El ateísmo es un parásito que se alimenta de la mala religión. Por esto, a fin de cuentas, los críticos ateos son nuestros amigos. Ellos mantienen nuestros pies al fuego.
Friedrich Nietzsche, Ludwig Feuerbach y Karl Marx, por ejemplo, defienden que toda experiencia religiosa es finalmente una proyección psicológica. Para ellos, el Dios en el que nosotros creemos y que afinca nuestras iglesias es, al fin y al cabo, simplemente una fantasía que hemos creado para que esté al servicio de nuestras propias necesidades. Hemos creado a Dios como opio para la comodidad y para darnos permiso divino con el fin de hacer lo que queramos.
Están muy en lo cierto, pero se equivocan en parte; y la verdadera religión echa sus raíces en aquello donde se equivocan. Ciertamente, tienen razón en que muchas experiencias religiosas y la vida de la iglesia están lejos de ser puras, como es evidente en nuestras vidas. Es duro negar que siempre estamos teniendo nuestras propias ambiciones y energías mezcladas con lo que llamamos experiencia religiosa. Por eso, tan frecuentemente, nosotros -tú y yo- gente religiosa sincera, de ninguna manera nos parecemos a Jesús: Somos arrogantes donde deberíamos ser humildes, críticos donde deberíamos ser indulgentes, rencorosos donde deberíamos ser amables, auto-interesados donde deberíamos ser altruistas, y -no lo menos- hirientes y ruines donde deberíamos ser comprensivos y misericordiosos. Nuestras vidas y nuestras iglesias con frecuencia dejan de irradiar a Jesús. El ateísmo es un desafío necesario porque, demasiado frecuentemente, tenemos nuestra propia energía de vida confundida con Dios, y nuestras propias ideologías confundidas con el Evangelio.
Afortunadamente, Dios no nos deja salir con la nuestra durante mucho tiempo. Más bien, como los místicos enseñan, Dios nos corrige con una confusa y dolorosa gracia llamada noche oscura del alma. Lo que sucede en una noche oscura del alma es que nos quedamos sin gas religiosamente en lo que las experiencias religiosas que una vez nos sustentaron y nos dieron fervor se desecan o crucifican de un modo que nos deja sin sensación imaginativa, afectiva o emocional del amor de Dios o de la existencia de Dios. Ningún esfuerzo de nuestra parte puede evocar los sentimientos e imágenes que tuvimos una vez sobre Dios ni la seguridad que una vez sentimos en nosotros mismos sobre nuestra fe y creencias religiosas. Los cielos se vacían y dentro de nosotros mismos nos sentimos agnósticos, como si Dios no existiera, y no podemos por más tiempo crear una imagen de Dios que se perciba real a nosotros. Venimos a estar desamparados dentro de nosotros mismos para generar una sensación de Dios. Pero eso es precisamente el comienzo de una auténtica fe. En esa oscuridad, cuando no nos queda nada, cuando sentimos que no hay Dios, Dios puede empezar a hacer fluir dentro de nosotros un camino puro. Porque nuestras facultades religiosas interiores están paralizadas, ya no podemos manipular por más tiempo nuestra experiencia de Dios, amañarla, proyectarnos en ella o usarla para racionalizar la permisión divina por nuestras propias acciones. La verdadera fe empieza en el punto exacto donde nuestros críticos ateos piensan que acaba, en la oscuridad y vaciedad, en la impotencia religiosa, en nuestra incapacidad para influir en cómo Dios fluye en nosotros.
Vemos esto claramente en la vida de la Madre Teresa. Como se ve en sus diarios, durante los primeros veintisiete años de su vida, tuvo en su vida un profundo, sentido, imaginativo y afectivo sentimiento de Dios. Vivió con una certeza como de roca respecto a la existencia de Dios y al amor de Dios. Pero a la edad de veintisiete años, orando en un tren un día, fue como si alguien cerrara algún interruptor que la conectaba a Dios. En su imaginación y sus sentimientos, los cielos se vaciaron. Dios, tal como ella lo había conocido en su mente y sentimientos, desapareció.
Pero sabemos el resto de la historia: Vivió los siguientes sesenta años de su vida en una fe que ciertamente fue sólida como roca y vivió un entregado y generoso compromiso que desautorizaría aun a los más fuertes críticos ateos de acusar de que su experiencia religiosa fuera una proyección egoísta y que su práctica de la religión no fuera esencialmente pura. En su oscuridad religiosa, Dios pudo fluir dentro de ella en pureza esencial; es diferente para muchos de nosotros, en los que una vida de fe que es claramente servidora de nosotros mismos aumenta la creencia de que estamos escuchando a Dios y no a nosotros mismos.
Incluso Jesús, en su humanidad, tuvo que experimentar esta oscuridad, como es evidente en Getsemaní y su grito de abandono en la cruz. Después de su agonía en el Huerto de Getsemaní, se nos dice que un ángel vino y lo confortó. ¿Por qué -podríamos preguntar- no vino el ángel antes, cuando aparentemente más necesitaba la ayuda? La ayuda de Dios no podía venir hasta que él estuviera completamente exhausto de fuerza; su humanidad no habría dejado al divino afluir puramente, sino que lo habría insertado en la experiencia. Tenía que estar completamente exhausto de su propia fuerza antes de que el divino pudiera afluir verdadera y puramente. Así también para nosotros.
Las noches oscuras de la fe son necesarias para purgarnos, porque sólo entonces puede el ángel venir a ayudarnos.