En su autobiografía, “Informe al Greco”, Nikos Kazantzakis recoge una conversación que tuvo una vez con un anciano monje. Kazantzakis, joven por entonces, estaba visitando un monasterio y le interesó mucho tratar con un afamado asceta, el P. Makarios, que vivía allí. Pero una serie de visitas hechas al anciano monje le dejaron con algunos sentimientos ambivalentes. El austero estilo de vida del monje produjo cierto romanticismo religioso en Kazantzakis, pero, a la vez, también le repelió; él quería el romanticismo, pero de una manera más agradable. Aquí está su conversación, tal como Kazatzakis la registra:
“La suya es una vida dura, Padre. Yo también quiero salvarme. ¿No hay otro modo de conseguirlo?”
“¿Más agradable?, preguntó el asceta, sonriendo con compasión.
“Más humana, Padre”.
“Una, sólo una”.
“¿Cuál?”
“La subida. Ascender una serie de peldaños. Del estómago lleno, al hambre; de la garganta satisfecha, a la sed; del gozo, al sufrimiento. Dios de sienta en la cima del hambre, la sed y el sufrimiento; el diablo se sienta en la cima de la vida regalada. Elige.”
“Yo soy joven todavía. El mundo es bello. Tengo tiempo para elegir.”
Tendiendo la mano, el anciano monje me tocó la rodilla y dijo:
“Despiértate, hijo mío. Despiértate antes de que la muerte te despierte a ti.”
Me encerré en mí mismo y repetí:
“Yo soy joven todavía.”
“A la muerte le gustan los jóvenes”, replicó el anciano monje. “Al infierno le gustan los jóvenes. La vida es como una candela encendida, fácilmente extinguible. ¡Ten cuidado, despiértate!”.
¡Despiértate! Despiértate antes de que la muerte te despierte a ti. En una expresión menos dramática, eso es un virtual Leitmotiv en los Evangelios. Jesús siempre está diciéndonos que despertemos, que estemos vigilantes, que estemos más despiertos a una realidad más profunda. ¿Qué se quiere decir con eso? ¿Cómo estamos dormidos de muerte? ¿Cómo estamos alerta y permanecemos despiertos?
¿Cómo estamos dormidos? Todos nosotros sabemos qué difícil nos es estar dentro del momento presente, no estar dormidos a la verdadera riqueza que hay dentro de nuestras vidas. Las distracciones y preocupaciones de la vida diaria tienden de tal manera a consumirnos que habitualmente damos por hecho lo que nos es más preciado, nuestra salud, el milagro de nuestros sentidos, el amor y la amistad que nos envuelven y el regalo de la vida misma. Caminamos cada día por nuestras vidas no sólo faltos de reflexión y gratitud sino también con un habitual toque de resentimiento, “una crónica y gris depresión”, que llama Robert Moore. Estamos muy dormidos para Dios y para nuestras propias vidas.
¿Cómo nos despertamos? Hoy en día, hay una rica literatura que nos ofrece toda clase de avisos sobre cómo entrar en nuestro momento presente de modo que despertemos a la profunda riqueza que hay dentro de nuestras vidas. Mientras gran parte de esta literatura es buena, poca de ella es de verdad efectiva. Eso nos invita a vivir cada día de nuestras vidas como si fuera el último, pero no podemos hacerlo sin más. Es imposible mantener esa especie de intencionalidad y conciencia por un largo periodo de tiempo. La conciencia de nuestra mortalidad nos despierta, como hace un choque, un ataque de corazón o un cáncer; pero esa elevada conciencia es más fácil de sostener durante una pequeña época de nuestras vidas que durante veinte, treinta, cuarenta o cincuenta años. Nadie puede mantener esa clase de conciencia todo el tiempo. Ninguno de nosotros puede vivir setenta u ochenta años como si cada día fuera el último. ¿O sí?
La sabiduría espiritual ofrece aquí una respuesta matizada: “¡Podemos y no podemos!”. Por una parte, las distracciones, preocupaciones y presiones de cada día de la vida tendrán invariablemente su influencia sobre nosotros y, de hecho, nos dormiremos a lo que es más profundo y más importante de nuestra vida interior. Pero es por esta razón por lo que las mayores tradiciones espirituales tienen rituales diarios diseñados precisamente para despertarnos del sueño espiritual, a semejanza de un reloj despertador que nos desvela del sueño físico.
Por esta razón necesitamos empezar cada día orando. Lo que sucede si no oramos en una determinada mañana, no es que incurramos en la cólera divina, sino más bien que tendemos a perder la mañana, gastando las horas hasta el mediodía caídos en la trampa de cierta somnolencia del corazón. Lo mismo se puede decir a propósito de las comidas. No disgustamos a Dios por no centrarnos primero en dar las gracias por los alimentos, pero pasamos por alto la riqueza de lo que estamos haciendo. La oración litúrgica y la Eucaristía tienen el mismo propósito, entre sus otras finalidades. Nos dan a entender, normalmente, la llamada a salir de cierto sopor.
Ninguno de nosotros vive cada día de su vida como si ese fuera el último. Nuestros pesares, dolores de cabeza, distracciones y ocupaciones nos llevan invariablemente al sueño. Eso es perdonable; es lo que significa ser humanos. De igual manera, aseguraríamos que tenemos rituales espirituales regulados, relojes despertadores espirituales para empujarnos a que nos despertemos de nuevo, de modo que no suframos un ataque de corazón, un choque, un cáncer o la muerte para despertarnos del todo.