El P. Manuel Hernández, carmelita, misionero donde los haya, que ejerce su misión en una ciudad paradigmática hoy: Bagdad (Irak). Disfruten de la video-entrevista que nos sitúa ante una vocación misionera sencilla, pero extraordinariamente curiosa y audaz.
Cuando abandona el convento para ayudar a sus vecinos debe disimular su aspecto occidental. Vive amenazado, pero este carmelita descalzo no piensa en abandonar a ‘su gente’. Ya está acostumbrado a los conflictos: Congo, Ruanda y Palestina fueron sus anteriores destinos. Y entre misa y misa, cataloga los 16.000 volúmenes de la biblioteca parroquial, diez siglos de historia.
En Bagdad, el padre Manuel Hernández se levanta cada día a las 6.30 de la mañana para poder rezar a las 7 en punto, hasta las 8. Luego desayuna y acude a `su trabajo´: la biblioteca de la parroquia, donde se guardan unos 16.000 libros de todas las disciplinas, desde la filosofía o la medicina hasta la literatura o la religión. Sobre todo, la religión islámica, como no podía ser de otra forma. Entre sus fondos se conservan importantes manuscritos e incunables, auténticos tratados y algunos de los estudios coránicos más importantes del mundo. Después del saqueo e incendio de la Biblioteca Nacional de Irak durante la toma de Bagdad por los soldados estadounidenses, la paciente y ardua labor cotidiana de este misionero español de los carmelitas descalzos ha revelado el incalculable valor de dicho archivo bibliográfico parroquial, acumulado a lo largo de sus casi diez siglos de historia.
Se trata de la biblioteca de la parroquia de Fátima, llamada así sin que nada tenga que ver con la aparición de la Virgen el 13 de mayo de 1917 en Cova de Iría, en Portugal. Fátima es un nombre muy común en Irak y en el mundo musulmán en general. Situada en el límite con la calle que va a la llamada `zona verde´ de Bagdad –la más peligrosa de la ciudad, porque en ella se encuentra la Embajada norteamericana–, esta parroquia se asemeja a una casa solariega castellana. «Es un convento de dos pisos, con un patio de columnas lleno de grandes jazmines que despiden un olor muy intenso», explica el misionero. «Un rincón muy acogedor en medio de tanta violencia, donde acuden pájaros y palomas en grandes cantidades, posiblemente más que en ningún otro lugar de Bagdad.»
La comunidad se compone de otros dos religiosos iraquíes y cinco jóvenes postulantes. El convento sufre frecuentes impactos de tiroteos, granadas de mano y morteros. «Tiran las bombas desde detrás de donde estamos nosotros hacia la parte de delante, donde se sitúan las tropas norteamericanas», comenta el padre Manuel. «Como las lanzan a mano y no son bombas inteligentes, si se quedan cortos nos caen a nosotros, aunque no seamos su objetivo prioritario. Hemos tenido muchos sustos en la casa. Hace poco hubo que arreglar el techo de la iglesia y ya necesita otro repaso, pero no hay dinero. Además, ¿cómo vamos a gastarlo si nos están cayendo proyectiles continuamente? Y cuando los coches bomba explotan por las inmediaciones del convento, todo tiembla. Tenemos las ventanas cerradas de tal forma que se abran cuando llega la onda expansiva, para que no se rompan los cristales. Al mismo tiempo, en estos cristales hemos puesto papel de celofán ancho, en forma de aspa, para que si se rompen no salgan disparados como un cuchillo y maten a cualquiera que esté cerca.»
Cuando llegó a Bagdad, la biblioteca parroquial era un desastre. Aparte de los destrozos de todo tipo en el inmueble, su interior «estaba en pésimas condiciones, desordenado, con los libros apilados por cualquier parte». Casi un año y medio le ha llevado desempolvar, clasificar y catalogar estos 16.000 volúmenes, a razón de unos 30 diarios. Pero no contento con esto, ha empezado a informatizar dichos fondos bibliográficos. «He probado con excel, pero estoy buscando otra base de datos más completa y de manejo más simple.» Por esto ha indagado en España cómo «conseguir otro programa, a ser posible gratuito o al menos que sea barato, porque no tenemos dinero».
El Heraldo de Aragón en su edición de 1 de abril de 2008 trae esta crónica, firmada por Gervasio, en la que se nos acerca a la situación que allá se está desarrollando y nos habla del P. Manuel Hernández.
14,30 (hora iraquí)
Adiós Bagdad. Me Gustaría verte feliz algún día
Bagdad se ha despertado cubierta de arena. Los aviones tampoco pueden volar por culpa de la tormenta. El polvo se cuela por cualquier intersticio. Desde la ventana no sé ve el hotel Palestina a 100 metros ni la Zona Verde a 500. Pero se escuchan con nitidez las explosiones. Voy a preguntar cuando podré salir de Bagdad. La respuesta es lacónica: "Hoy tampoco se pude volar". Decido darme una vuelta por la ciudad. Le llevo al padre Manuel Hernández unas cuantas películas clásicas para que se entretenga en su encierro perpetuo. Me prepara un café con leche hirviendo. Los silbidos de los proyectiles se escuchan con nitidez y los estruendos hacen temblar los cristales. Pero nosotros hablamos de política nacional sin inmutarnos.
Hasta que llega mi traductor corriendo: "Me ha llamado Ali. Está en el aeropuerto (trabaja para la línea área iraquí) y te ha hecho en un hueco en el próximo avión que sale a las cinco. Me dice que vueles para allá". Me despido del misionero. Llegamos al hotel, pido la cuenta. Ordeno mi equipaje. Mando unos correos urgentes. Salimos corriendo hacia la embajada. Allí me ponen un coche blindado con un experto conductor. Nos cruzamos con varios convoys estadounidenses. Tenemos que circular a paso de tortuga y a una distancia prudencial para que no nos disparen.
En el primer control perros antiexplosivos revisan el coche. En el segundo tengo que bajar todo el equipaje para que un policía le dé la vuelta. Otro control con perros antes de entrar en el aeropuerto. Y uno más con escáner.
"Te he metido en un vuelo especial que sale en una hora", me dice Ali a modo de saludo. "¿Pero sé puede volar con esta tormenta?", le pregunto. "Claro", me sonríe. Estoy teniendo demasiada suerte. No me gusta.
Otro control más en el que hay que quitarse los zapatos y el cinturón. Revisión del pasaporte. Llamada para el embarque. No me lo puedo creer. Voy a estar menos de 45 minutos en un aeropuerto donde he pasado días enteros. Literal: desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde para regresar a la ciudad cuando anochecía porque el vuelo se ha suspendido.
Enésimo y último control. Embarque. Cierre de puertas. La nube de polvo dificulta la visión. El avión se dirige a la pista. Los minutos no quieren pasar. Hay que esperar un aterrizaje. Por fin comienza a correr por la pista y se levanta. Tiene que subir en círculos cerrados para evitar los misiles tierra-aire de los insurgentes. Pero la polvareda también impide ver desde el suelo. Miro por última vez a tierra y lanzo un suspiro: "Adiós Bagdad. Me gustaría verte feliz algún día".