruto del Espíritu es amor, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza; contra tales cosas no hay ley» (Gal 5,23: ¡el fruto… en singular! Y es que no hay más que amor, un amor alegre, fiel, pacífico, manso… Lo recordaría un buen espiritual, Juan de la Cruz: «a la tarde te examinarán en el amor». Solo en eso). Buen programa para abrir boca.
¡Vaya familia, la de los espirituales! Merece la pena observarla desde dentro. Desde fuera no resisten un posible juicio. Incluso desde dentro, es probable que haya que dejar la sentencia al final de los tiempos.
¿Para qué la espiritualidad? Al menos como testimonio, un cristiano responde: para vivir según el Espíritu, que «distribuye a cada uno según su voluntad» (1 Cor 12,11), rompiendo desde ese momento lo temporal y lo sacral, liberando de complejos a los atormentados, y llamando a la responsabilidad a los alocados. Así no banalizamos la espiritualidad, sino que reconocemos el ancho campo del Espíritu.