La pobreza evangélica es mucho más un espíritu y una actitud vital que una forma concreta de expresión. Es más una mística que algo reglamentado de antemano. Por eso, es una realidad esencialmente abierta. Cada época y cada persona y, de manera especial, cada Instituto de vida consagrada, desde la peculiaridad del propio carisma, debe ir buscando las formas y los modos que mejor traduzcan, en cada caso, el mismo e idéntico espíritu.
El Concilio nos exhorta a buscar, si es preciso, "formas nuevas" para expresar la pobreza (cf PC 13). Señalamos a continuación algunas posibles formas, acaso elementales, de pobreza. Estas formas pueden ayudarnos, a condición de que no pretendamos encerrar y agotar en ellas todo su espíritu, y con tal de que estemos siempre abiertos a lo que el Espíritu Santo nos vaya sugiriendo, también a través de las circunstancias de la vida y de los signos de los tiempos.
Las ‘formas’ o expresiones de pobreza no tienen que ser necesariamente ‘nuevas’. Pero tienen que ser de verdad ‘actuales’, es decir, capaces de traducir y de expresar, de forma inteligible, para el hombre de hoy, este ideal evangélico. La inevitable tensión entre el espíritu o apertura total propia de la ‘mística’, y las concretas realizaciones o expresiones prácticas, que nunca llegan a ‘traducir’ toda su riqueza y sus exigencias, es también una forma de pobreza. Hay que vivir esa ‘tensión’, sin nerviosismo y sin angustia. No saber qué hacer, en más de una ocasión, y no desesperarse, sino seguir viviendo y buscando, con paciencia y con humildad, es también una forma muy real de pobreza evangélica. Recordemos, además, que "no se puede optar por los pobres, sin vivir, de alguna manera, su pobreza". Y que optar de verdad por Cristo-Pobre, implicará necesariamente optar por la pobreza evangélica que él vivió.
Por supuesto, la lista de formas y de expresiones de pobreza no pretende ni puede ser completa:
- Sentirnos obligados a la común ley del trabajo (cf PC 13), aunque éste no sea necesariamente remunerado o económicamente rentable. ¿No es, acaso, el trabajo el nuevo nombre de la pobreza?
- Vivir en sencilla austeridad, evitando toda forma de lujo o de simple confort en todo: en la casa, en el modo de vestir, en los medios de transporte y también en los posibles instrumentos de apostolado.
- Procurar la sobriedad y la templanza en las comidas, pero sin caer en la mezquindad o tacañería.
- Mantener una abierta disponibilidad, para los demás, de todo lo que somos y tenemos, comenzando por lo más valioso, y llegando incluso a las cosas materiales, sin reservarnos nada exclusivamente para nosotros mismos: nuestra experiencia de Dios, nuestras ideas y vivencias, nuestro tiempo, nuestros instrumentos de trabajo, etc. Ser todo para todos, aunque a veces puedan abusar un poco de esta abierta disponibilidad.
- Subordinar los valores económicos a los valores espirituales, humanos, pedagógicos, formativos, comunitarios, apostólicos, etc., es verdadera pobreza. En cambio, subordinar cualquiera de estos valores a la economía, es una falta de pobreza, porque es una forma de ‘materialismo’. La Casa, por ejemplo, ha de ser acogedora y funcional -sin ser lujosa-, y que favorezca las relaciones interpersonales y el equilibrio integral de la persona.
- No crearnos necesidades innecesarias. Más aún, ir reduciendo al mínimo, aunque sin angustia y sin tensión de espíritu, las cosas que juzgamos necesarias para nuestra vida y para el ejercicio de nuestro apostolado, hasta ‘necesitar’ cada día menos cosas para vivir, y aun ésas necesitarlas poco.
- Reconocer y aceptar, sin complejos, las propias limitaciones. Aceptarnos a nosotros mismos y aceptar a los demás con los propios límites y con los valores correspondientes, sin ‘mitificar’ a nadie.
- Cultivar la sencillez en todo, como un verdadero estilo de vida: evitando todo alarde y toda ostentación.
- Vivir en paz la propia soledad, sin buscar ‘llenarla’ con cosas, con determinadas ‘relaciones’, con una exagerada actividad, o simplemente con ‘ruido’, aunque ese ‘ruido’ se llame ‘música’.
- Alegrarnos de sentir necesidad de Dios y de no podernos salvar por nosotros mismos, para ofrecer a Jesús la oportunidad de que nos salve, siendo él, personalmente, nuestro Salvador y nuestra Salvación.
- No pretender, de ninguna manera, ‘abarcar’ a Dios con nuestras reflexiones, comprendiéndole y comprendiendo sus planes sobre nosotros. Por el contrario, reconocerle como absolutamente ‘incomprehensible’, ‘siempre mayor’, del todo inalcanzable por nuestra razón, ya que nos desborda infinitamente. Y, en consecuencia, creer en su amor, amarle y adorarle, sin querer ni poder salir ya de nuestro asombro.
- Reconocer y aceptar -incluso agradecidamente-, las múltiples mediaciones que Dios pone en nuestro camino, como testigos de su luz y de su verdad para nosotros, en tembloroso respeto a nuestra libertad, con el fin de ofrecernos siempre luz suficiente para que podamos ver, si queremos ver de verdad, y sin darnos más luz de la que necesitamos, para no deslumbrarnos nunca con su esplendor.
- Procurar aceptar y vivir las posibles enfermedades como verdaderas experiencias de pobreza integral, que afecta a la persona entera. Y saber convertir también los pequeños o grandes fracasos en escuela de autoformación humana y cristiana.
- Ser capaces de recibir y de dejarnos ayudar por los demás, adelantándonos, de vez en cuando, incluso a pedir ayuda. (Es preferible poner en peligro o ‘sacrificar’ la perfección técnica de algo -logrando la colaboración activa de los hermanos en su realización- a conseguir esa ‘perfección técnica’, sin la cooperación de los demás).
- No desorbitar los problemas y dificultades reales de la vida, agrandándolos a impulsos de la imaginación, sino reducirlos a sus exactas dimensiones y dar a las cosas sólo la importancia relativa que tienen, mediante un sano espíritu crítico.
- Cultivar el sentido del humor, sabiendo incluso ‘reírse’ un poco de sí mismo y de sus propias acciones y reacciones, que es una clara señal de que uno no se toma demasiado en serio.
- Saberse pecador ante Dios, con serena y filial conciencia, reconocerlo interiormente y no avergonzarse de confesarlo ante los demás, cuando sea necesario; sin pretender que a uno le tengan por mejor o por peor de lo que realmente es.
- No soñar despierto, con el fin de evadirse de la dura realidad o de la vulgar monotonía de la vida.
- Saber aceptar la inseguridad y la inestabilidad de la vida: en el mundo, en la Iglesia o en la propia Congregación.
- No buscar una exagerada seguridad ni en la propiedad de todos los edificios en que vivimos, ni en una reglamentación de la vida y del apostolado demasiado pormenorizada. Y dejar un amplio margen a la iniciativa de cada uno y a la misma improvisación y, sobre todo, a la posible inspiración del Espíritu.
- Vivir más desde los criterios que desde las normas, aunque éstas -algunas de ellas, por lo menos- resulten de todo punto imprescindibles.
- No aceptar ni dar salarios injustos o desproporcionados, aunque fueran legales, y evitar tanto el derroche como la tacañería.
- No servirnos de influencias, ni admitir privilegios o distinciones.
- Saber dejar a tiempo y sin dramas las mismas tareas que se habían emprendido por obediencia y en espíritu de servicio. No creernos nunca imprescindibles e insustituíbles. Abrir y dejar paso a los demás.
- Aceptar gozosamente y sin melancolía la prosa y la monotonía de una vida sin especial relieve, sin ceder nunca a la simple costumbre o a la rutina, y sin perderse en sueños, ni esperar ‘grandes acontecimientos’. No buscar lo novedoso o lo llamativo. Descubrir el valor de los deberes cotidianos y vivir con elegancia las cosas triviales que forman la trama de la existencia humana. Vivir primorosamente lo vulgar y poéticamente la prosa de la vida.
- Vivir el momento presente, como expresión humilde y concreta de la voluntad de Dios -vivir presentes en el presente-, sin ceder a la nostalgia del pasado ni a los juegos de la imaginación para el futuro.
- Cultivar con esmero el sentido de la gracia y de la gratuidad, que se traduce en el sentido de la gratitud. ¡Si ‘todo es gracia’, deberíamos reconocerlo y dar gracias por todo!
- Mantener una actitud viva de humildad y mansedumbre, de serena alegría y de paciencia activa, ‘sabiendo esperar’ sin desaliento y sin demasiadas prisas, con paz y sin inquietudes turbadoras, respetando el ritmo de las personas y de las cosas, y sin buscar resultados inmediatos.
- Saber recibir una merecida alabanza sin engreimiento y con naturalidad, y también saber aceptar un reproche o una crítica sin irritación y sin sentirse humillado.
- Alegrarse del bien de los demás, reconocer y elogiar sus cualidades y sus virtudes y celebrar sus éxitos.
- Tener un sincero deseo de aprender y, en consecuencia, dejarse enseñar por los demás, siendo muy conscientes de que no se sabe todo y de que incluso se ignoran muchas cosas.
- Tener y cuidar una actitud de dependencia, no infantil, ni infantilizante, sino adulta, que consiste más en ‘dar cuenta’ -de los gastos, de los compromisos, etc.-, que en ‘pedir permiso para todo’.
- Evitar, a nivel personal e institucional, el afán de lucro y la acumulación de bienes que permitiría vivir de la renta.
- Compartir todos los bienes con los ‘necesitados’, abriendo la comunidad religiosa a la comunidad humana y eclesial, en el ámbito local y universal, etc.
- Ser de verdad libres frente a todos y frente a todo -usos, costumbres, modas, tradiciones, etc.-, amando todas las realidades creadas, sin despreciar nada, pero sin dejarnos dominar o subyugar por nada ni por nadie.
- Adoptar una actitud vital, cada día más sincera y comprometida, de servicio desinteresado a los otros, sobre todo, a los más necesitados de la sociedad.
Y "todo esto -como afirma acertadamente la Instrucción Orientaciones sobre la formación en los Institutos religiosos- con el fin de centrar la vida en Jesucristo-Pobre, contemplado, amado y seguido" (PI 14). Siguiendo el ejemplo vivo de María-Virgen, que "sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que confiadamente esperan y reciben de él la salvación" (LG 55).
Por eso, todo y siempre, como expresión de absoluta confianza en Dios, de amor entrañable a los hermanos y de soberana libertad frente a todas las cosas.