Fui ordenado sacerdote el día de san Pedro y san Pablo del año 1968. Magnífica y comprometedora fiesta para una ordenación sacerdotal. A mis veinticinco años ya era presbítero o anciano. ¿Qué se le pide a un presbítero? Nada menos que «ser testigo de los sufrimientos de Cristo», en continuidad con los presbíteros que me han precedido a lo largo de la historia. Entre ellos destacan, como primer eslabón de la cadena tradicional, los apóstoles Pedro y Pablo, que atestiguaron los sufrimientos de Cristo hasta compartir la suerte del Maestro: el martirio. No recuerdo si aquel 29 de junio de 1968 era yo consciente del testimonio que se me pedía o se me podía pedir a lo largo de la vida. Sí que recuerdo con perfecta nitidez la pregunta que en los últimos años de mis estudios tenía claramente formulada en mi interior: La Iglesia me comisionaba para que fuera testigo de Dios en nuestro mundo. ¿De qué Dios?, me preguntaba. La respuesta era invariable: de Dios «Abba» -Padre de amor y de ternura-. Aunque retorne sobre este aspecto, constitutivo de mi sacerdocio, quiero proceder con cierto orden.
Según el ritual de ordenación, llegado un determinado momento, todos los que van a ser ordenados han de postrarse en tierra hasta confundirse con la tierra. Pobres seres de barro, heme aquí, junto con mis veinticuatro compañeros de ordenación, con nuestro vientre y frente tocando el suelo. Nuestro gesto ritual traducía una realidad más profunda: Somos pecadores. ¡Soy pecador…! Aun así, no pedí como Pedro: «¡Aléjate de mí, Señor, que soy pecador!». Ni alegué como Isaías: «Soy un hombre de labios impuros que habita en medio de un pueblo también impuro». Es decir: ¿Quién soy yo, Señor, para que tú me llames? Verdad es que yo no había visto al Señor de la gloria, como lo vio Isaías; ni había sido testigo de una pesca milagrosa, como Pedro. Sin embargo algo santo, o toda la santidad, aleteaba sobre nuestros cuerpos yacentes. En ese momento preciso, mientras permanecíamos postrados todos los que íbamos a ser ordenados, la Iglesia invocaba a todos los santos, uno tras otro… Confieso que, al ritmo de la letanía, me invadió una oleada de emoción. Con el paso de los años he ido comprendiendo que una de las cualidades que ha de tener el sacerdote es ésta: que conozca y acepte que él es tan pecador como todos sus hermanos. Si no fuera así, ¿cómo comprender y alentar a los hermanos que flaquean y caen? ¡Imposible…!
Eran las diez y veinte de la mañana cuando me arrodillé ante el obispo ordenante: Mons. Teodoro Labrador, Dominico y obispo misionero. A esa hora exacta del 29 de junio de 1968, el señor Obispo me imponía las manos, en un ambiente de silencio espectacular. Mientras esto acaecía, sí que dije en mi interior: «Quiero servir a mis hermanos en la Iglesia, y como sacerdote claretiano, tal como soy: con mis luces y mis sombras, con mis cualidades y defectos». Sin duda que, a lo largo de mi vida sacerdotal, han sido más numerosos y clamorosos mis defectos que mis cualidades, mis sombras que mis luces. ¡Sólo Dios lo sabe…! En sus manos abandono mi pasado y encomiendo mi futuro como sacerdote. Me asiste una segunda convicción: la inmensa misericordia y ternura del Padre. A los sacerdotes se nos pide, en efecto, tan sólo dos cualidades: ser conscientes de nuestro ser pecador y no menos conscientes de la bondad de Dios. Mi Dios, como decía, tiene un rostro concreto: es «¡Abba!, Padre… » ¡Qué océano de ternura y de amor…!
Moría mi padre el mismo día en el que yo cumplía los trece años. Durante años llevé conmigo la herida de la separación. Durante años sufrí y lloré la muerte de mi padre. Cuatro años después de aquella muerte, estaba yo en el noviciado claretiano de Ciudad Real. Cada novicio buscaba su tiempo para la oración personal. Era una tarde de invierno. Como todos los días, había acudido a mi oración personal. Mi oración vespertina de aquel día invernal consistió en un juego: evocaba yo a mi padre (su ternura, cercanía, sus juegos con los niños, etc.), y me decía: «Mucho más es el Padre». Llegó el momento en que el nombre de «Abba» me dio tanta paz, tanta serenidad, viví tanta ternura, tal abandono en sus manos… ¡No sé describirlo! Entonces comprendí que mi padre tenía que vivir necesariamente para siempre. Como era lo habitual, escribí en mi libreta de «apuntes espirituales» cuanto viví en mi oración. Al leerlo mi Maestro de Novicios, me preguntó: «¿De dónde ha copiado esto?». Le respondí: «Me ha sucedido en mi oración…». A lo largo de mi vida he custodiado celosamente mi experiencia, ahora apenas esbozada. Si entreabro la puerta de mi intimidad al lector, sea el que sea, es para que comprenda por qué la paternidad de Dios es constitutiva de mi sacerdocio.
A lo largo de estos cuarenta y un años de vida sacerdotal, he intentado servir a mis hermanos en la Iglesia, como sacerdote claretiano, con un solo anuncio: «Dios es Abba». Sé muy bien que el Padre me ama como soy, y no a pesar de ser como soy. ¿Pecador…?; sí, soy pecador; pero he sido alcanzado por la ternura divina. Por eso, sólo por eso, soy sacerdote.
Ángel Aparicio Rodríguez, cmf.