En el primer volumen de su autobiografía, “Bajo Mi Piel”, Doris Lessing comparte esta historia: Durante su matrimonio con Gottfried Lessing, ambos llegaron a ver con claridad, en un momento dado, que sencillamente eran incompatibles como pareja, como marido y mujer, y que al fin tendrían que buscar el divorcio. Sin embargo, por razones prácticas, decidieron vivir juntos, como amigos, hasta que los dos pudieran trasladarse a Inglaterra. En ese momento pedirían el divorcio. Su matrimonio estaba acabado, pero inesperadamente su amistad comenzó a crecer. Habían aceptado su incompatibilidad como un hecho, y como algo que no requería resentimiento por parte de ninguno de los dos. ¿Por qué estar enfadado con alguien simplemente porque él o ella siente y piensa de modo diferente al nuestro?
Una noche, cuando estaban ambos acostados en la misma habitación, en camas separadas, ambos fumando y sin poder dormir, Gottfried le dijo a ella: “Esta clase de incompatibilidad nuestra es una desgracia, más que un crimen”. Esa idea ciertamente indica madurez: Ser incompatible no es ni crimen ni pecado; es sólo una desgracia, un infortunio.
Ojalá pudiéramos nosotros en nuestra vida diaria apropiarnos esa verdad, porque, en ella hay encerrado un importante reto emocional, intelectual, moral y religioso. Gastamos demasiado tiempo y energía enfadados y frustrados unos contra otros a causa de algo que básicamente no podemos ni controlar ni cambiar. Nuestras diferencias personales, por mucho que a veces nos frustren y pongan a prueba nuestra paciencia, no son crimen, ni pecado; o incluso, de hecho tampoco son (casi nunca) culpa de nadie. No necesitamos culpar a nadie, enfadarnos con nadie, o tener resentimiento con nadie porque sea diferente de nosotros, por más que esas diferencias nos separen, nos dejen frustrados y prueben nuestra paciencia y comprensión.
No deberíamos echarnos la culpa ni molestarnos unos a otros por ser diferentes. Sin embargo eso es lo que casi siempre hacemos. Nos molestan los otros, especialmente los más cercanos a nosotros en nuestra familia, en nuestras iglesias y en nuestros lugares de trabajo, porque son diferentes de nosotros, como si ellos tuvieran la culpa de esas diferencias. Pero es extraño: qué pocas veces cambiamos esa actitud y nos echamos la culpa a nosotros mismos. Por lo general culpamos a alguien o a algo. La incompatibilidad dentro de las familias, dentro de los círculos eclesiales y profesionales, rara vez ayuda a producir respeto y amistad, como en el caso de Gottfried y Doris Lessing. Lo contrario es más bien cierto. Nuestras diferencias generalmente se convierten en fuente de división, ira, resentimiento, amargura y recriminación. Sin duda le echamos la culpa a la otra persona por la incompatibilidad, como si fuera una falta moral o una separación intencionada.
Desde luego, algunas veces, puede ocurrir eso con toda razón. La infidelidad o hasta la sencilla pereza y la falta de esfuerzo en una relación carcomen la armonía e introducen obstáculos insuperables a la comprensión y a la compatibilidad. Una aventura amorosa con alguien que no es tu pareja puede ayudar a desencadenar muy rápidamente incompatibilidad en tu matrimonio. En tal caso, no sería correcto decir: “Esto es simplemente una desgracia, un infortunio”. Hay ahí alguien culpable. Sin embargo, muchas de las diferencias que nos separan son, la mayoría de las veces, según las palabras de Gottfried Lessing, un infortunio, no un crimen.
¿A quién echar el sambenito? ¿Quién tiene la culpa? Si hay que culpar a alguien, ¿culparemos acaso a la naturaleza y a Dios?
¿Podemos acaso culpar a la naturaleza por su carácter pródigo, por su impresionante abundancia, por su asombrosa variedad, por sus billones de especies, por sus desconcertantes diferencias dentro de las mismas especies y por su proclividad a darnos novedad y color por encima de toda imaginación? ¿Podemos echarle la culpa a Dios por colocarnos en un universo cuya magnitud, diversidad y complejidad aturden, tanto al entendimiento como a la imaginación? Nuestro universo está todavía creciendo en tamaño y en variación, con su sola constante: el cambio.
Parecería que Dios y la naturaleza no creen en la simplicidad, uniformidad, sosería e igualdad. No nacemos a este mundo como procedentes de una cinta transportadora, como coches saliendo de una fábrica en cadena. La infinita combinación de accidentes, circunstancias, oportunidades y providencia que conspiran para completar nuestro DNA, específico e individual, es demasiado compleja para poderse calcular jamás o aun para imaginarla en concreto.
Pero “echar la culpa” no es el verbo propio aquí, aun cuando en nuestras frustraciones por nuestras diferencias tenemos la sensación de que tenemos que echar la culpa a alguien. No habríamos de culpar a Dios y a la naturaleza por proveernos con tanta riqueza, por colocarnos en un mundo con tanto color y variedad, y por modelar nuestras personalidades de forma tan profunda y compleja. ¡Qué aburrida sería la vida si la novedad, la variedad y la diferencia nunca nos confrontaran! ¡Qué aburrido sería el mundo si todo fuera del mismo color, si todas las flores fueran del mismo tipo y si todas las personalidades fueran idénticas a las nuestras. Pagaríamos un alto precio por esa paz y comprensión demasiado fáciles, como resultado de esa uniformidad.
Gottfried Lessing era agnóstico y marxista, no amigo fácil del cristianismo. Pero nosotros (que nos comprometemos por nuestro bautismo a la comprensión, a la empatía, al perdón y a la construcción de la paz) deberíamos sentir el fuerte y saludable reto de la idea y percepción de Gottfried: El hecho de ser incompatible no es ni crimen ni pecado. ¡Es sólo una desgracia, un infortunio!
Traducido por Carmelo Astiz, cmf