La piedad es enemiga del humor, al menos cuando algo que no llega a ser piedad se enmascara de piedad. He aquí un ejemplo: Una vez, conviví en una comunidad con un hombre excesivamente serio que, tras contar alguien un chiste poco decente, nos traía al orden con la pregunta: “¿Contaríais un chiste como ese ante el Santísimo Sacramento?” Eso no solo deshinchaba el chiste y a su relator, sino que también hacía desaparecer la animación del lugar.
Hay una respuesta que me habría gustado haber dado a su pregunta; es un chiste que mi maestro de novicios oblato solía contar y cuya ironía muestra la falsa piedad. El chiste dice así: Una joven estaba a punto de casarse, y su familia no podía disponer de un local para la recepción de la boda. El párroco les ofreció generosamente el vestíbulo de la entrada a la iglesia y les dijo que podían traer una tarta y organizar allí una recepción. El padre de la novia preguntó si podían traer también algún licor. “De ninguna manera”, respondió el sacerdote, “¡no es procedente beber licor en una iglesia!” “Pero”, protestó el padre de la novia, “Jesús bebió vino en la fiesta de las bodas de Caná”. “¡Pero no ante el Santísimo Sacramento!”, replicó el sacerdote.
Por supuesto que el humor puede ser impío, torpe, ofensivo, sucio; pero, cuando ese es el caso, la improcedencia normalmente consiste más en la estética que en el contenido del chiste. Un chiste no es ofensivo porque trate sobre sexo, o religión, o cualquier otra cuestión de carácter sagrado. El humor es ofensivo cuando cruza una línea en materia de respeto, gusto o estética. El humor es ofensivo cuando es mala arte. La mala arte cruza una línea en materia de respeto, tanto sea en relación a su audiencia como a su tema. Lo que puede hacer que un chiste resulte ofensivo o sucio es cuándo se cuenta, o cómo se cuenta, o a quién se cuenta, o el tono en que se cuenta, o la carencia de sensibilidad para con lo que se cuenta, o el color del lenguaje en que se está contando. Si se puede contar o no ante el Santísimo Sacramento, no es ningún criterio. Si un chiste no debiera contarse ante el Santísimo Sacramento, tampoco debería contarse ante nadie. No hay dos patrones de ofensa.
No obstante, la mala piedad es enemiga del humor. Es también enemiga del vivir vigoroso y terrenal. Pero ese es solo el caso para la mala piedad, no para la piedad genuina. La piedad genuina es uno de los frutos del Espíritu Santo y es una saludable reverencia ante toda manifestación de vida. Pero es una reverencia que, mientras sea saludablemente respetuosa, no es ofendida por el humor (aun el humor vigoroso y terrenal) contando con que el humor no sea estéticamente ofensivo; es algo semejante a la desnudez, que resulta saludable en el arte, mientras en la pornografía es ofensiva.
La falsa sensibilidad que se enmascara de piedad priva también de humor a toda espiritualidad, excepto a la forma más piadosa. Al hacer eso, en efecto, presenta a Jesús, a María y a los santos como carentes de humor, y así no del todo humanos ni saludables. Uno de nuestros mentores de nuestro noviciado oblato nos dijo, cuando éramos jóvenes novicios, que no hay un solo incidente relatado en la escritura donde Jesús aparezca riendo alguna vez. Nos lo dijo para amortiguar nuestra natural, juvenil y alborotada energía, como si esto fuera de alguna manera un impedimento para ser religiosos.
La energía humorística no es un impedimento para ser religioso. Al contrario. Jesús es dechado de todo lo que es saludablemente humano; y él, sin duda, fue una persona humana plenamente saludable, vigorosa y grata, y ninguna de esas palabras (saludable, vigorosa, grata) se le aplicaría si no hubiera tenido un sentido de humor saludable, verdaderamente terrenal.
Durante quince años enseñé un curso titulado La Teología de Dios a seminaristas y otros que se preparaban para el ministerio. Trataba de recorrer todas las bases requeridas que se pidieron en el currículo: revelación bíblica, intuiciones patrísticas, enseñanzas de las normativas eclesiales y aspectos especulativos de los teólogos contemporáneos. Pero, dentro de todo esto, como el tema recurrente de una ópera, indicaba a los estudiantes esto: En toda vuestra predicación y enseñanza y prácticas pastorales, cualquier cosa que sea, tratad de no hacer que Dios parezca estúpido. Tratad de no hacer que Dios parezca ininteligente, tribal, despreciable, rígido, nacionalista, enfadado ni temeroso. Cada homilía, cada enseñanza teológica, cada práctica eclesial y cada práctica pastoral refleja en definitiva una imagen de Dios, querámoslo o no. Y si hay algo no saludable en nuestra predicación o prácticas pastorales, el Dios que lo apoya también aparecerá como no saludable. Un Dios saludable no apuntala una teología, eclesiología ni antropología malsana.
De aquí se deduce que, si hablamos de un Jesús carente de humor, que se ofende por la terrenidad de la vida, que se encuentra incómodo oyendo la palabra sexo, que retrocede ante el lenguaje poco decente y que tiene reparo en sonreír y reír la ironía, el ingenio y el humor, obligamos a Jesús a aparentar que es rígido y tenso, remilgado, y no la persona junto a la que querríais sentaros a la mesa.
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