Un amigo mío me contaba esta historia suya personal. Cuando niño, en los años 1950, la pulmonía lo abatió. Su familia vivía en un pueblecito que no tenía ni hospital ni siquiera médico. Su padre tenía un trabajo que aquella semana le obligó a alejarse de la familia. Su madre se quedó sola en casa, sin teléfono y sin vehículo. Amedrentada y sin recurso alguno se acercó a su hijo encamado, se arrodilló al pie de la cama, prendió con alfileres en el pijama del niño una medalla de santa Teresita de Lisieux, y le rezó a la santa más o menos en estos términos: “Te confío a mi hijo; espero hagas que se mejore. Voy a quedarme aquí de rodillas hasta que le baje la fiebre”.
Los dos, mi amigo y su madre, por fin cayeron rendidos y se durmieron, él en su cama y ella arrodillada al pie de la misma. Cuando se despertaron, la fiebre del niño había desaparecido.
Mi amigo compartía conmigo esta historia no para pretender que hubiera ocurrido una especie de milagro (aunque, ¿quiénes somos nosotros para juzgar?). Él me la contaba para subrayar un punto diferente, a saber, cómo su madre, en una situación de fragilidad e impotencia, se pone de rodillas y se vuelve a Dios como por instinto natural; y cómo hoy, por el contrario, no recurrimos a esa clase de respuesta como instinto propio y natural. Hoy en día muy pocos de nosotros haríamos lo que hizo la buena madre de mi amigo frente a este tipo de situación.
¿Por qué no? Porque nuestra personalidad ha cambiado. El filósofo e intelectual canadiense Charles Taylor, en su excelente libro “Una Era Secularizada”, describe cómo, mientras nuestro mundo se ha secularizado más, hemos pasado cada vez más de ser personalidades porosas a ser personalidades herméticas o impermeables.
Por una parte, tenemos una personalidad POROSA cuando nuestra conciencia cotidiana vive con ansiedad y temor frente a amenazas que nos llegan de la naturaleza o de otro origen cualquiera (enfermedades, muerte, epidemias, tormentas, sequías, terremotos, tormentas eléctricas con rayos y truenos, guerras, malos espíritus de otros mundos, maldiciones de personas malévolas, mala suerte, amenazas de todo tipo). Contra estas amenazas nuestra defensa más importante –y con frecuencia la única– es el poder que nos viene del otro mundo (Dios, ángeles, santos, antepasados, espíritus benignos, hadas, genios). Nuestra personalidad es porosa cuando se vuelve frágil por amenazas que sólo poderes que nos sobrepasan pueden en última instancia apaciguar. Todos los recursos humanos, dentro y alrededor de nosotros, se perciben como inadecuados e incapaces de ofrecer seguridad a nuestra vida. Forma también parte de esta creencia el hecho de que el mismo mundo natural está lejos de ser sólo natural. En cambio, hay un mundo encantado en el que, bajo la superficie, acechan espíritus de todo tipo, buenos y malos; y por eso, lidiar con la vida significa no sólo ocuparse de las cosas físicas, sino también de los espíritus, buenos y malos, que, agazapados dentro y detrás de las cosas, se interfieren con la vida y pueden o bendecirnos o echarnos su maldición. Aún recuerdo cómo yo mismo, cuando niño, me rociaba con agua bendita, buscando protección y seguridad, en medio de tormentas eléctricas, envuelto en truenos, relámpagos y rayos… ¡Yo tenía, entonces, una personalidad porosa!
Por otra parte, una personalidad IMPERMEABLE O HERMÉTICA es aquella en la que la conciencia vive cada día en lo que Taylor atinadamente llama un “humanismo autosuficiente”. Este humanismo autosuficiente cree que estamos esencialmente capacitados para manejar la oscuridad y las amenazas de la vida y que no existen fantasmas o espíritus, ni buenos ni malos, merodeando bajo la superficie de las cosas. Sólo existe lo que vemos con nuestros ojos, y eso es todo – y basta; punto. No necesitamos ayuda de otro mundo. En el humanismo autosuficiente no te rocías con agua bendita durante las tormentas eléctricas; tú estás a salvo detrás de una ventana segura, gozando de balde de fantásticos fuegos artificiales.
Pero esta falta de temor no es necesariamente algo malo. Es una ilusión, desde luego. Pero, aun así, Dios no quiere que vivamos domeñados por el miedo. La palabra “Evangelio”, después de todo, significa “Buena Noticia”, no agobiante amenaza. Jesús se encarnó en este mundo para liberarnos de un miedo falso.
Pero, dicho esto, la creencia de que somos autosuficientes es una ilusión peligrosa y una inmadurez abrumadora. Al fin y al cabo, no estamos a salvo de tormentas eléctricas y de enfermedad, por muy seguras que parezcan nuestras ventanas y excelentes nuestros doctores. Pensar que somos autosuficientes es ser ingenuos, es una falsa ilusión, es vivir bajo una capa de encantamiento. No tenemos todo bajo control. Además, se da inmadurez al creernos mucho más avanzados y libres que nuestros abuelos, que temían a los truenos y rayos y prendían con alfileres medallas religiosas en el pijama de los hijos enfermos. Su miedo inspiraba una virtud muy importante. Esa virtud tal vez fuera forzada y obligada, pero era auténtica. ¿De qué virtud se trata? De la gratitud.
El gran sociólogo y educador americano Robert Bellah consideró una vez cómo la comunidad y la religión tienden a crecer con fuerza al interior de comunidades inmigrantes y nos desafiaba a nosotros, pos-inmigrantes, a volvernos “intra-inmigrantes” (inmigrantes hacia adentro). Lo mismo ocurre también aquí. Es necesario entrar en contacto con nuestro “yo-mismo poroso profundo”, es decir, con nuestra fragilidad profunda, nuestra impotencia e indefensión, nuestra poca sustancia y nuestra falta de autosuficiencia.
Y el propósito de este proceso no es infundir miedo, sino gratitud. Solamente nos ponemos de rodillas con gratitud –ya estemos alegres o tengamos miedo– cuando nos percatamos de que no podemos tener todo bajo control y de que nuestra vida y nuestra seguridad están en las manos de un poder grande, y a la vez cariñoso, que nos sobrepasa.