Hace varios años, recibí un correo electrónico que literalmente me dejó sin aliento. Un hombre que había sido durante muchos años un guía intelectual y de fe para mí, un hombre en el que había confiado totalmente y un hombre con el que había cultivado una amistad que daba vida, había matado a su esposa y a sí mismo en un suicidio mortal. La noticia me dejó sin aliento, paralizado por cómo entender y aceptar esto, al igual que cómo orar.
No tuve ni palabras de explicación ni palabras para orar. Mi corazón y mi mente, inútiles y frustrados, eran como dos bombas de agua funcionando en un pozo seco. Cualquier consuelo que tenía era tomado de la garantía de personas que lo conocían más íntimamente: que había habido mayores signos de deterioro mental en el tiempo que lo condujo a este horrible suceso y estaban moralmente seguros de que esto era el resultado de una disfunción orgánica en su cerebro, no un indicio de su persona. Aun así, ¿cómo ora uno en una situación como esta? No hay palabras.
Todos hemos experimentado situaciones como esta: la muerte trágica -por asesinato, suicidio, sobredosis o accidente- de alguien a quien amamos. O la exasperación e impotencia que sentimos ante muchos sucesos aparentemente sin sentido que vemos diariamente en nuestro mundo: Terroristas que matan a miles de inocentes; desastres naturales que dejan a incontables personas muertas o sin hogar; asesinatos masivos realizados por individuos trastornados en New York, París, Las Vegas, Florida, San Bernardino, Sandy Hook, entre otros lugares; y millones de refugiados que tienen que escapar de sus países a causa de la guerra o la pobreza. Y todos nosotros conocemos a gente que ha recibido diagnósticos terminales en clínicas médicas y han tenido que afrontar lo que parece una muerte injusta: niños pequeños cuyas vidas están justamente comenzando y a los que, a tan tierna edad, no se les debería tener que someter a la mortalidad, y jóvenes madres que mueren mientras sus hijos aún las necesitan desesperadamente.
Ante estas cosas, no sólo estamos exasperados por el sinsentido de la situación; también luchamos por encontrar corazón y palabras con las que orar. ¿Cómo oramos cuando estamos paralizados por el sinsentido y la tragedia? ¿Cómo oramos cuando ya no tenemos el corazón para ello?
San Pablo nos dice que cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu gime en nuestro más profundo interior en vez de que las palabras oren por medio de nosotros. ¡Qué texto más extraordinario! Pablo nos dice que aun cuando podamos encontrar las palabras con que orar, no es esto nuestra oración más profunda. De igual manera cuando aún tenemos el corazón para orar, esto tampoco es nuestra oración más profunda. Nuestra oración más profunda es cuando nos entregamos mudos y gimiendo en exasperación, en frustración, en impotencia. La exasperación sin palabras es frecuentemente nuestra oración más profunda. Oramos lo más profundamente cuando caemos de rodillas como para poder hacer algo menos rendirnos a la impotencia. Nuestro gemido, sin palabras, aparentemente la antítesis de la oración, es en verdad nuestra oración. Es el Espíritu que ora por medio de nosotros. ¿Cómo es eso?
El Espíritu de Dios, el Espíritu Santo, es, como nos asegura la escritura, el espíritu de amor, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre, fe y castidad. Y ese Espíritu vive hondo dentro de nosotros, colocado allí por Dios en nuestro mismo modo de ser y puesto en nosotros incluso más profundamente por nuestro bautismo. Cuando estamos exasperados y caemos de rodillas por una tragedia que es demasiado dolorosa y sin sentido para aceptar y absorber, nuestros gemidos de impotencia son de hecho el Espíritu de Dios que gime en nosotros, sufriendo todo lo que no es, suspirando por la bondad, implorando a Dios en un lenguaje más allá de las palabras.
A veces podemos encontrar el corazón y las palabras con las que orar, pero hay otras veces cuando, en palabras del Libro de las Lamentaciones, todo lo que podemos hacer es poner nuestras bocas en el polvo y esperar. El poeta Rainer Marie Rilke dio una vez este consejo a una persona que le había escrito lamentando que, ante una pérdida abrumadora, estaba tan paralizado que no sabía lo que tal vez podía hacer con el dolor que estaba experimentando. El consejo de Rilke: Devuelve ese peso a la tierra misma, la tierra es pesada, las montañas son pesadas, los mares son pesados. En efecto: ¡Que tu gemido sea tu oración!
Cuando no sabemos cómo orar, el Espíritu gime en nuestro más profundo interior en vez de que las palabras oren por medio de nosotros. Así, cada vez que estemos cara a cara con una situación trágica que nos deje tartamudos, mudos y tan descorazonados que todo lo que podamos hacer es decir ¡No puedo explicar esto! ¡No puedo aceptar esto! ¡No puedo tratar de esto! ¡Esto no tiene sentido! ¡Estoy paralizado en mis emociones! ¡Estoy paralizado en mi fe! ¡Ya no tengo más el corazón para orar!, puede consolar saber que esta paralizante exasperación es nuestra oración, y quizás la oración más profunda y sincera que jamás hayamos ofrecido.