El teólogo belga Jan Walgrave, que dirigió mi tesis doctoral, fue un verdadero intelectual y, además, singular. Verdadero, en ese su pensamiento, natural e instintivamente gravitado hacia las eternas cuestiones filosóficas de esencia y existencia. ¿Por qué estamos aquí? ¿Quiénes somos en realidad? Además, era también un intelectual singular, al ser una mezcla poco común de exigente escrutinio intelectual y piedad infantil. Podría ser igualmente apaciguador tanto en su sofisticación intelectual como en su infantilismo.
En uno de nuestros encuentros, me preguntó esto: “¿Te sientas alguna vez en un banco del parque y te preguntas por qué hay algo en vez de nada?” Respondí honradamente: “En verdad, no me acuerdo de haber hecho alguna vez eso muy explícitamente. Como todos los demás, con frecuencia me pregunto de dónde vinimos y cómo hay un Dios detrás de todo eso, pero nunca he contemplado muy explícitamente tu pregunta”. “Bien”, respondió, “¡entonces no eres filósofo!”. Continuó: “Yo pienso sobre esta cuestión todo el tiempo; es la más importante de todas las cuestiones”. (Me consoló del hecho de que nunca podría ser un verdadero filósofo al decirme que tenía una “mente fértil”, que -me dijo- es su propio don)
¿Por qué hay algo en vez de nada? Con toda seguridad, esa es la cuestión esencial. ¿Cómo empezó todo? ¿Quién o qué había al principio y comenzó todo? Además, ¿de dónde vino este quién o qué que le dio comienzo?
La ciencia contemporánea no puede responder a esa cuestión. Puede decirnos lo que sucedió en los orígenes de nuestro universo, el Big Bang, pero eso no nos pone más cerca de responder a la cuestión más importante, a saber, ¿quién o qué dio origen a esa explosión original hace cerca de quince millones de años, que se halla en los orígenes de nuestro universo y dio nacimiento a millones de galaxias? ¿Cómo existía esta fuerza misma?
Como personas de fe, creemos que fue Dios y creemos que Dios no tuvo comienzo. Sin embargo, eso no puede ser conceptualizado ni imaginado. ¿Qué dio origen a Dios? Sin importar si creemos en Dios o no, aún estamos todos con esta cuestión, la pregunta de Walgrave, “por qué hay algo en vez de nada”? Además, esa cuestión se complica más por el hecho de que la creación, al menos vastos segmentos de ella, tiene un claro diseño inteligente. Dado ese hecho, el postulado más creíble frente al que o lo que se halla en los orígenes de todo, demanda que este algo o alguien (del que todo toma sus orígenes) no sea una fuerza bruta y ciega, sino una que sea altamente inteligente y personal.
Tomás de Aquino, que poseía una verdadera mente filosófica, propuso una vez varios argumentos lógicos para tratar de “probar” que Dios existe. Entre sus argumentos, encontramos este: Imagínate que vas andando por un camino y, encontrando una piedra en el suelo, te preguntas: “¿quién puso esa piedra ahí?” Podrías concluir simplemente que siempre ha estado ahí, y no pensar más en ello. Sin embargo, imagínate que vas andando por un camino y, encontrando un reloj que aún está marcando la hora, te preguntas: “¿Quién puso ese reloj ahí?” En este caso, no podrías decir simplemente que siempre ha estado ahí y lo dejas sin más. ¿Por qué? Porque el reloj tiene un claro diseño inteligente que demanda que lo diseñó alguna inteligencia. Además, aún está manteniendo la hora, lo que significa que pudo no haber estado siempre ahí. Alguien lo puso ahí, y en cierto momento exacto de la hora. Así, Tomás de Aquino concluyó que, como muchas cosas en el universo tienen un diseño inteligente, tiene que haber un diseñador inteligente en su orígenes.
Hoy, la mayoría de la gente podría considerar esta lógica un poco ingenua, pero quizá la ingenuidad esté de su parte. Alguien nada menos que Albert Einstein afirmó esto: La armonía de la ley natural revela una inteligencia de tal superioridad que, comparada con ella, todo el pensar y actuar sistemático de los seres humanos es reflejo totalmente insignificante.
Está en lo cierto, y la armonía de la que habla no es sólo la insondable armonía ecológica que los diferentes elementos del mundo físico parecen tener unos con otros y cómo la naturaleza continúa regenerándose a pesar de todo lo que hacemos para destruir su ecología. Más aún, esa armonía de la ley natural (como Einstein la llama) incluye también una innegable unidad entre las leyes de la naturaleza y el orden moral. La ley del karma y la ley de la naturaleza son una única y misma cosa, todas de una sola pieza, como es la ley de la gravedad y el Espíritu Santo. Lo físico y lo moral son parte de una sola sinfonía. El aire que exhalamos en el universo es el aire que vamos a inhalar, física y moralmente.
Rara vez me siento en un banco del parque y me pregunto: “¿por qué hay algo en vez de nada?” Pero por otro lado, como dijo Jan Walgrave, yo no soy filósofo. ¡Mi esperanza es que este pequeño recorrido por la filosofía no sea prueba de eso!