Frecuentemente, cuando estoy escuchando a alguien que canta en vivo o en televisión, cierro los ojos para tratar de oír la canción de modo que no deje que la interpretación del cantante se interponga a la canción. Una canción puede perderse en su interpretación; ciertamente, la interpretación puede cambiar de modo que la canción quede reemplazada por el cantante.
Cuando alguien está actuando en vivo -sea en un escenario, en un aula, en un podio o en un púlpito- siempre se dará una combinación de tres cosas. El orador tratará de impresionar a los demás con su talento; tratará de hacer comprender su mensaje; y (consciente o inconscientemente) tratará de canalizar algo verdadero, bueno y bello por su propia causa. Metafóricamente, hará el amor consigo mismo, hará el amor con la audiencia y hará el amor con la canción.
Es el tercer componente -hacer el amor con la canción- lo que contribuye al gran arte, gran retórica, gran enseñanza y gran predicación. La grandeza se sitúa aparte aquí porque lo que llega es “la canción” más bien que el cantante, el mensaje más bien que el mensajero, y la empatía del artista más bien que su ego. Entonces, la audiencia es atraída a la canción más bien que al cantante. Los buenos cantantes atraen a la gente hacia la música más bien que a sí mismos; los buenos maestros atraen a los estudiantes hacia la verdad y el aprendizaje más bien que a sí mismos; los buenos artistas atraen a la gente hacia la belleza más bien que a la adulación, y los buenos predicadores atraen a sus asambleas hacia Dios más bien que a la alabanza de sí mismos.
Por supuesto, no es fácil hacer esto. Todos somos humanos, y nuestra audiencia también. Ninguna audiencia te respeta a no ser que muestres talento, creatividad e inteligencia. Siempre hay una tácita presión sobre el cantante, el orador, el maestro y el predicador, desde dentro y desde fuera. Desde dentro: ¡No quiero defraudar! ¡No quiero quedar mal! ¡Necesito destacar! ¡Necesito mostrarles algo especial! Desde fuera, desde la audiencia: ¡Qué tienes! ¡Muéstranos algo! ¿Eres digno de mi atención? ¿Eres brillante? ¿Eres aburrido? Sólo la persona más madura puede verse libre de estas presiones. De esta suerte, la canción se pierde fácilmente en el cantante, el mensaje en el mensajero, la enseñanza en el maestro y el mensaje de Dios en la personalidad del predicador.
Como maestro, predicador y escritor, admito mi propia larga lucha con esto. Cuando al principio empieces a enseñar, será mejor que impresiones a tus estudiantes; de lo contrario no tendrás su atención ni respeto por mucho tiempo. Lo mismo con la predicación. La asamblea está siempre clasificándote, y será mejor que estés a la altura; de lo contrario ninguno te escuchará. Además, a no ser que tengas una autoimagen excepcionalmente fuerte, serás un perenne prisionero de tus propias inseguridades. Nadie quiere parecer malo, estúpido, desinformado o dejarse ver como carente de talento. Todos quieren parecer buenos.
También, no menos, aún está tu ego (y su fuerza nunca puede ser subestimada). Quiere captar la atención y la admiración para sí más bien que para lo que es verdadero, bueno y bello. Para el mensajero siempre existe la tentación de estar más interesado en impresionar a los demás que en tener el mensaje transmitido con pureza y verdad. La sutil -pero poderosa- tentación que hay en todo cantante, maestro, orador, predicador o escritor es atraer a la gente hacia sí mismos más bien que a la verdad y belleza que están tratando de canalizar.
Yo lucho con esto en cada clase que doy, cada artículo o libro que escribo y cada vez que presido en la liturgia. Sin embargo, no pido disculpa por esto. Es la lucha innata en todo esfuerzo creativo. ¿Estamos tratando de atraer a la gente a nosotros mismos, o estamos tratando de atraerlos a la verdad, a la belleza, a Dios?
Cuando doy una clase, ¿cuánto de mi preparación y energía está motivado por un genuino interés en favor de los estudiantes y cuánto motivado por mi necesidad de parecer bien, impresionar, tener una reputación de buen maestro? Cuando escribo un artículo o un libro, ¿estoy de hecho tratando de proporcionar profundidad y comprensión a los demás, o estoy pensando en mi estatus como escritor? Cuando presido en la misa y predico, ¿es mi verdadera motivación canalizar un ritual sagrado de un modo en el que mi propia personalidad no se interponga? ¿Es guiar a la gente adentro de la comunidad unos con otros y decrecer yo de modo que Cristo pueda crecer?
No hay una respuesta simple a esas preguntas, porque no puede haberla. Nuestra motivación es siempre menos que plenamente pura. Además, no pretendamos ser robots unívocos sin personalidades. Nuestras únicas personalidades y talentos fueron dados por Dios precisamente como dones para ser usados en beneficio de los demás. No obstante, hay una clara señal de aviso. Cuando el foco de la audiencia está más sobre nuestras personalidades que sobre la canción, probablemente estamos haciendo el amor más con nosotros mismos y nuestros admiradores que con la canción.