¿Parroquia roja o evangélica?

11 de abril de 2007

LA «PARROQUIA ROJA»
Juan Manuel de Prada
(ABC, 4-abril-2007)

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.

    Los enemigos de la Iglesia han encontrado un motivo de placer orgiástico en la clausura al culto de la parroquia de San Carlos Borromeo, decretada por el Arzobispado de Madrid. Por supuesto, a los enemigos de la Iglesia les importa un bledo el destino de la susodicha parroquia; pero, convirtiéndola en estandarte de un escándalo mediático, han considerado que colaboran en la causa que verdaderamente les importa, una causa tan ímproba como estéril, que no es otra sino hacer daño a la Iglesia. Muchas veces la iglesia ha sido arrojada a los perros, con la intención de que pereciese; pero siempre fueron los perros los que perecieron al tratar de hincarle el diente. Algún día -digamos, parafraseando a Chesterton- los perros aprenderán instintivamente a esperar antes el oscurecimiento de las estrellas que la muerte de la Iglesia; pero, entretanto, ladran y se revuelven furiosos y lo pringan todo con los espumarajos de su rabia. Pero para que su rabia pase inadvertida a las gentes incautas a quienes pretenden engañar es preciso entretenerlas con alguna coartada de tipo altruista o compasivo, un huesecillo que se les lanza como cebo envenenado. Aquí el cebo son los servicios sociales que en dicha parroquia se vienen prestando; servicios que, por cierto, el Arzobispado de Madrid se dispone a potenciar. El servicio de la caridad es, en efecto, el núcleo de la fe cristiana; pero dicho servicio nace del conocimiento del amor que Dios nos tiene. El cristiano sólo puede llegar a amar plenamente a sus hermanos cuando dirige su mirada al costado sangrante de Cristo. Como afirma Benedicto XVI en su encíclica Deus Charitas est es allí, en la cruz, donde puede contemplarse esta verdad. Y a partir de allí se debe definir qué es el amor. Y, desde esa mirada, el cristiano encuentra la orientación de su vivir y de su amar».

El amor cristiano es unión con Cristo y con todos aquellos por los que Cristo se entrega. En la comunión eucarística el cristiano reafirma que se siente amado por Dios y que ama a su prójimo hasta el extremo, como Dios lo ama. Y, puesto que el amor cristiano es una experiencia comunitaria, la Iglesia se ha preocupado de que esa comunión de voluntades que exige el amor se funde sobre una comunión de culto, sobre una comunión universal de la Palabra y los Sacramentos; sólo así se logra plenamente el amor cristiano, que es el que reconoce en el prójimo una imagen de Dios. La mera filantropía no es amor cristiano; pues no hay verdadera fraternidad sin reconocimiento de una paternidad común. Y una parroquia donde se fomentan las actividades de servicio social pero se descuidan o escarnecen los sacramentos y la liturgia no es una verdadera comunidad cristiana. Los cristianos muestran su comunión poniéndolo todo en común: no sólo sus posesiones o bienes materiales, también su oración, también su adhesión a la enseñanza de los Apóstoles, también el servicio de los Sacramentos y de la Palabra. No son estas tareas que se puedan separar una de otra, sino que se implican mutuamente. Una caridad desligada de la celebración de los Sacramentos o del anuncio de la Palabra es una caridad muerta, una caridad desnaturalizada que ha renunciado a su propia esencia. No puede existir en una parroquia comunión de amor cristiano cuando se dejan de administrar los Sacramentos o se administran de modo grotesco, cuando se pisotea la liturgia o se reinventa de modo arbitrario. La liturgia católica es un edificio de palabras y acciones que supera a las individualidades y a las generaciones, para expresar la fe comunitaria de la Iglesia a través de los siglos; cuando ese edificio se reforma caprichosamente se está quebrando la comunión eclesial, se está quebrando también la comunión del amor.

Esto lo saben los sacerdotes de la parroquia de San Carlos Borromeo. También saben que su desafío no es al Arzobispado, sino a la naturaleza misma de la Iglesia, cuya comunión han roto. Y saben, en fin, que quienes los apoyan y jalean son los mismos que quisieran ver muerta a la Iglesia. Pero la Iglesia cuenta con un Dios que sabe cómo salir del sepulcro.


LA PARROQUIA EVANGÉLICA (Comentario Respuesta)
Benjamín Forcano

Se puede mirar de otra manera lo de “los enemigos de la Iglesia”. Los informadores estaban ahí, como es su deber, para registrar lo acontecido, cosa que no pasa cada día y era noticia fuerte. Fuerte porque el hecho no era puntual, sino de 30 años. Los curas, sobre todo Enrique de Castro, había dejado tiras de entrega en nombre del Evangelio, para estar y convivir con mucha gente excluida, destrozada y desesperada.

Esa gente -los últimos, los que no cuentan- encontraron ahí amor, acogida, humanidad, consuelo, razones para vivir. Y lo alimentaban en sus Eucaristías. Los enemigos de la Iglesia conocían ese hecho, un hecho eclesial, de alguien cristiano y católico, que amaba profundamente a Cristo y, por Él y en Él, a sus hermanos, sin discriminación.

No estaban allí como enemigos, sino como testigos mediáticos de algo ante lo que, indignados, sentían simpatía, admiración y solidaridad. Habían oído, sabían y, ahora, la noticia les sobrecogía : no entendían cómo gente como ésta no tenían el apoyo, la admiración y la defensa de su jerarquía. Una jerarquía distante, desconocedora, que había dejado hacer, cierto; pero que no se había implicado de verdad con ellos. El escándalo no era de los curas, era el señalado por todos en un instante: lejanía, incomprensión, predisposición de la jerarquía a hacer caso a los que acusan, a no vivir allí en medio, a no dialogar, respetar y medir en lo justo los prejuicios y nimiedades de gente beatona que no cristiana.

Los enemigos, muchos, eran católicos y sentían no placer orgiástico sino pena de verdad porque no se sabía discernir y pretender dar razón a quien no la tiene y crucificar una vez más a quien la tiene.

Es un deber de todo cristiano combatir los abusos de cualquier miembro de la Iglesia y también de la jerarquía, y también un deber de cualquier ser humano, que tenga valor para denunciar lo que es injusto e inhumano. Eso no es hacer daño a la Iglesia, sino velar por su bien y autenticidad.

Es decir, que lo de los perros, como escribe, Juan Manuel de Prada en ABC (9-Abril-07), sobra. Es una irracional y grotesca gritería. Afortunadamente la Iglesia no es la jerarquía y, entre la jerarquía , parece abundar más la mediocridad y la cobardía, que la inteligencia y santidad. Es ya muy sabido que a los jerarcas les afecta también el pecado y, como consecuencia, la penitencia y la conversión. Y nadie puede escandalizarse, o ver intrigas perversas, en que se les pida cuando hace falta que se vuelvan al Señor, que se conviertan. Es demasiada o mejor, nula, la veracidad de lo que se dice. Ya está bien ver conjuras y persecuciones públicas o subterráneas de la Iglesia cuando lo obvio es reconocer la razón y buena voluntad de los que critican y el fallo obvio también de los que son señalados.

Los cristianos saben perfectamente que la fe se mide por obras más que por palabras, que lo decisivo es hacer el bien a todos, a quienquiera que sea, porque el bien que se hace al prójimo, y al prójimo más necesitado, es a Cristo mismo que se hace, aunque el que lo haga ignore que aquel a quien lo hace es imagen o vicario de Cristo. Lo hace porque lo lleva en sus entrañas y esas entrañas le han sido dadas -a todos- por el Dios Amor. La adversidad a la “Iglesia” tiene otros contextos y otras razones, que haríamos bien estudiarlas. Pero la enemistad por la enemistad suena a prejuicio, sectarismo y desprecio del ser humano.

A Cristo los cristianos lo encuentran siempre, cuando vuelcan su amor en cualquier prójimo esclavizado, humillado, discriminado o despreciado. Cristo se ha unido a todos, sin excepción; el Reino que anunció es para todos, sin excepción; no hay ser humano que se le escape, que no entre en su plan de amor liberador. Su reino, el de Dios, es universal, y lógicamente resulta mayor que la Iglesia, mayor que cualquier Iglesia o Religión. Dios no es católico, ni judío, ni musulmán, ni indio, ni ateo. Es mucho más.

¿Dónde comienza y dónde acaba esa comunión cristiana de voluntades, de amor, de comunión de culto? De nuevo, la afirmación de que allí, en la parroquia de San Carlos Borromeo, se escarnece la liturgia y los sacramentos, es una invención estúpida, una calumnia propia de quien no tiene ni idea de lo allí vivido, ni de lo que se vive en la liturgia católica. Allí cabe decir también, contra estetas que se ufanan de una liturgia estereotipada, que una liturgia, una celebración de los sacramentos, un fe litúrgica sin amor es una liturgia muerta. Léanse a los profetas, a San Juan, a Santiago, al Nuevo Testamento, que sus invectivas son más fuertes que las mías y que las de los mismos “enemigos de la Iglesia”.

Repito: ni administraciones grotescas, ni pisoteamiento de la liturgia, ni reinventos arbitrarios. Pura verborrea e ignorancia de quien esto escribe.

La liturgia es inicial, histórica y evolutiva como son las generaciones que la viven y forman. La misma en lo esencial, variable en lo secundario y accidental. No hay liturgia arqueológica, inmutable, fría, porque no es así la praxis de Jesús ni la vida eclesial de los hombres y mujeres. Cada situación tiene un hilo conductor con el pasado, pero es también nueva y distinta, y requiere renovación, adaptación y creatividad. Dicha creatividad, sin perder lo esencial, nunca se agotó en una generación, en un tiempo, en una comunidad determinada.

Hay gente que sabe demasiado: se trata aquí, dicen, de un desafío contra la naturaleza de la Iglesia, de ruptura con su comunión, de querer ver muerta a la Iglesia. ¡Demasiado!

Los buenos y coherentes curas Enrique, Javier y Pepe, y muchos de los que les jalean, hace tiempo que salieron del sepulcro de la rutina, de la obediencia ciega, del miedo, de la dimisión de sus derechos.