Vanesa sólo tiene 15 años. Sus cuatro últimos los ha pasado vagando sin cesar. No sabe dónde pueden estar sus padres. Fue expulsada del hogar. Actualmente vive con una familia haciendo el servicio de limpieza de una casa y de un restaurante. Para esta adolescente sólo existe el color negro; no espera nada de la vida porque ya se la han arruinado, al menos en estos primeros años.
Todos los días me cruzo con ella al salir o al volver a la casa que me ha acogido durante los días de misión. Me detengo para hacerme el encontradizo, dar un saludo, hacerme cercano y esperar un posible encuentro que nos permita entrar en comunicación. Me dice que los miércoles es su día libre pero que no sabe a dónde ir, que nadie la espera y que tampoco se fía de nadie. Va como a la deriva, sin rumbo fijo, mendigando alguna amistad verdadera. Sus ojos están ya cansados de no ver ningún futuro, llenos de amargura y sedientos de vida. ¡Cuánto vacío y dolor ha tenido que albergar su adolescente corazón!
Vivió muy de cerca la violencia familiar y el abuso. Lleva la marca de la tristeza, la huella del desencanto y la decepción. Se aisla, desconfía, enmudece cuando le pregunto algo de su pasado. Lleva las carencias del afecto y el cariño familiar. Sabe de desgracias, infidelidades, malos tratos, luchas entre su padre y su madre, abandono de ambos, hermanos desunidos y olvido de todos. Así fue levantando el muro del odio hacia su propia familia y haciendo extenso, como un océano, el daño recibido en los pocos años que Vanesa ha cumplido. El egoísmo humano encontró en ella una fácil presa.
Después de varios intentos fallidos por entrar en conversación, ella misma me invitó a tomar asiento y escuchar su trágica historia. “Padre, quiero platicar con usted”. Pedí permiso para tomar alguna nota de algunas de las amarguras que estaba expulsando de su trágico pasado. No puso ninguna objeción. Habíamos conseguido derribar todas las barreras y entrar a fondo en nuestras vidas en un diálogo al descubierto.
Tomó la palabra una adolescente herida que iba sacando al exterior su oscuro fondo, la negrura que había habitado su infancia. La tristeza de su mirada estuvo en algún momento acompañada por las lágrimas que no pudo reprimir. Al principio apareció fuerte; a los pocos minutos se desmoronó. Dejo aquí el testimonio entrecortado de Vanesa como un regalo agradecido y doloroso de su vida a la mía.
“No quiero que mi vida tenga ningún recuerdo. Me han hecho daño, me han tratado mal. Ahora lo paso bien en el Hotel. Trabajo, me gusta lo que hago: aseo cuartos, vendo bebidas, limpio la casa. Mi jornada comienza a las seis de la mañana y termina a las diez de la noche. La patrona es buena conmigo, es tranquila, no se enoja, tiene buenos modos para tratarme. Aquí llegan hombres que se ponen bolos de tanto beber y me tratan mal, me insultan y hasta han intentado agredirme. En alguna ocasión he pensado en irme de aquí, pero me he pregunto: ¿a dónde voy?
Mis padres, Ramón y María, me dejaron sola hace cuatro años. Me llevaron a la casa de una tía que al poco tiempo tampoco quiso hacerse cargo de mí. No les extraño porque una madre no deja nunca a sus hijos abandonados como lo hizo ella conmigo y con mis dos hermanos mayores. No me gustaría volver a verla. Ya he sufrido bastante por culpa de ellos. Conozco trabajos duros, pesados, el que actualmente tengo es ya el tercero. Gano sólo 400 lempiras (unos 20 euros) al mes. Aún así tengo suerte porque tengo los “tres tiempos” de comida y un techo para cobijarme. Una amiga me informó de este trabajo, me entrevisté con la dueña que es muy buena conmigo y me aceptaron.
Mi madre se fue con otro hombre, dejándonos a todos sin su cariño. Poco después hizo lo mismo mi padre, uniéndose a otra mujer ya casada y con hijos. Ninguno de los dos se ha interesado por nosotros.
No he dejado de pensar que si Dios es bueno me seguirá ayudando y él sacará mi vida adelante. Rezo algunos días y eso me consuela Cuando me queda tiempo voy alguna vez a la iglesia. Me aburre estar y vivir sola. Acudo a Dios y mi jefa para pedir algún consejo y fuerzas para no hundirme. Algunos hombres son repugnantes, se lo aseguro; están llenos de maldad y traición. A usted le cuento esto porque me he fiado y necesitaba este desahogo para soltar todos los problemas que llevo conmigo.
Algunas noches continúo pensando en mi familia, sobre todo en mi mamá y me pregunto: ¿por qué nos dejó solos? No merecíamos lo que nos hizo, tampoco lo que después hizo nuestro padre. Si me encontrara con ella no la miraría a la cara, no le diría nada. Me arrepiento de haber nacido, de haber sufrido tanto. Desprecio a mis padres. Para mí nada es bonito, nunca he sido feliz. Me imagino un futuro horrible. Es como si solamente estuviera llamada a seguir sufriendo porque casi no he recibido otra cosa desde que nací”.
Hasta aquí su conversación y mi atenta escucha. Ahora me sale del alma la rabia, la indignación, la protesta. ¡Cuánta infancia maltratada! La confesión de Vanesa me dejó mudo y abatido. Fue nuevamente la tarde del ¡Ven, Señor Jesús!, del interminable recuento de paternidades y maternidades irresponsables, de los abusos sexuales, de los abandonos, de los hijos e hijas mal tratados, de la indefensa infancia, de los silencios obligados, de los castigos físicos, de los fracasos amorosos, de las venganzas, de las marginaciones y los olvidos, de los sin sentidos…¡qué mal andamos los pobres humanos!
Me sale del alma orar con dolor y volverme a ti Señor de la historia para presentarte la historia que esta tarde escuché con temblor a Vanesa, tu adolescente amada y maltratada por los hombres, hundida en un abismo de desesperanza y agarrada a ti como única salvación. Rota, cansada y solitaria busca donde acudir para aliviar tantas penas y seguir luchando por su vida. Gracias Jesús. Vanesa ha sido la bienaventuranza que has querido mostrarme en esta jornada misionera. Gracias, por haber sido tu instrumento de paz en medio de sus guerras, tu consuelo en medio de sus desconsuelos, tu vida en medio de su muerte, tu luz en medio de sus muchas oscuridades, tu verdad en medio de las pobladas mentiras que han llenado su vida de tantas tragedias. ¡Ven, Señor, no tardes en llegar!