Hace treinta años Hans Küng publicó un libro que llevaba por título una pregunta semejante: “Sacerdotes, ¿para qué?”. El libro dio que hablar. A muchos no les gusta nada colocar en primer plano el para qué. Prefieren siempre encarar los asuntos por la esencia: ¿Qué es un cura? La pregunta por el para qué, sin embargo, no es una concesión a la mentalidad utilitarista de nuestra época o al funcionalismo eclesiológico. Pretende hacer justicia al origen ministerial del ser cura y a su inserción en el conjunto de las funciones eclesiales y sociales. Se puede decir de forma concreta: ¿Es necesario ordenarse sacerdote para dedicar la vida a la alabanza divina (como en el caso de los curas monjes) o a la enseñanza (como los curas profesores) o a la administración (como los curas oficinistas)?
Imagino una respuesta neta a partir de la doctrina formulada por el Concilio de Trento y mantenida durante siglos. Lo que hace que uno sea cura no es la tarea que desempeña sino la señal con la que ha sido marcado en el rito de la ordenación. Esta señal lo configura con Cristo para siempre y lo habilita para hacer aquello que ningún otro cristiano puede hacer: presidir la eucaristía y perdonar los pecados. Esta doctrina, que tanto ha servido para asegurar la ontología del sacerdocio, cuando se la presenta como la única manera de entenderlo, acaba dibujando una figura límite que oscurece el origen histórico del ministerio ordenado y –aun peor– dificulta su articulación con los demás ministerios y carismas eclesiales. La historia se encarga de mostrar que tal riesgo es algo más que imaginable.
La palabra cura es la que domina en la lengua hablada. Por eso figura en la pregunta que encabeza este artículo. Muy pocos usan de ordinario el término presbítero, a excepción quizá de los miembros del Camino Neocatecumenal. Algunos, sobre todo en ocasiones más formales, se inclinan por decir sacerdote. El término pastor, de fuerte raíz bíblica, es el usado por la exhortación apostólica de Juan Pablo II: “Os daré pastores”.
Sólo en los libros y artículos de teología se va extendiendo la expresión ministro ordenado, que es, a mi modo de ver, la más correcta desde el punto de vista teológico, aunque resulte poco popular. Así que, cuando usamos aquí la palabra cura nos referimos al presbítero, por más que la expresión, sobre todo cuando se dice en plural (los curas) englobe a menudo a los obispos, diáconos e incluso a los religiosos: “Este ha estudiado en un colegio de curas”, “los curas ya no mandan como antes”.
¿Que pinta un cura en la sociedad de hoy? Robert Barron, que es un cura norteamericano que apenas sobrepasa los cuarenta y que ha publicado su particular visión en la revista “US Catholic”, cree que el cura en las sociedades modernas está llamado a ser lo que el chamán en las antiguas: un guía que acompaña hacia la experiencia del Misterio y algo así como un médico del alma. En este cometido el cura se debería parecer más al artista que al funcionario: “Una manera de describir el papel del portador del misterio es compararlo con el del artista. El artista es el que tiene ojo, visión. Picasso vio cosas que ningún otro vio. Eso es lo que hizo de él un tipo brillante. Miguel Ángel vio la figura escondida en el mármol y la liberó.
El portador del misterio está adiestrado para ver los momentos de la Encarnación y señalarlos. Ves el momento sagrado, lo señalas y dices: A esto se parece lo sagrado. Esta es la visión que debería tener el sacerdote en nuestra sociedad”. Esto es discutible, pero creo que por ahí van los tiros en el mundo ultramoderno.
Sin embargo, antes de preguntarnos por la función social se hace necesario clarificar la función eclesial: ¿Para qué sirve un cura en una iglesia que intenta desembarazarse de su clericalismo secular? ¿Cómo se articula su ministerio con el de los demás cristianos dentro de una Iglesia comunión? Estas preguntas surgen a partir de muchas prácticas que hoy se dan en nuestra Iglesia y que a menudo resultan desconcertantes. Por ejemplo, cuando un obispo le encarga a una religiosa la atención pastoral de varias parroquias rurales, el cura se limita a pasar por ellas deprisa y corriendo como el hombre de las misas (tres, cuatro o más cada domingo). Resulta que después de todos los esfuerzos posconciliares por diseñar una figura más rica acaba pareciéndose a algunos curas del pasado que se entendían a sí mismos, siguiendo a Trento, como los que tienen unos poderes especiales para consagrar el cuerpo y la sangre del Señor. En algunos ambientes al cura sólo se le requiere para hacer ese plus sacramental que los demás no pueden hacer. No es extraño que muchos curas se sientan desidentificados al ver reducido su ministerio a la tarea sacramental. Los problemas pueden venir también por exceso. Imaginemos lo que sucede cuando se reúne el consejo pastoral de una parroquia y el párroco, en virtud de una muy personal interpretación del Código de Derecho Canónico, cree que tiene que decir siempre la última palabra sobre la restauración del retablo, la edición de los cantorales o la estrategia de acción social. Los seglares se sienten meras comparsas de un cura orquesta que quiere tocar todos los instrumentos, que confunde su tarea de presidencia de la comunidad con la absorción de todas las funciones.
¿Para qué sirve un cura dentro de la comunidad eclesial? Sirve para ser una mediación personal entre los hombres y mujeres que forman la Iglesia y las fuentes objetivas de las que se nutren: la Escritura y los sacramentos. Esta respuesta requiere alguna explicación. La Iglesia está naciendo cada día, es un acontecimiento vivo. Cuando un hombre o una mujer aceptan en sus vidas el evangelio de Jesús y creen en su persona entran en comunión con todos los creyentes del mundo y con Dios mismo (cf 1 Jn 1, 1-4). En esto consiste la comunión. Naturalmente esta vinculación de fe se traduce en un haz de relaciones personales que van desde el contacto asiduo y profundo (como el que se da en las comunidades religiosas o en otras) hasta contactos esporádicos (como los que son habituales en las comunidades parroquiales). Para que haya Iglesia es necesario, pues, que haya personas creyentes vinculadas entre sí por una misma fe. Ahora bien, estas agrupaciones no se basan en la simpatía de sus miembros ni siquiera en intereses religiosos o sociales comunes. Son la Iglesia de Jesucristo, y no simples fenómenos grupales comunitarios o sectarios, porque vinculan sus relaciones a las dos referencias objetivas que fundamentan la Iglesia: la Palabra de Dios y los sacramentos.
La experiencia nos dice que esta vinculación no es fácil ni mucho menos automática. A veces, el acercamiento a la Palabra o a los sacramentos satisface el subjetivismo religioso de las personas pero no lleva a la comunidad, no empuja a entrar en el juego de las relaciones, especialmente con los más pobres. Otras veces, por el contrario, la dinámica relacional, los intereses de grupo, ocupan el centro de tal manera que prescinden de la referencia a las fuentes de la Palabra y de la Escritura o las usan de una manera utilitarista o estética. En todos estos casos la realización eclesial es deficiente, inmadura.
El Espíritu Santo ha suscitado en la Iglesia los ministerios ordenados para que sirvan a la comunión como pontífices, creadores de puentes. Esta tarea se deriva de su misma naturaleza. En cuanto ministerios participan de la condición carismática y plural que caracteriza a las personas que forman la comunidad. En cuanto ordenados, gozan de la
objetividad de los sacramentos y de la Escritura. De esta condición mestiza surgen las tres funciones clásicas del ministerio que coinciden con los tres elementos que entran en juego en la construcción de la Iglesia: las personas, la palabra de Dios y los sacramentos.
¿Para qué sirve un cura a comienzos del siglo XXI? Para lo mismo que sirvió a finales del siglo I: para cuidar las relaciones entre los cristianos (función pastoral) y para vincular esta comunión interpersonal con la Palabra (función evangelizadora) y con los sacramentos (función sacramentalizadora). Estas funciones no constituyen una mera profesión sino una verdadera opción existencial. Los curas son expropiados para hacer de sus vidas, como Jesús, una entrega permanente a esta misión de
diálogo.
En los tiempos que vivimos esta tarea es apasionante. Y lo será más en los próximos años. El cura está llamado a acompañar a las personas a las fuentes de la Palabra de Dios y de los sacramentos para que, en medio de sus búsquedas fervientes o de sus dudas, su fe no naufrague en el mar proceloso de una espiritualidad subjetivista y alienante. Es un verdadero diácono que sirve el pan de la Palabra y de la Eucaristía a sus hermanos y hermanas, consciente de que es el tesoro que Jesús ha dejado a su comunidad “hasta que vuelva”. La Palabra es el mapa del camino y la Eucaristía el viático.
Este servicio no lo hace en virtud de su santidad personal o de su competencia teológica. No tiene por qué ser un escriturista o un teólogo profesional. El servicio nace del encargo recibido mediante la imposición de manos y configura una forma de vida caracterizada, como la de Jesús, por la donación con tarifa plana.
El cura está igualmente llamado a acompañar el crecimiento en la fe de las personas que se han nutrido de la Palabra y de la Eucaristía. Más aún, está llamado a cuidar la calidad relacional entre todos los que se alimentan de la misma Palabra y del mismo Cuerpo y entre estos y todos los hombres, especialmente los más necesitados.
El ministro ordenado estimula la riqueza ministerial de todas las personas de la comunidad y se siente estimulado y corregido por ella. Sin este viaje de las fuentes de la fe a las personas concretas (con toda su complejidad) la fe pierde su fuerza encarnatoria, su savia profética. Hablar del cura como “médico del alma”, como hace Robert Barron, significa referirse a esta fascinante tarea de acompañamiento de las personas. El cura no es un psicoterapeuta sino algo más profundo: un médico del centro personal, del corazón, allí donde se ventila el encuentro con Dios y con los hermanos, la fe y la increencia, el repliegue egoísta o la entrega generosa.
Cuando un cura dice: “Yo no sirvo para nada”, o cuando una comunidad cristiana dice que no necesita un cura, algo sustancial no ha sido todavía descubierto. Pero nunca es tarde. Toda maduración eclesial supone siempre un reconocimiento de la riqueza ministerial. Para ser un cura así no es necesario vestir de gris, ser llamado don Manuel o usar un tono dulzarrón o cansino. Basta con ser un apasionado de los puentes y visitar continuamente las dos orillas.
LOS PAYASOS
Me encantan los payasos. Siempre me gustaron, desde mi infancia. Me chiflan esos payasos que son capces de hacer reír incluso a la gente que llora. Recientemente, he visto a grupos de payasos en los hospitales infantiles, haciendo reír a los niños. Y seguramente su actuación tiene un efecto terapéutico considerable sobre los enfermos.
Los payasos que pueden reírse de sí mismos también se pueden reír de los demás. El humor, ese gran don de Dios, se manifiesta en su autenticidad en el hecho de que a la persona dotada de humor le gusta reírse de sus propias debilidades. El que ridiculiza a los demás sin reírse de sí mismo es una persona llena de malhumor que, de hecho, no tiene en absoluto la virtud del buen humor.
No sólo los curas que trabajan en los circos, sino también todos los demás curas deberían tener cualidades, capacidades y virtudes de los entrañables payasos.
Una Iglesia que no reconoce el don del humor y no lo cultiva intensamente no es una Iglesia seria.
(B. Häring, ¿Qué sacerdotes para hoy?)