¿Por qué no nace la Iglesia de los sacramentos?

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.   Esta pregunta es provocativa. La lanzó a comienzos de los 80 el italiano P. Marsili. No se refiere naturalmente a una cuestión dogmática sino a un problema pastoral. En el trasfondo hay un hecho que no nos deja indiferentes: los itinerarios habituales de formación cristiana, incluso los más renovados, no acaban de introducir a los creyentes en el seno de la comunidad eclesial. Se siguen bautizando muchos niños. Se mantiene un número muy alto de primeras comuniones. Son muchos los adolescentes y jóvenes que celebran la confirmación. La mayoría de las parejas se casa por la Iglesia. Y, sin embargo, muchos, demasiados, apenas recibido el sacramento, se desenganchan de la vida ordinaria de la comunidad. Siguen viviendo su fe más o menos como antes. Engrosan las filas del llamado catolicismo desinstitucionalizado.

    ¿Es normal que suceda esto? ¿Hay que aceptarlo como un hecho inevitable? ¿Qué podemos hacer? Estas son las preguntas de muchos padres cristianos, de muchos catequistas y sacerdotes que no consideran lícito descargar siempre la responsabilidad en los otros, en el ambiente social, en la debilidad humana. Por otra parte, decir que estamos en una época postcristiana no es del todo justo. Muchos valores cristianos han penetrado profundamente en la sociedad aunque no siempre se reconozca su origen. Lo que ocurre es que en una situación tan variada y compleja como la nuestra no es posible seguir confiando la fe y la pertenencia eclesial a los itinerarios surgidos en épocas en las que el cristianismo sociológico era fuerte. La verdad es que tampoco ha dado mucho de sí el camino de las adaptaciones parciales (más años de catequesis, cambio de los textos, retraso de la edad en la recepción de los sacramentos). Los más lúcidos consideran que es necesario un nuevo modelo de acción pastoral que no sea sólo adaptado a nuestro tiempo, sino adecuado para nuestro tiempo. Este es el gran desafío que no se puede retrasar indefinidamente.

    En esta situación se va abriendo paso la necesidad de imaginar un catecumenado nuevo. No basta con reproponer el que la Iglesia practicó durante los primeros siglos. Leñemos que pensar uno para la situación en la que hoy vivimos. De hecho, la paganización difusa que observamos en nuestros ambientes no ha eliminado el papel de las Iglesias institucionales, si bien muchas van reduciéndose a una especie de agencias de servicios religiosos. Los caminos de lo sagrado existen, aun cuando resulten con frecuencia ambiguos. De vez en cuando algunos llaman a nuestra puerta con el deseo de hacerse cristianos o de serlo de verdad. Con frecuencia se trata de personas que fueron bautizadas de niños y que luego han vivido un largo período de su vida al margen de la Iglesia. A veces, con motivo de una experiencia de sinsentido o de un acontecimiento de relieve (la muerte de un ser querido, la edad de la primera comunión de sus hijos, etc), sienten que vuelve a encenderse la brasa de la fe que parecía extinguida bajo una capa de ceniza.

    Frente a este hecho, nuestras estrategias y nuestra mentalidad pastoral resultan inadecuadas. En más de un caso, situaciones de este tipo -recibidas de entrada con alegría- crean serios os problemas que no sabemos resolver. Estos fenómenos van en ligero aumento, sobre todo en las ciudades. Si no queremos frustrar la búsqueda de estos «nuevos creyentes» es preciso dar forma a un auténtico catecumenados no sólo a una preparación de tipo litúrgico.

    La iglesia de Francia ha ido madurando en los últimos años una nueva mentalidad y ha hayado con acierto nuevos métodos. De su experiencia podemos aprender que no basta con añadir pequeños retoques a lo que ya hacemos. Se trata de empeñarse en una renovación más de fondo. El catecumenado puede ser una apuesta valiosa, a condición de que no se denomine así a cualquier cosa o se realice de cualquier modo. El catecumenado no es un itinerario más de los muchos posibles, sino una tradición eclesial pública. Pierde su razón de ser cuando se lo privanza. La experiencia nos dice que los riesgos de privatización están ahí. Algunos pueden hacer del catecumenado un refugio emotivo, una burbuja cerrada en la que protegerse del ambiente hostil. Otro riesgo es leer del catecumenado una comunidad especial, deliberadamente desconectada de la vida  de la parroquia, amparada en una conexión directa con el obispo. No faltan razones atendibles para proceder así. Muchos consideran le la parroquia, tal como hoy existe, no está normalmente en condiciones de garantizar una auténtica experiencia catecumenal. Pero la solución no es prescindir de ella. El cardenal Martini ha escrito que se debe «considerar anómalo el hecho de que este camino se realiza en una comunidad creada al efecto, separada del ritmo ordinario de la comunidad parroquial y ligada a ella solamente en la persona párroco».

    Más allá de la forma que adopte el cate­cumenado es preciso recordar que no puede existir sin una pastoral de primera evangelización. Esta evangelización se dirige no sólo a los no cristianos sino también a los muchos bautizados que apenas han recibido educación cristiana en su infancia y juventud. De no emprender con coraje este camino, muchas parroquias, una vez que desaparezca la gene­ración de personas mayores de 60 años, corren el riesgo de quedar reducidas a lugares burocrático-administrativos. Por difícil que resulte, los esfuerzos de hoy por crear comunidades de acogida redundarán en una mayor vitalidad a medio y largo plazo.

    ¿Qué se hace en un catecumenado? La catequesis es una parte esencial pero no lo agota. En tiempos de fragmentación como los que hoy vivimos es insuficiente. Es preci­so, pues, que el catecumenado atienda a la integración en la experiencia comunitaria, a la participación en la vida litúrgica y a la pro­yección social. Tiene que ser un verdadero «taller de cristianismo» en sus principales dimensiones.

    Naturalmente, esta forma de iniciación cristiana repercute en la manera de entender y vivir la misión del obispo y del sacerdote. Vuelve a cobrar importancia su papel de «padres de la fe». A partir de aquí muchos hábitos tienen que ser revisados. De nuevo se cumple la regla evangélica: algunas cosas tienen que morir para que se abra paso lo nuevo.