Pobreza por el Reino, signo y testimonio para el mundo de hoy.

Tal vez ya excesivo tópico afirmar que el hombre de hoy está en crisis. Pero no deja de ser verdad. Para superarla, ¿no habría que comenzar por tipificarla? Julián Marías ha denunciado "la múltiple mutilación de la realidad humana"(1). Y, a coro con otros agudos analistas de nuestro entorno, la ha tipificado como crisis del sentido de trascendencia: una crisis de fondo religioso.

MIRADA A NUESTRO ENTORNO

Es indiscutible: lo secular -y la secularización- representa un contexto de valores. La Gaudium et spes ha proclamado paladinamente "la entidad, consistencia y relativa autonomía de lo secular, o del mundo como mundo", algo que, incluso, "responde a la voluntad misma del creador" (GS 36). Es lo que la Teología siempre ha expresado al hablar de valores y sentidos de orden natural, no dependientes intrínsecamente del orden de la gracia, aunque sí asumibles y efectivamente asumidos por la gracia o por el Reino de Dios. No hay, pues, por qué identificar la secularización con el "laicismo" francés y la introducción de la "diosa razón"; eso sería ya secularismo. Ahora bien, el mundo de hoy ha sacado conclusiones, al menos prácticas, que ni entran ni tienen por qué entrar en sus premisas. La clara distinción entre lo inmanente y lo trascendente, entre lo secular y lo religioso, no tiene por qué provocar dicotomías o escisiones entre lo uno y lo otro. El ser humano es esencial unidad dialéctica de trascendencia e inmanencia. Esas dicotomías entre una y otra no han venido sino a convertirse en práctico olvido de la primera y en idolátrico culto de la segunda. Tal es la faz de la crisis.
Definido el hombre como señor frente a las cosas, como hermano entre los hombres, como hijo ante Dios, los tres "frentes" se han visto afectados por dicha crisis, cuyo fruto ha venido a ser un hombre cosificado entre las cosas, instrumentalizado y funcionalizado entre los hombres, arreligioso con tintes de secularismo frente a Dios. Problema viejo, sí, pero que reviste hoy caracteres "alarmantes"(2).
En una ya más concreta mirada al primero de dichos aspectos -cuya repercusión en los otros es evidente-, ¿no es ver-dad que el hombre de hoy "está exagerando sus instintos adquisitivos a costa de su espíritu creador", como "consecuencia de una inversión del intelecto hacia el lucro, la apropiación y la dominación de cosas y de personas"?3. El miedo de hoy se centra, no en dejar de "ser", sino en dejar de "tener". Y por eso es el hombre fácil presa de unos sistemas que le ofrecen la seguridad del tener a costa de lo mejor y más sustantivo del ser. Dicho de otra forma: el criterio de aspiraciones y valoraciones, no es ser más, sino tener más, para más poder y más dominar. Hasta se entiende a valorar a las personas por su rentabilidad económica. Erigidos en fin último, el progreso material y la economía no están ya al servicio de la vida. Ya no se regula la producción por el consumo, ni este por la ética de las necesidades humanas. Es el consumo -y, a través de él, la ética de las necesidades- el regulado por una producción desenfrenada. No es el dinero el que está al servicio de la economía y del trabajo. Son éstos los que están al servicio de aquel.
Nada extraño, pues, que hayan venido a convertirse los seres humanos en un simple medio de prosperar los unos a costa de los otros. ¿No seguiría hoy E. Fromm calificando esa cultura del "tener" -en la que el sentido de la vida se diluye en la funcionalidad y en horizontes intramundanos- de "idolátrica y necrofílica"? Idolátrica, porque el ansia de posesión y de poder, de producción y de consumo, como pasión central del hombre, parece haber divinizado objetos y aspiraciones. Y necrofílica, porque re-presenta el amor y el dominio de lo muerto sobre lo vivo, de la caja fuerte del viejo opulento sobre la cuna del niño desnudo (4).
Dentro de este contexto sociocultural, la pobreza evangélica -de la que, automotivado por finalidades de orden trascendente, hace profesión el consagrado- está llamada a ser un contrasigno y contratestimonio, un reto, un índice de sentido y una flecha que señala la dirección hacia la trascendencia. A condición -evidentemente- de mostrarse dicha pobreza con su trasparente faz incluso antropológica.

EN BUSCA DE TRASCENDENCIA Y DE SENTIDO

Damos ahora como presupuestas las más constitutivas relaciones óntico-axiológicas del ser humano con Dios y con los demás. Reconocemos, al mismo tiempo, que -dada nuestra constitutiva corporeidad- no dejan dichas relaciones de estar condicionadas y mediadas por nuestra relación con las cosas del mundo. Relación, ésta, que no debe traducirse en posturas negativistas ni en puras renuncias a lo estoico, ya que de tales cosas ha de tomar el hombre su alimento: material y espiritual. Las cosas son buenas en sí: objeto pues de amor, cuidado, atención y responsabilidad; su valor no es el de la mera utilidad que puedan prestar al hombre cosísticamente. Axiológicamente positiva es también su relación con ellas, ya que dicha relación es medianera de encuentro de las personas entre sí. Y como expresión de domino y señorío sobre las cosas, axiológicamente positiva es la facultad o libertad para poseerlas.
Pero lo que parece y, efectivamente, es una solución, esconde al mismo tiempo un problema, dada la esencial ambigüedad de las cosas y del mismo tener, y dada la ordenación que en uno u otro sentido puede darles el espíritu humano, en coherencia o no con los horizontes penúltimo y último de la existencia. Las cosas y el tener posibilitan, sí, ejercer la libertad y la creatividad -y, por tanto, una autorrealización de la persona-; pero poseen fuerza de arrastre, peso, opacidad. Pueden pues, esclavizar al hombre. ¿No es un hecho de experiencia cómo frecuentemente las posesiones son auténticas trabas que impiden ver y distinguir entre lo verdaderamente esencial y lo esencialmente relativo? El tener se ordena internamente al ser. La autorrealización personal según el sentido de la vida, está aquí, esencialmente condicionada por el paso del tener al ser; por una asimilación axiológico-antropológica del primero por el segundo. Toda contra-asimilación del ser por el tener termina convirtiendo al hombre en esclavo de las cosas o cosificándolo. La relación con las cosas solamente será personeizante y dadora de sentido en la medida en que, ejerciendo como señor su domino sobre ellas, se mantenga el hombre libre frente a las mismas. El mismo Nietzsche parece estar reconociéndolo, al afirmar: "Todavía se abre para las almas grandes una vía libre. En verdad os digo que el más libre es el que menos tiene. ¡Bendita sea la pobreza!" (5).
Sin negar la nativa y originaria bondad de las cosas, sin suprimir su relación con ellas, sin subestimar su misma facultad y libertad para poseerlas, con su profesión de pobreza adopta el consagrado -"opta por"- una actitud objetivo-subjetiva radical frente a las mismas, para no esclavizarse y poder realizarse como lo que todo ser humano está llamado a ser frente a ellas: su señor y su fin, de suerte que se mantengan ellas en su categoría ontológica de "valores para" o de mediaciones. ¿No es lo que sugiere en sus Ejercicios San Ignacio con su meditación sobre el fin de las cosas?

CON MIRAS A LA TRASCENDENCIA DEL REINO DE DIOS

Como vacío y despojo afectivo y efectivo de los bienes temporales o de las cosas, la pobreza del consagrado se convierte en espacio "de" y en capacidad "para" otros bienes absolutos, merced a esa opción fundamental y definitiva -o proyecto de vida- con que se ha sellado la relación con Dios y con los demás como dimensión primaria de la existencia humana en su camino hacia su plenitud. En el fondo, la pobreza por el Reino re-presenta más una actitud ante Dios y ante los hombres que ante las cosas. El "¡Dios mío y mi todo!" de un Francisco dé Asís -tras verse desposeído de sus bienes por su padre- sería la mejor expresión, paradójica pero real, de ese vacío para la plenitud.
El consagrado sigue vinculado a unos bienes. Pero en una radical referencia a la gratuidad frontal de Dios (6), de quien sabe haber recibido el poder sobre las cosas, la facultad de poseerlas y su mismo poseer o tener. Esta pobreza se denominaba en la tradición clásica nihilitas veritatis: la nada de la verdad, que lo reconduce todo a su fuente de origen, viviéndolo y experimentándolo todo como don del creador.
Bajo este aspecto, bien puede considerarse la pobreza como una clara expresión de existencia religiosa, ya que "existir religiosamente significa saber que la propia existencia es una gracia o regalo que se acepta agradecidamente" (7).
Dentro de este contexto existencial, la pobreza no es, pues, sólo ni principalmente cuestión de economía, aun implicándola. Se refiere al sentido de la creación: trata de traducir en su concreto proyecto de vida la antropología y teología de las realidades terrenas. Representa una manera de vivir y de expresar la trascendencia del hombre sobre las cosas y la trascendencia de Dios sobre el hombre: una manera, pues, de autotrascenderse el mismo hombre. ¿Cómo encarnar las motivaciones de una pobreza por el Reino sin tal expresión antropológico-teológica de la aludida trascendencia?
Frente a la tentación -inherente a todo "tener"- de una egoística y esclavizante apropiación que -al sofocar la libertad "de" y "para"- cortaría el lazo liberador con esa pobreza radical que nos abre al TÚ de Dios y al tú de los demás, el consagrado ha optado por el modo seguro de superar, desde su misma raíz, dicha tentación. La pobreza se convierte así -nueva paradoja- en principio, no de empobrecimiento, sino de autoenriquecimiento, para terminar igualmente enriqueciendo a los demás con lo mejor de sí mismo. Con lo que viene ahora a iluminarse una nueva perspectiva. Pero, antes de abordarla, bueno será fijar la mirada en el Cristo del evangelio, como paradigmático modelo del sentido y valor antropológicos de la pobreza convertida en opción y proyecto de vida.

EL CRISTO POBRE DEL EVANGELIO

Nadie como San Pablo lo ha expresado mejor: "Conocéis bien la generosidad de nuestro Señor Jesucristo, quien, siendo rico, por nosotros se hizo pobre a fin de enriquecernos con su pobreza (2 Cor 8,9). La pobreza de Cristo, no era, pues sino libertad y don: libertad interior frente a las cosas y señorío sobre ellas; y don de una riqueza interior que no se agotaba jamás y que -como resonancia de su propia interioridad- podía adoptar, en momentos de-terminados, un signo exterior en forma de efectiva carencia o en forma de efectiva posesión. Cristo, en una palabra, se poseía a sí mismo tan radicalmente, que no tenía necesidad ninguna de posesiones materiales o exteriores para ser y mantener su rico mundo interior, desde el que, con su pobreza como libertad y como don, poder enriquecernos a todos, dándonos, no un "tener exterior" -lo único que parecen valorar los hombres hoy, sino un "crecer interior" desde un desnudo ser (8).
Por él y para él, como Verbo, creadas todas las cosas del cielo y de la tierra (Jn 1, 3; Col 1, 16), en ellas y por ellas -hecho Hombre- ha operado la salvación de los hombres. ¿Cómo? Compartiendo las miserias de la pobreza sociológica y real de sus contemporáneos y entrando, así, comprometidamente en el ámbito de los pobres (9). ¿Y qué implica liberadora y salvíficamente tal pobreza y tal compartir? Será aquí donde muestre y visibilice Cristo que la pobreza -antropológica y teológicamente-es, más que un simple modo de ser y de situarse ante las cosas, un modo de ser y situarse ante los hombres. ¡Y con qué impresionante realismo! Veámoslo.
En primer lugar, Cristo comienza ya asumiendo y compartiendo una condición comunional de "siervo", que le lleva a renunciar a la independencia y la autonomía social y externa que le correspondía, no sólo como Verbo encarnado, sino incluso como descendiente de David. De-penderá de la providencia del Padre, de la providencia de los demás, de su trabajo. Es su kenósis o pobreza más radical. Y así empezaba a salvar. El hombre -que al independizarse de Dios, comienza a experimentar la rebelión de las cosas contra él reencuentra en esa dependencia de Cristo un principio de liberación o de reconquista de su soberanía sobre las cosas a través de su creatural y filial sumisión a Dios (cf. 2 Cor 8, 9; Flp 2, 5-11. Compárese con Gen 3, 5-22).
En segundo lugar, con su conducta activa y pasiva, Cristo testimonia que no han de convertirse las cosas en instrumento de dominio de unos sobre otros o de explotación, sino que han de estar al servicio de todos, sin distinción y según las necesidades, dentro de esta funcionalidad de los bienes del mundo, como mediaciones de intercomunión a través de un recíproco dar y recibir, o mejor, de darse y recibirse. Poseedor de los más trascendentes bienes del Reino, Cristo no se los reserva para sí, ni se sirve de ellos para dominar, sino para enriquecer y liberar a los hombres. Cristo expresa su pobreza dando: su tiempo, su doctrina, su vida, su muerte, su persona, es decir, dándose a sí mismo. Y recibiendo: hospedaje, ayuda económica, asistencia, sepulcro prestado, como una forma de recibir a los otros, creando así una comunión intersubjetiva. Finalmente, Cristo opta preferencial-mente por los pobres. Se identifica con ellos. Identificarse es mucho más que un simple solidarizarse. Tal opción e identificación con los más pobres le lleva a vivir no sólo con y para ellos, sino también y sobre todo como ellos: en actitud de "dependencia", como queda ya subrayado.

POBREZA AL SERVICIO DE LOS DEMÁS

A la luz de lo expuesto y, sobre todo, a la luz del Cristo del Evangelio, ¿no se impondrá una más honda revisión de nuestra pobreza de consagrados? En primer lugar, como revisión de conceptos y actitudes. Como seguidores de Cristo estamos llamados a salvar a los hombres de sus miserias sociológicas, compartiéndolas de alguna manera (10). Y pobreza sociológica no es simple carencia de bienes en el sentido exclusivo que encierra el verbo tener o no tener. Puebla ha detallado minuciosamente quiénes sean los sociológicamente pobres (11). La vida consagrada debe superar erróneas "secularidades" sin fe y sin sentido socio-antropológico, para no identificar sociológicamente a los pobres con la clase obrera de los países neo-capitalistas, porque se vendría a caer en un nuevo clericalismo, que en vez de apoyar a una derecha, apoya ahora a una izquierda (12). En segundo lugar, la revisión parece estar exigiendo un recuperar y hacer más comprensible la pobreza en sus expresiones externas, como fiel reflejo de una actitud interna de mayor desprendimiento. Porque acaso, bajo este aspecto, hay una excesiva autonomía y autosuficiencia en la vida religiosa. Cuando Perfectae caritatis (n.13) dice: "Siéntase cada uno sujeto a la ley común del trabajo, y mientras se procura lo necesario para el sustento y el apostolado, dejen toda quietud indebida y confíense a la Providencia" inmediata o mediata de Dios, ¿no está señalando una re-orientación más originaria de la pobreza evangélica, como un compartir para salvar?
Finalmente, la revisión está pidiendo a la vida consagrada, a través de su pobreza, un testimonio de "amor preferencial por los pobres, de manera especial en el compartir las condiciones de vida con los más desheredados" (13). Bajo este aspecto, ¿no será  menester  refuncionalizar   nuestras obras? ¿En qué medida son un efectivo y eficaz servicio a los pobres? ¿En qué medida son nuestros bienes económicos, culturales y espirituales, nuestro tiempo, trabajo, ocio, etc., un testimonio más comprensible de amor a los más desheredados? Aquí es donde deberá visibilizarse más claramente la vida consagrada como "proyecto divino de hacer de toda la humanidad, dentro de la civilización del amor, una gran familia de los Hijos de Dios" (14).

LA POBREZA COMO MISIÓN LIBERADORA

Puesto que "la práctica de los consejos evangélicos es un modo particularmente íntimo y fecundo de participar también en la misión de Cristo, (15), la pregunta es ahora: ¿cómo hacer de la pobreza consagrada un signo eficaz de la misión liberadora y salvífica de Cristo? Liberación significa acción liberadora de toda identidad cautiva, tanto del pobre que no tiene como del rico que tiene ¿No estarán uno y otro necesitados de esa liberación salvífica y humanizadora? El pobre se libera en la medida en que camina, no simplemente buscando la riqueza, sino la justicia, la fraternidad, unas relaciones más simétricas. Y el rico se libera en la medida en que se solidariza con los pobres y comparte con ellos sus bienes. Bajo este aspecto, el consagrado puede, como Pablo, decir: "me hago todo para todos, para salvarlos a todos" (1Cor 9, 22). Ni pobres ni ricos quedan excluidos. El ejemplo de Cristo viene a confirmarlo (cf. Mt. 9, 9-13; Me 10, 51-52; Le 19, 1-10; etc.)
Pero hay más. El consagrado ha de proyectar misionalmente su pobreza enseñando y mostrando a los mismos pobres cómo ganar en su propio interior el combate -que por su profesión de pobreza él ha ganado en sí- entre la esclavitud y la libertad interior respecto a los mismos bienes de este mundo. "Quienes se hallan en la necesidad deben también adquirir el espíritu de pobreza, no permitiendo que la pobreza material les robe la dignidad humana, ya que tal dignidad es más importante que todos los bienes" (16).

CONCLUSIÓN

Cerramos nuestra reflexión con unas palabras de Vita Consecrata que, de una manera general, por un lado, y de forma más concreta, por otro, corroboran todo lo dicho: "El cometido profético de la vida consagrada surge de tres desafíos principales (…) que la sociedad contemporánea, al menos en algunas partes del mundo, lanza con formas nuevas y tal vez más radicales. Atañen directamente a los consejos evangélicos (…) y alientan especialmente a las personas consagradas a clarificar y dar testimonio de su profundo significado antropológico" (…) Concretamente, "la pobreza constituye un reto a la provocación representada por un materialismo ávido de poseer, desinteresado de las exigencias y sufrimientos de los más débiles y carente de cualquier consideración por el mismo equilibrio de los recursos de la naturaleza" (17).


NOTAS:
1) MARÍAS, J. Problemas del cristianismo. Madrid 1982, 10.
2) Cf. JUAN PABLO II. Redemptor hominis 16; Vita Consécrala (VC) 87, 89.
3) DEWEY, J. La reconstrucción de la Filosofía. Buenos Aires 1959, 247; VASTO, LANZA DEL. Umbral de la vida interior. Salamanca 1976, 48.
4) FROMM, E. Y seréis como dioses. Buenos Aires 1980, 196.
5) NIETZSCHE, F. ASÍ habló Zaratustm. "Del nuevo ídolo", O. C. III. Buenos Aires 1970, 384.
6) Cf. PUEBLA 747; VC 21, 87, 90.
7) MARTÍN VELASCO, J. El encuentro con Dios. Una interpretación personalista de la Religión. Madrid 1976, 37.
8) GONZÁLEZ FAUS, J. I. ‘La humanidad y divinidad de Jesús. La humanidad y santidad de la Iglesia’, Razón y fe 207 (1983), 509.
9) Pobreza sociológica y real no es sólo ni principalmente pobreza económica, aun incluyéndola. Reducir la pobreza salvífica de Cristo y su compartir en ella a lo meramente económico es empequeñecer -y no entender- el misterio de dicha pobreza y su valencia incluso antropológica y, por tanto, humanizadora.
10) "Si el religioso es imitador de la vida humana de Cristo, no lo es por un interés arqueológico, sino porque hay entre ambos un idéntico bien común, que se llama misión redentora, plan de salvación, que se manifiesta hasta en la propia estructura existencial humana de los consejos evangélicos". (SANCHIS, A. La vida religiosa en el misterio trinitario. Salamanca, 1967, 81. Cf. LG 44; VC 16).
11) PUEBLA 32-39. Cf Novo Millennio ineunte 50.
12) Cf. NÉDONCELLE, M. Le chrétien appartient á deux mondes. Paris 1970, 125.150.
13) VC 90.
14) VC 35.
15) VC 18.
16) JUAN PABLO II. A los obreros. Brasil, 3-VII-1980.
17) VC 87, 89.