Soren Kierkegaard escribió una vez que el texto del Evangelio con el que se identificaba vivamente era el relato de los discípulos, después de la muerte de Jesús, en que se encerraban por miedo en la habitación superior de una casa; y luego, experimentaban que Jesús entraba, con las puertas cerradas, para infundir sobre ellos la paz. Kierkegaard quería que Jesús hiciera eso por él: atravesar sus puertas cerradas -su resistencia- e infundirle la paz.
Esa imagen de puertas cerradas es una de las dos imágenes particularmente interesantes en la historia de la primera Pascua. La otra es la imagen de la “enorme piedra” que sepultó al Jesús enterrado. Estas imágenes nos recuerdan lo que con frecuencia nos separa de la gracia de la resurrección. A veces, para que esta gracia nos encuentre, alguien tiene que “correr la piedra” que nos sepulta y, en ocasiones, la resurrección tiene que venir a nosotros “estando las puertas cerradas”.
Primero, a propósito de la “piedra”:
Los Evangelios nos dicen que, a primera hora de la mañana de Pascua, tres mujeres iban camino de la tumba de Jesús con intención de embalsamar su cuerpo con aromas, pero estaban preocupadas por cómo correrían la pesada piedra que cerraba la entrada de su tumba. Se preguntaban entre sí: “¿Quién nos correrá la piedra?”
Bueno, como sabemos, la piedra ya había sido corrida. ¿Cómo? No lo sabemos. La resurrección de Jesús sucedió sin que hubiera nadie allí. Ninguno sabe exactamente cómo fue corrida esa piedra. Pero lo que la Escritura aclara es esto: Jesús no se resucitó a sí mismo. Dios lo levantó. Jesús no corrió la piedra, aunque eso es lo que generalmente asumimos. Sin embargo, y por buena razón, tanto la Escritura como la tradición cristiana afirman vivamente que Jesús no se levantó a sí mismo de entre los muertos; su Padre lo levantó. Esto podría parecer como un detalle innecesario que subrayar; después de todo, ¿qué diferencia marca?
Marca una gran diferencia. Jesús no se resucitó a sí mismo de entre los muertos, ni nosotros podemos hacerlo. Esa es la cuestión. Para que el poder de la resurrección nos entre, algo proveniente de más allá de nosotros tiene que rodar la enorme e inamovible roca de nuestra resistencia. Esto no es negar que nosotros, nosotros mismos, tengamos buena voluntad y fortaleza personal; pero estas, aunque importantes, son más una condición previa para recibir la gracia de la resurrección que el poder de la resurrección misma, que siempre nos viene de más allá. ¡Nunca correremos la piedra nosotros mismos!
¿Quién puede correr la piedra? Quizá no sea esa una cuestión de la que estemos particularmente ansiosos, pero deberíamos estar. Jesús estaba sepultado e imposibilitado de resucitarse a sí mismo; tanto más nosotros. Como las mujeres en esa primera Pascua, necesitamos estar ansiosos: “¿Quién nos correrá la piedra?” Nosotros no podemos abrir nuestras propias tumbas.
Segundo, nuestras “puertas cerradas”:
Es interesante ver cómo los creyentes tuvieron en esa primera Pascua la experiencia del Cristo resucitado en sus vidas. Los Evangelios nos dicen que estaban ocultos y llenos de temor y paranoia tras las puertas cerradas, queriendo sólo protegerse, cuando Cristo se presentó estando sus puertas cerradas -las puertas de su miedo y autoprotección- e infundió la paz en ellos. Su ocultamiento con temor no era por malicia ni mala fe. En sus corazones deseaban sinceramente no tener miedo, pero esa buena voluntad de ninguna manera abría sus puertas. Cristo entró e infundió la paz en ellos a pesar de su resistencia, su temor y sus puertas cerradas.
Las cosas no han cambiado mucho en dos mil años. Como comunidad cristiana y como individuos aún estamos mayormente ocultos con temor, ansiosos por nosotros mismos, desconfiados, sin paz, con nuestras puertas cerradas, aun cuando nuestros corazones deseen la paz y la confianza. Quizás, como Kierkegaard, podría ser que quisiéramos privilegiar ese pasaje de la escritura donde el Cristo resucitado se presenta estando cerradas las puertas de nuestra resistencia humana y exhala la paz.
Además, este año, se da este extraordinario tiempo en que el coronavirus, Covid-19, tiene nuestras ciudades y comunidades bloqueadas y estamos confinados en nuestras casas particulares, tratando de las variadas combinaciones de frustración: impaciencia, temor, pánico y hastío que nos acomete ahí. Ahora mismo, necesitamos algo un poco extra para experimentar la resurrección, una piedra necesita ser corrida de modo que la vida de resurrección pueda venir teniendo las puertas cerradas e infundir la paz en nosotros.
Al fin del día, estas dos imágenes -“la piedra que necesita ser corrida” y las “cerradas puertas de nuestro temor”- contienen en nosotros mismos quizá la verdad más consoladora de toda religión, porque revelan esto sobre la gracia de Dios: Cuando no podemos ayudarnos a nosotros mismos, aún podemos ser ayudados; y cuando somos incapaces de alcanzar, la gracia aún puede venir a través de las paredes de nuestra resistencia e infundir la paz en nosotros. Necesitamos adherirnos a esto siempre que experimentamos una rotura irreparable en nuestras vidas, cuando nos sentimos desamparados en nuestras heridas y temores, cuando nos vemos ineptos espiritualmente y cuando nos afligimos por nuestros seres queridos malogrados por las adicciones o el suicidio. El Cristo resucitado puede venir estando cerradas las puertas y correr cualquier piedra que nos sepulte, sin importar lo desesperada que sea nuestra tarea para nosotros.