Es normal que cada uno de los padres y los dos en diálogo sereno y constructivo se pregunten más de una vez si hay coherencia entre su palabra y su vida, porque esa coherencia es lo que deja huella en la educación. Es coherente quien no se preocupa de aparentar sino de ser, aunque tenga, como es humano, sus limitaciones. Quien reconoce sus deficiencias y trata honradamente de superarlas puede ser un excelente educador.
También es práctico preguntarse a qué necesidades de los hijos se está dando respuesta. Los padres se preocupan de la comida, el vestido, los estudios, las diversiones de sus hijos. Pero han de crear en la familia con el mismo interés, un ambiente de amor, de diálogo, de mutua acogida, de escucha, de reflexión en común. Y esto desde el principio, aunque, naturalmente, al ritmo y al estilo que impone la psicología de la edad.
Por otra parte hay que tratar de entender qué los entusiasma, estar atentos a sus intereses: por qué les apasiona la música, la pintura, el deporte. Las aficiones sanas que manifiestan no deben ser juzgadas por su mayor o menor rentabilidad para el futuro. Con el montañismo, por ejemplo, es casi seguro que no van a ganarse la vida, pero ese ejercicio propiciará en ellos el desarrollo de una serie de valores como la honradez, el afán de superación, el compañerismo, el amor a la naturaleza…, que no tienen precio en el proceso de su desarrollo personal. Hay quienes por miedo al riesgo frenan los impulsos más constructivos de los jóvenes, sin caer en la cuenta de que con ello pueden estar asumiendo el peor de los riesgos: la mutilación de una serie de valores fundamentales.
De rechazo habrá que estar atentos también a sus fobias: por qué no aguantan esta asignatura, por qué ha dejado de interesarles tal actividad. A veces el rechazo de una determinada materia es la forma inconsciente de rechazar al profesor que la imparte, o más exactamente su forma de ser o su manera de enseñar, El buen profesor (y los primeros profesores son siempre los padres) procura dosificar las dificultades, de forma que los alumnos tengan la necesaria dosis de éxito en las distintas etapas del aprendizaje. Esto será el mejor estímulo para seguir avanzando. Cuando el niño presenta ilusionado a su mamá el papel lleno de garabatos que acaba de ‘pintar’ no puede ser frustrado, debe sentir valorado su esfuerzo.
Un punto decisivo es el cultivo del sentimiento religioso. Quizá los momentos más entrañables en la vida de un padre o de una madre sean aquellos en lo que van enseñando a hablar a su hijo, a nombrar las cosas y a llamar a las personas. Ese ha de ser precisamente el momento en que les inicien en la comunicación con Dios, sintiéndolo cerca, dándole gracias, pidiéndole perdón. Más de una madre al rezar con su hijo que se prepara para la primera comunión, ha comenzado a hablar con Dios de nuevo, con Dios a quien tenía olvidado hacía muchos años. Para que el joven no rechace la misa como algo que no le dice nada o le resulta entretenido, hay que prepararlo desde la infancia a comprender y saborear. No hay que forzar los procesos. Una oración minúscula, quizá de una frase, pero bien cuidada, bien ambientada, dicha de corazón va sembrando en los pequeños la semilla de una actitud contemplativa.
A los pequeños les encanta la narración, el cuento, la anécdota. Ahora bien, la Palabra de Dios y la historia de los santos ofrecen relatos llenos de vida. Contarlos y contarlos bien es sembrar buenas semillas en la mente y en el corazón de los niños. Los pequeños disfrutan comunicándose a su estilo con el Padre Dios.
En todo caso es evidente que los padres no pueden renunciar a ejercer la autoridad con los hijos. Esto se dice pronto, pero nadie como los padres sabe lo difícil que resulta este ejercicio en determinados momentos. Sin embargo qué importante es saber mandar, saber corregir, saber orientar. Los mismos hijos lo están necesitando y en el fondo lo están pidiendo, inconscientemente tal vez, y quizá al tiempo que protestan.
Pero también han de aprender a ser libres, a ejercer su libertad desde la infancia. Si las aves no saltan del nido a su tiempo por miedo al riesgo de caerse, terminarán sin saber para qué sirven las alas. Por eso, llegada la hora, los propios padres les empujan a volar. La posesividad con respecto a los hijos es una actitud de aparente cariño, de
falsa responsabilidad, que en el fondo refleja un egoísmo oculto y por tanto una mala pedagogía. Todo esto explica el miedo a pecar por exceso o por defecto en este delicado ‘oficio1. Juega a favor de los padres su amor a los hijos y su mejor deseo de acertar. Por otra parte están surgiendo las Escuelas de padres, en las que, intercambiando experiencias, escuchando a especialistas, aprenden a realizar con mayor acierto su misión educadora. Es triste constatar que profesionales competentísimos en su rama fracasan como educadores por no haberse preparado para ello. Y alienta ver a muchos padres humildes y llenos de cariño, de fortaleza y de sentido común desempeñar con acierto la preciosa misión de formar hombres y cristianos adultos, conscientes por otra parte de que ni el éxito ni el fracaso en esta tarea les pertenece enteramente. Seguros además de que los mejores frutos no siempre salen a la superficie y de que muchas veces tardan en llegar. Por eso jamás tiran la toalla.
Domingo de la Cruz