Bajo el dinamismo extroverso del Espíritu
El Espíritu del Abbá, de Jesús, se nos ha revelado como el Gran Arquitecto de la interioridad. A Él se deben todas las obras del Creador. Su inspiración se plasma maravillosamente en cada realidad que existe. Su presencia da esencia y consistencia a cada ser. El Abbá envía su Espíritu y recrea la faz de la tierra. Jesús envía su Espíritu y redime, transforma, santifica a los suyos. El mismo Espíritu se auto-envía imaginativamente y se hace regalo para el Abbá y Jesús. Gracias al Espíritu la realidad tiene intimidad, recogimiento, profundidad. El Espíritu conduce al Cenáculo, a la Casa cerrada del Encuentro. Y allí estalla en mil lenguas de fuego para modelar y transfigurar una vieja comunidad.
1. Cenáculo o la casa del Espíritu
El Cenáculo es el lugar, el hogar, donde acontece la Cena de la Comunión. Es ámbito de interioridad, donde Jesús comunica sus confidencias, donde se recrea la comunión, donde se sueña el futuro. Cénaculo es el símbolo de la contemplación comunitaria, de la oración conjunta, de la espera anhelante. Es punto de llegada. El Espíritu llena la Casa, enciende el hogar. Pero, aun antes de aparecer visiblemente, allí está el Espíritu desprendiéndose de Jesús, que «habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo». Allí está emanando, como perfume, de María, que concibió precisamente por medio de Él. El Espíritu es el gran artista de los interiores.
Cada comunidad religiosa está diseñada para ser cenáculo. Ese fue el proyecto, el sueño de Dios que nos convocó para entrar en el Cenáculo. Por diferentes caminos, siguiendo a Jesús, hemos llegado hasta ese misterioso lugar. Tenemos un puesto en la mesa eucarística. Tenemos el privilegio de la habitación adornada, de la mesa siempre puesta, donde se ofrece el pan, el vino y la palabra; donde el Espíritu consagrada los dones y la comunidad, donde se celebra el amor y la comunión mutua, donde el Señor deja -de una eucaristía a otra- su memorial permanente. Desde esa bendita habitación se transforma la casa. También nuestra comunidad es casa del Espíritu. Allí está actuando en cada uno de nosotros, de forma silenciosa. Allí está esperando tal vez la oportunidad para acontecer como Pentecostés y derramarse como fuego.
Pero no voy a comentar este dinamismo introverso del Espíritu. No voy a describir cómo ese Fuego divino reconstruye la interioridad perdida, suscita la oración que parece imposible, re-une a quienes los acontecimientos de la vida habían separado, re-anima a quienes habían perdido el sentido y la ilusión, lanza a quienes temerosos se recluyen y se amilanan. No voy a hablar del Cenáculo. Sino del siguiente paso.
El Espíritu es también Viento que no puede ser contenido en la mera interioridad del Cenáculo. Es el «Ite missa est» que, después de la Cena Eucarística, dispersa a todos los reunidos en la única mesa, por todos los caminos y lugares del mundo. Pensemos, imaginemos esa impresionante dispersión que se produce cada domingo, en tantísimos lugares de la tierra, cuando el presbítero pronuncia el «Ite missa est». Todos salen, salimos del Cenáculo. Ese es también el dinamismo del Espíritu.
También nuestras comunidades están bajo el imperativo del Ite! Missa est!
2. Ite! Id
El mismo Espíritu de la Epíclesis, de la consagración de los dones y de la comunidad, es el Espíritu que nos lanza hacia la exterioridad. Ese es su ineludible dinamismo extroverso. Forma parte de su «espiritualidad». La Ruah de Dios es Viento, viento impetuoso que nos impele a abandonar el «lugar santo» para que de nuevo nos encarnemos, nos mundanicemos, entremos en el «pro-fanum» (lo que está ante el Santuario).
Llama la atención cómo la iglesia apostólica se sentía llevada por este Viento Santo y en sus miembros más leves se dejó guiar hasta los límites del mundo. La misión no fue iniciativa humana, sino viento inspirador ante el que era difícil oponer resistencia. Lucas nos hace ver en su relato de los Hechos cómo tras la experiencia del Cenáculo, la iglesia se veía impulsada en todas las direcciones por el Espíritu.
Tras cada Eucaristía también nuestras comunidades quedan llamadas a desplegar sus velas y dejarse impulsar por el Viento de Dios. Ite,missa est! No podemos, ni debemos quedarnos en el Cenáculo. Hay un mandato imperativo al que debemos obedecer. También Jesús resucitado dijo en el monte de Galilea a sus Once: «¡Id!». ¿Qué diríamos si, en lugar de obedecer a esas palabras, hubieran puesto unas tiendas para establecerse en el precioso monte de la Aparición? Lo mismo sucede tras cada eucaristía. El mandato es claro: «¡Id». La pregunta, sin embargo, es: ¿y hacia dónde nos dirigimos?
Esta es una cuestión que la vida religiosa no debiera pasar por alto, o dar fácilmente por respondida, o resuelta. Es cuestión de conocer el querer del Espíritu, la orientación del Viento.Quisiera responder en varios puntos a esta cuestión. No puedo presumir de conocer el querer del Espíritu. Sólo quiero insinuar algunas respuestas. ¡Cuánto quisiera que, al menos de alguna manera, estuvieran en conformidad con Él!
3. Hacia los campos de huesos secos…
La muerte y su reino avanza…
La vida se encuentra constantemente amenazada. La muerte y su reino avanzan. Sobresaltan algunos datos estadísticos de la actualidad: que un tercio de la humanidad (mil trescientos millones de personas), se encuentra en estado de pobreza extrema; que 390 familias tienen el poder económico de toda la humanidad; que en el Norte cada persona consume 10 veces más recursos que cualquier otra persona del Sur; que, debido a la explosión demográfica en el Sur son cada vez más los que tienen que repartirse los pocos recursos que el Norte les permite tener. Y ¿todo esto porqué?
Hay un sistema económico que ha ido generándose bajo la inspiración de la modernidad ilustrada y que no ha querido solventar los graves problemas de la humanidad, cuando está en su mano realizarlo. Es una red de egoísmos, una ecología de malas hierbas. Muchos formamos parte del sistema «sin saber lo que hacemos». Pero ahí estamos dándole apoyo con las más inadvertidas acciones, actuando con buena voluntad. Se trata del sistema neoliberal. Hace del mercado su dios y de las reglas del mercado su ley natural. Tiene una fe ciega en las leyes del mercado libre. Este sistema económico favorece toda clase de egoísmos y opresiones. Hoy se adora el Mercado. Lo importante es vender, comprar. El mercado se erige en modelo social -lo natural es el mercado, no la sociedad, que se concibe sólo como una suma de individuos que intercambian objetos o servicios- y en modelo político.
Las repercusiones de ese sistema en el conjunto de la humanidad son horribles. En la adoración al dios del mercado, poco importa que el enriquecimiento de unos lleve muerte, guerras, hambrunas a otros. Millones de seres humanos están muriendo, como efectos colaterales del sistema. Se discrimina hasta limites insospechados a quienes, por su naturaleza humana, deberían tener todos los derechos del mundo a desarrollarse. Este sistema económico neoliberal trae muerte, mucha muerte, excesiva muerte a los países más pobres. En la locura consumista todos deben; pero la deuda más horrible es la de los pequeños y pobres, con la cual los condenamos a ser pobres en todo el futuro previsible. Se expolia la naturaleza de sus recursos. Se crean desequilibrios muy serios en los ecosistemas. El mismo ecosistema humano se encuentra peligrosísimamente desequilibrado.
Los sistemas socialistas o las social-democracias han intentado aportar correctivos y soluciones. Pero los resultados son buenos para las sociedades opulentas, pero absolutamente insuficientes para las grandes mayorías de empobrecidos.
La lógica del mercado es tan diabólica que todo lo utiliza -hasta lo más sagrado- para medrar. Trafica con lo religioso y con lo cultural, con lo deportivo y con lo mortífero (como drogas y armas). Por eso, algunos hablan con razón de una cultura de muerte.
La vida está amenazada. En estos cincuenta últimos años se han ido acumulando muchos peligros. Algunos son perfectamente apreciables por nuestros sentidos. Otros se nos presentan sin saber cómo y sus efectos serán advertidos en el inmediato futuro. Algunos explotan como una bomba inmediata. Muchos otros ya han explotado, pero su efecto es retardado. Percibimos perfectamente la amenaza de una peste o epidemia, de una guerra con tanques, soldados y aviones, del consumo de acohol o drogas. Hay otros peligros, sin embargo que no percibimos así, como la radioactividad liberada en las centrales nucleares (Chernoby por ejemplo), o el peligro de las armas nucleares (capaces de destruir a cientos de miles de personas y acabar con todas las formas de vida en unos cuantos minutos), o los peligros ecológicos (destrucción de la capa de ozono, contaminación urbana, fluvial y marítima, la desertización de partes importantes del planeta, destrucción de las selvas tropicales (que produce un desastre climático). El empobrecimiento de países y de sociedades que pue blan inmensas regiones del mundo tendrá efectos muy negativos en el futuro:
«El hecho de que cuarenta mil niños menores de cinco años mueran cada día de enfermedades fácilmente evitables, debidas al hambre o relacionadas con ella, no es una de esas catástrofes de las que una sociedad puede recobrarse, sino el resultado de un proceso de empobrecimiento que se prolonga a través de las generaciones y que ya ha alcanzado el futuro. Los niños de hoy que sobrevivan en medio de la necesidad y la pobreza traerán al mundo más niños que, sin duda, morirán de hambre. Este empobrecimiento sistemático no es una bomba de relojería que amenace con explotar, sino que es una bomba que ya ha explotado; y ha explotado en el futuro, causando estragos tanto en el mundo de mañana como en el de hoy».
La muerte del sujeto va seguida de la muerte de la naturaleza, del hábitat ecológico.
Un Viento que resucita
Ahí tenemos uno de los principales destinos del Espíritu. ¡Id a los campos de huesos secos y sed testigos de la posible, ya iniciada, Resurrección de los muertos!
Quienes se dejan llevar por el Viento de Dios, conocen los destinos, se sienten llamados, interpelados por los gritos de sus hermanos y hermanas que piden ayuda.
En nuestros capítulos generales y provinciales queda siempre pendiente esta cuestión: ¿qué hacemos a favor de la vida? ¿A qué misiones nos unimos para que la vida no sea destruída? A veces pensamos nuestras misiones y ministerios en clave demasiado institucionalizada. Creo que llega el tiempo en el que también nosotros los religiosos estemos más disponibles para misiones de paz, misiones de vida. No consistirá en ser destinado a un lugar por toda la vida. Ni siquiera por una cierto número estipulado de años. Hubo un tiempo en que se pensaba que los destinos eran más meritorios cuantos más años duraban y más lejos de la madre patria nos llevaba. La cuestión que interesaba no eran los destinatarios, sino el destinado. Llega el momento en que necesitamos «religiosos o misioneros de guardia». Son aquellas y aquellos que no se encuentran tan vinculados a instituciones permanentes, que en cualquier momento pueden ser destinados a los lugares de mayor necesidad y urgencia de nuestro mundo. Sí, se necesitan religiosos y religiosas para urgencias. Pueden estar unos meses en Irák y otros en el Congo u otros en una región calamitosa de cualquier país.
Ese es el Viento de la vida que se expresa en los rostros y en las vidas de aquellas y aquellos que no tienen familia, ni trabajo permanente, ni casa que guardar. Nos gustan demasiado los puestos fijos -al menos por un trienio- en la vida religiosa y son pocos, poquísimos quienes están libres para cualquier eventualidad.
Una congregación, una provincia «en alerta misionera» se estructura y entiende a sí misma de forma bastante distinta a la convencional. Los superiores o superioras no son simplemente visitadores o visitadoras de sus comunidades, sino estrategas vigilantes de la situación del mundo, para disponer en cualquier momento de hombres o mujeres que puedan ofrecer ayuda evangélica. Los hermanos o hermanas son personas «multi-uso», «todo-terreno», preparados para ciertas eventualidades. Conocen algunas lenguas. Saben cómo ofrecer primeros auxilios. Están preparados en grupos de dos en dos o de tres en tres para establecer la tienda de la comnunidad en cualquier lugar. La economía no se basa en ingresos producidos por un trabajo remunerado que ata permanentemente a los individuos, sino que se idean otras fuentes de financiación, que permiten la movilidad misionera necesaria. La formación sensibiliza ante las urgencias del mundo, prepara para los casos límite y las eventualidades más inesperadas, cultiva una espiritualidad de éxodo, de itinerancia; educa tanto para ir, como para volver; enseña a vivir la misión desde la fragmentariedad de los servicios de urgencias.
Sólo así es posible «consolar a los tristes», «vestir al desnudo», «visitar al que está en la cárcel», «resucitar a los que están muriéndose», «dar la buena noticia a los pobres». Esas misioneras y misioneros son los ángeles que acuden en ayuda de los hijos e hijas de Dios, que viven en sombras de muerte.
4. ¡Id a re-crear! ¡A los nuevos areópagos!
El mal es repetitivo, acostumbrado, entrópico, tiende a la parálisis. Hay veces en que el mal y sus malos espíritus encuentran en la vida religiosa un medio enormemente favorable.
Tener un alma acostumbrada
«Hay algo peor que tener un alma perversa; y es tener un alma acostumbrada»; eso decía Péguy y tenía mucha razón. Una vida religiosa rutinaria, autómata, unos ministerios apostólicos repetitivos, llenos de tópicos, ritualistas, unos religiosos más preocupados por la comida o por la salud que por cualquier otra cosa, sin pasiones, sin sueños, sin grandes virtudes y sin grandes vicios, ¿pueden sentirse habitados por el Viento impetuoso de Dios? ¿Pueden hablar con verdad de que tienen la impronta consecratoria del Espíritu Santo?
Si con este criterio de la creatividad evaluáramos muchas de nuestras obras, actividades, instituciones, personas, ¿qué resultado obtendríamos? Al hablar de creatividad no me estoy refiriendo a la creatividad meramente formal, que transforma la apariencia pero no llega nunca a la sustancia. Entiendo la creatividad como auténtica creación, dentro de lo que a los humanos nos es concedido. Me refiero a la creatividad espiritual, artística, científica, técnica, social, afectiva, relacional. El Dios Creador nos hace creado para seamos «creadores». A cada uno ha concedido un carisma creativo. Por eso, se habla también de la fidelidad creativa: se es fiel, cuando se crea el futuro; se es generoso, cuando se general el futuro.
Liberar los carismas y crear
El Espíritu nos lleva a todos los talleres del mundo en los que se construye lo nuevo. El sínodo sobre la vida consagrada los llamó «nuevos areópagos». Ayudó nuestra imaginación apuntándonos hacia el areópago de la cultura, de los medios de comunicación, de la educación. Para que esto sea cada vez más posible en la vida religiosa necesitamos también introducir notables cambios en nuestra forma de entender las cosas. Creo que no necesitamos superiores líderes, sino superiores mecenas. Entender la autoridad en la vida religiosa como liderazgo nos ha llevado a muchísimas decepciones, porque son pocos los elegidos que en realidad tengan ese carisma. Están situados en sitios oficiales de liderazgo frecuentemente personas que tratan de serlo más por voluntarismo que por vocación. Los resultados están ahí. La relación anodina e irrelevante con quienes nos dirigen y el individualismo galopante que se va apoderando de nuestros grupos.
Decía, sin embargo, que necesitamos superiores mecenas. En este sentido los papas y obispos del renacimiento nos resultan ejemplares. Algunos de ellos no se hicieron famosos por su liderazgo, sino porque potenciaron los carismas de los otros. Fueron los grandes mecenas del Re-nacimiento. El re-nacimiento en la vida religiosa se producirá también de forma parecida. ¿Para qué un liderazgo admirable sin seguidores? ¿Para qué excelentes libretos sin artistas? ¿Para qué magníficos esquemas de juego, si los jugadores no dan para más? ¿Para qué documentos y programas de gobierno, si «no hay más cera que la que arde?
Lo probable, sin embargo, es que haya más cera de la que arde; lo que ocurre es que algunos sólo cuentan con sus ideas; sólo pretenden llevar adelante «su» modelo de misión, de comunidad, de institución. Y cuando eso es así, sobre mucha cera. Hay líderes demasiado pagados de sus ideas, de sus proyectos. Y necesitamos mecenas. Son aquellos hombres o mujeres, que disciernen dónde actúa el Espíritu. Que no apagan la mecha humeante, ni quiebran la caña cascada. Son aquellos que saben esperar; que creyendo, crean a los demás. La emergencia de una persona creativa no es un foco de individualismo, sino a la larga, de transformación y animación del grupo.
La Lluvia y el Viento de Dios desean que todas las semillas nazcan, se desarrollen, lleguen a sazón. Hay que estar dispuesto a atender lo que el Espíritu, que nos da los nuevos dones, parece querer. No debemos quemar en viejas instituciones carismas nuevos. No hemos de sacrificar la creatividad en pro de la conservación. Si hay que acabar con lo viejo, se acaba. Los mecenas, se convierten entonces en estrategas del cambio, en mayéutas de la nueva vida.
Nuevos areópagos
Veo futuro a la vida religiosa de los nuevos areópagos. Pero creo necesario, favorecer una cultura de creatividad, de afirmación de los carismas individuales. No hay que tener miedo al individualismo. Cuando más individualistas nos hacemos, es cuando menos reconocidos y valorados nos sentimos. Es el mecanismo de defensa propio de quienes se ven atacados. Pero la valoración carismática de unos y otros multiplica la ilusión, estimula la imaginación profética y la colaboración a todos los niveles.
Sólo en un medio de creatividad se producen las auténticas reformas, renovaciones, o refundaciones que nos parecen hoy más que necesarias.El Espíritu sopla y necesita espacios abiertos, confianza, fe.
El Espíritu nos envia a recrear, redimir, refundar la Iglesia en cada momento. Todo en la Iglesia está bajo el primado de la acción del Espíritu. El es Espíritu de la Verdad, Espíritu consolador, Espíritu Creador.
El Espíritu es, ciertamente, el alma de la Iglesia, de nuestras comunidades. Quien las anima permanentemente haciendo de ellas ámbitos de la nueva creación, laboratorios de la posible salvación del mundo. La cerrazón al Viento de Dios paraliza todo, introduce el rigorismo y la rigidez, llena el campo de aridez e infertilidad, mata. No nos basta haber sido fundados por un hombre o una mujer proféticos. Todo en la vida religiosa está llamadado a ser fundación continuada (fundatio continuata), fundación e institución continuadas por obra del Espíritu.
5. Llevad Amor al mundo: Caritas missa est! (¡la Caridad ha sido enviada!)
El Fuego de Pentecostés quiere abrasar a todo el mundo, porque «tanto amó Dios al mundo…». Salir del Cenáculo es convertirse en una tea humana que incendia a todo el mundo en el fuego del amor. Del Cenáculo se sale impactado por el mandamiento del amor: «Amaos… como yo os he amado».
El Fuego penetra primero en el alma de los comensales del Cenáculo: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo… Infundiré mi espíritu en vosotros y haré que viváis» (Ez 36, 24-28). Ez 36,27 atestigua clarísimamente que el nuevo espíritu del hombre es el espíritu de Dios. La finalidad del don del espíritu es la nueva comunidad («Os daré un corazón nuevo -un nuevo centro vital- que centre). Ez 36 sobrepasa la promesa del nuevo pacto en Jer 31,31-34 por el hecho de que en Ezequiel el Espíritu mismo aparece como don salvífico. La añadidura de Ez 39,29 («No ocultaré más mi rostro ante ellos; porque he derramado mi espíritu sobre la casa de Israel») sirve de enlace entre Ez 37,14 y 36,27 y preludia con su terminología a Joel 3,1-5, donde se prometerá la efusión del Espíritu sobre todo Israel, toda carne, todas las naciones.
A través de los comensales del Cenáculo -¡abiertas las puertas y enviados!- el Espíritu se derrama sobre toda carne, como el agua, como un viento impetuoso o una llamarada de fuego. Es un amor apasionado, generativo. Arde en el cuerpo de Cristo y añade constantemente nuevos miembros al cuerpo de Jesús. Es creador de lazos, inspirador de contextos, germen de comunidades. El Espíritu tiende puentes entre los abismos que se dan entre nosotros. Está con los de derechas e izquierdas, los de arriba y los de abajo, con los niños y los ancianos: no se puede olvidar que el Espíritu recayó al principio sobre paganos y que lanzó a piadosos israelitas, contra su voluntad, al mundo (Hech 10, 19-20.44).
El Espíritu es un movimiento poderoso que actúa dentro del corazón de los fieles, en aquel centro profundo donde el ser humano nace al amor. El primer fruto del Espíritu es el amor, acompañado de alegría, paz, bondad, benignidad (Gal 5,22). El Viento de Dios es «como la respiración del mundo» (E. König). El Espíritu crea una casa de iguales, de hermanos y hermanas. Donde él habita allí está la vida, la fuerza de la nueva creación. Toda auténtica comunidad o comunión de diferentes en el amor revela que allí hay espíritu, Espíritu.
La ola de Amor que nace del Cenáculo invade la tierra. Ite, Missa est. Podríamos traducir: «¡Id! Amor ha sido enviado». Haced que circule por todo el mundo. Cread la gran red del Amor. La red católica en la que nadie es excluído.
Es bellísimo que el Concilio iniciara su reflexión sobre la vida religiosa con estas dos palabras «Perfectae Caritatis». Podemos estar más o menos de acuerdo con las explicaciones que se han dado de nuestra identidad teológica en el pasado. Pero hay algo que siempre se ha dado por supuesto. Es que nuestra vocación es vocación al amor, al amor que es gracia, charis, caritas. Que si en alguna ocasión nos hemos sobrevalorado sobre las demás formas de vida, ha sido porque reivindicábamos para nosotros la tendencia a la perfección del amor. No entro en si hemos acertado o no; en si la forma de educar nuestra vivencia de los votos ha sido planteada desde la ecología del amor. De lo que no cabe duda es que la tendencia a la caridad, siempre más pura, más generosa, más creativa, más expansiva, es el sueño que en nosotros ha sembrado el Espíritu Creador.
Toda misión, todo servicio, toda actividad, tiene un único objetivo: ¡amar!
6. Conclusión
Salir del Cenáculo después de haber celebrado en él la Cena, después de la oración comunitaria y la explosión del Espíritu es la obediente respuesta al mandato conclusivo: Ite Missa est! ¡Qué fecunda es la interioridad del Espíritu, cuando se lanza a la exterioridad! Los movimientos introverso y extroverso del Espíritu son la sístole y la diástole del Corazón de la Trinidad, del Corazón del Universo.También María, tras el Pentecostés de la Anunciación fue enviada y se puso en camino. Se convirtió en María de la Visitación.
La vida consagrada asume el rostro de la Visitación tras cada eucaristía en el Cenáculo de la comunidad. Lo importante para ella no es el mesianismo iluso de quien en algún momento piensa que trae la salvación, ni la decepción realista de quien sabe que cualquier esfuerzo parece absolutamente vano. No tenemos vocación de protagonistas y salvadores. Somos minoría. Hemos de vivir en estado de minoridad. Pero eso, no nos impide ejercer el ministerio de la visitación, de la presencia, de la animación, del entusiasmo.
Sí, hemos de salir. Y no solo las comunidades apostólicas. También las comunidades contemplativas. Ellas pueden y deben abrir las ventanas del Cenáculo y desde ellas -como María- contemplar el mundo, interceder por el mundo y volar -como Teresa del Niño Jesús- hacia cualquier misión, hacia cualquier urgencia y hacerse presentes con la solidaridad, el amor, la compasión. Las comunidades contemplativas han de liberar también los carismas de las hermanas para la creatividad cultural, espiritual. Esos cenáculos liminales son fuentes en medio del camino, mesas puestas para tomar el alimento de la vida, lugares para la hospitalidad del Dios peregrino, enfermo, pobre, inmigrante, despedido.
«Ite, missa est¡». Salgamos y carguemos con su oprobio, que el Reino llega y debemos estar allí donde nace. El Viento del Espíritu, la santa Ruah del Abbá y de Jesús lo hará todo. Dejémonos llevar.