La vida cristiana es una realidad necesariamente ‘compleja’. Pero no es ni puede ser una realidad ‘complicada’, embarazosa y ‘enrevesada’, casi como un jeroglífico. Complejidad, -en este caso, por lo menos-, no es sinónimo de ‘complicación’. Por eso, la tendencia a la simplificación, es decir, a vivir todos sus elementos y valores desde un valor nuclear ‑que los resume, integra y condensa todos‑ no se opone a la inevitable complejidad de esta vida, sino a esa complicación, que lleva consigo una inevitable dispersión de fuerzas.
Hay una simplificación empobrecedora, porque es reduccionista. Supone centrar y concentrar la atención y la preocupación en un elemento accesorio, de relativo valor, hasta el punto de olvidar lo demás. Se comete, de este modo, un grave error de funestas consecuencias, pues se absolutizan valores relativos y se sustantivan valores adjetivos, subordinando lo que vale más a lo que vale menos o a lo que ya carece de auténtico valor.
La vida espiritual cristiana no puede resultar nunca fácil, cómoda o barata. Es, más bien, por su misma naturaleza y por sus inevitables implicaciones, ardua y costosa, exigente y comprometida, seria y radical. Pero, al mismo tiempo, sencilla, sin especiales complicaciones. (Conviene recordar que ‘fácil’ se contrapone a ‘difícil’, mientras que ‘sencillo’ se opone a ‘complicado’. Por eso, algo puede ser, a la vez, sencillo y difícil, simple y exigente).
Pues bien, ¿hay algo más simple, más sencillo, más elemental y, a la vez, más profundo, significativo y elocuente que una mirada? La mirada es un lenguaje esencial y primario. Es, quizás, la forma suprema del lenguaje. El modo más genuino, directo e inmediato de expresar la comunión y la comunicación. Es la ‘palabra’ primordial –protopalabra-, signo y conjuro, símbolo y profecía, "llave que abre mil puertas", como dice Vicente Huidobro, el poeta chileno, del verso1.
Una mirada puede decir más que un largo discurso. Puede valer más que mil palabras. La persona entera se abre, se asoma, se revela, se comunica y se entrega en la mirada.
San Agustín decía que los gestos -principalmente, los que se hacen con el rostro y con los ojos- "son como palabras naturales de todos los pueblos"2: son, por eso, lenguaje universal. Ahora bien, ningún ‘gesto’ es tan expresivo y tan universal forma de lenguaje como la mirada. La mirada es el idioma y el ‘dialecto’ que habla y que entiende toda persona: para bien o para mal.
La mirada es la forma primaria y más elemental de encuentro y de comunicación entre personas. “El primer modo de aproximarse al otro, de sacarlo de su anonimato, de distinguirlo del conjunto o de intentar reducirlo, es casi siempre, o siempre, a través de la mirada. Los ojos son el primer sentido de afirmación o de agresión. La primera aparición del hombre es a través de su mirada. Su `primer perfil identificatorio es su rostro, lo más descubierto, abierto y expuesto de la persona por donde se me identifica y se me presenta”3. “La epifanía del rostro es su visitación… El otro se manifiesta en el rostro… La manifestación del rostro es el primer discurso”4.
“El tú está siempre presente a través de unos ojos que me miran. La primera lectura de una persona, su inicial aproximación, viene por los ojos, se realiza en el contacto del rostro, fundamentalmente en sus expresiones faciales. El rostro es el resumen, la síntesis expresiva, la fisonomía de la totalidad. Por ello es el ‘continente’ de la persona, el paisaje interior aflorado. Todo ser es así una ‘aparición’, me llega en su apariencia… Me llega la mirada, más que los ojos. No me quedan los ojos -bonitos o feos- sino la forma en que he sido mirado. Por eso, no es lo mismo que unos mismos ojos me miren de diversos modos, aunque sean bellos. La mirada son los ojos expresivos. Fundamentalmente, entonces, no importan los ojos, sino la mirada. Ya que, en definitiva, no son los ojos los que miran sino tú en la ventana de esos ojos”5.
Hay miradas que castigan, que congelan, que petrifican, que condenan, que matan. Hay, en cambio, miradas envuelven, que penetran, que consuelan, que alientan, que protegen, que fortalecen, que restauran, que curan, que salvan.
"¡Me habría ayudado más con una sola mirada!", hace decir Eduardo Marquina6 a Beatriz de Ocampo, la monja carmelita a la que corrigió con tanta dureza el P. Jerónimo Gracián, y a quien acompañó, después, en un largo viaje, rezando por ella, queriéndola ayudar con oraciones. "¡Me habría ayudado más con una sola mirada!". Una mirada puede convertirse en ‘signo sacramental’ para una persona y llegar a producir en ella el efecto saludable y restaurador de un ‘sacramento’.
"¡Por una mirada, un mundo!", se atrevió a cantar Gustavo Adolfo Becquer7, traduciendo poéticamente una fundamental experiencia. Y, cuando se trata de la mirada de Jesús, es decir, de la mirada de Dios, hecha mirada humana, y mirada maternal y femenina en los ojos de María, la experiencia es tan gratificante y tan restauradora de las raíces mismas de la persona que es así mirada y que así se deja mirar, que esa persona no sólo queda restaurada por dentro, sino que llegaría a arriesgarlo y a darlo todo, sin reservas, por esa mirada. ¡Sí, por la mirada de Jesús, uno daría el cielo y la tierra, sin dificultad especial y sin alardes de heroísmo, como lo más lógico y natural! "¡Por una mirada, un mundo!".
La oración cristiana, en su misma esencia, pudiera definirse como dejarse mirar amorosamente por Dios. ¡Dejarse mirar por él, mirando su mirada! Sin necesidad de palabras. En silencio enamorado. En ese "éxtasis del amor", que es la adoración.
Ser de verdad contemplativo no es tanto contemplar uno mismo cuanto saberse contemplado por Dios y dejarse mirar por él con una mirada única, transida de ternura, irrepetible, capaz de expresar toda la existencia. Es consentir activamente en esa mirada amorosa, acogiéndola con asombro y gratitud estremecida. Es dejarse mirar amorosamente, manteniéndose en actitud abierta y pacífica, ante esa mirada, que envuelve, que penetra, que purifica y que transforma. Si en esto consiste esencialmente la oración cristiana, ¿puede decirse, con razón, que orar es algo de verdad ‘complicado’? ¿Es complicada la amistad? ¿Se necesitan especiales entrenamientos para vivirla? ¿No son, más bien, la oración y la amistad, las que ‘simplifican’ la vida y las que dan sentido último a todo?
Existe, en hebreo, un verbo -el verbo hanan-, que expresa la idea de mirar con amor: Fijar los ojos en alguien con gran cariño y, al mismo tiempo, con singular complacencia. Y, para traducir esta maravillosa experiencia -por parte de la persona que descubre esa mirada amorosa y complacida, que se posa dulcemente sobre ella-, hay una expresión bíblica original: Hallar gracia delante de uno. Noé ante Yahwé (cf Gén 6, 8); Esther ante el rey Asuero (cf Esth 5, 8); el humilde ante Dios (cf Ecc 3, 20); y, sobre todo, María ante el Señor (cf Lc 1, 30).
El ángel, después de llamar a María "la llena de gracia" (cf Lc 1, 28) -como nombre propio que la ‘nombra’ y la define-, es decir, muy especialmente agraciada por Dios, colmada de la benevolencia divina, le dice: "Has hallado gracia delante de Dios" (Lc 1, 30). Que es como si le dijera: Dios, por pura iniciativa suya, te ha mirado con cariño y se ha inclinado benévolamente hacia ti con todo su amor, para colmarte de sus bendiciones y para protegerte de todo peligro. ¡Déjate mirar amorosamente por él! Reconoce y acepta esa mirada transida de inmensa ternura. Dios te ama infinitamente y, con el Don de Sí mismo, te transforma y te hace agradabilísima a sus ojos. Por eso, ha puesto en ti sus complacencias. ¡Consiente activamente en ese Amor infinito! Y María se dejó mirar, acogió activamente esa mirada, ‘consintió’ en ella, dijo que sí y pronunció su Fiat de disponibilidad abierta, de entrega absoluta y de adhesión incondicional. (El teólogo evangelista Pannenberg afirma, con razón, que María es "el prototipo del hombre frente a la gracia libre de Dios"8).
El amor de Dios no supone sino que crea e infunde la bondad y la belleza en las personas a las que gratuitamente ama. Y la persona, así ‘recreada’ en bondad y belleza por la ‘primera’ mirada de Dios, atrae una ‘segunda’ mirada, ya del todo complacida, del mismo Dios.
Quizás nadie lo haya expresado tan bien como san Juan de la Cruz:
su gracia en mí tus ojos imprimían,
por eso me adamabas
y en eso merecían
los míos adorar lo que en ti vían"9.
Y recuerda el santo que es un mirar "con afecto de amor", porque "el mirar de Dios, aquí, es amar"10. Y aún lo expresa mejor -si cabe- en otra maravillosa estrofa del mismo Cántico espiritual:
que, si color moreno en mí hallaste,
ya bien puedes mirarme
después que me miraste,
que gracia y hermosura en mí dejaste"11.
Y el pecado -el mayor pecado- pudiera definirse como "no creer en el amor de Dios" y, en consecuencia, ‘rehuir su mirada’, no dejarse mirar salvadoramente por él. ¿No es precisamente ése el mayor pecado de Judas, después de haber traicionado al Maestro, desesperándose por haber desconfiado de su misericordia? (cf Mt 27, 3-5). ¡Si se hubiera hecho el encontradizo con Jesús y se hubiera dejado mirar por él, como lo hizo Pedro (cf Lc 22, 61-62), habría descubierto en sus ojos tanto amor y tanto perdón -tan entrañable misericordia- que, en vez de ahorcarse desesperado, se hubiera convertido y hoy le reconoceríamos y veneraríamos como santo! Y, si el joven rico, a quien Jesús miró con cariño (cf Mc 10, 17-22), en vez de bajar la vista, mirándose a sí mismo y mirando sus muchas riquezas, hubiera mirado a los ojos de Jesús, habría encontrado tanto amor y tanta fortaleza en aquella mirada amorosa, que no le hubiera costado gran cosa renunciar a todos los bienes para seguirle decididamente. Y ahora conoceríamos su nombre y sería de verdad un santo. En cambio, por haber rehuido la mirada de Jesús, hoy le desconocemos totalmente y sólo sabemos de él que fue un cobarde.
¡Si, incluso después de nuestro pecado, nos dejamos mirar por Jesús, confiando infinitamente en su infinita misericordia, su mirada nos salvará, sin posible duda! Y, cuando uno ha aprendido a dejarse mirar amorosamente, es decir, ha aprendido a orar de verdad, sabe también mirar con amor a los demás, dejando pasar, a través de los propios ojos, la mirada amorosa de Dios: la mirada divina y humana de Jesús, y la mirada maternal y femenina de María.
Ese dulce mirar de tu figura
me ciega como el sol. Tus ojos claros
me están pidiendo amores. Para amaros
tengo la luz del alma ya madura.
Cuando os miro, Señora, una ternura
hondamente me crece con miraros.
Quiero mi vida sólo para estaros
así mirando con el alma pura.
Solamente la luz de tu mirada
quiero tener metida en la redondas
latitudes del alma sosegada.
Quedar en Ti perdido eternamente,
como una nave entre las mansas ondas,
mirando tu mirada solamente.
- V. Huidobro, Arte poética: “Que el verso sea como una llave / que abra mil puertas” (cf J. Caillet Bois, Antología de la poesía hispanoamericana, Aguilar, Madrid, 1965, 2ª ed., p. 1257.
- San Agustín, Confesiones., 1, 8, 13.
- R. Camozzi, Aproximaciones al amor, Sígueme, Salamanca, 1980, p.55.
- E. Levinas, Humanismo del otro hombre, México, 1974, p. 59.
- R. Camozzi, ibíd., pp. 64-65.
- E. Marquina, Teresa de Jesús. Estampas carmelitas, Editorial Reus, Madrid, 1933, 2ª ed., Estampa V, p. 232
- G. A. Bécquer, Rimas, XXIII (22), en “Obras completas”, Aguilar, 1973, p. 419.
- W. Pannenberg, Fundamentos de Cristología, Salamanca, 1974, p. 180.
- San Juan de la Cruz, Cántkico espiritual, canc. 23, en “Obras completas”, BAC, Madrid, 1982, 11ª ed., p. 518.
- Id., ibíd., p. 516.
- Id., ibíd., canc. 24, p. 518.
- J. Bermejo Jiménez, C.M.F., Cumbre de Gozo, María, Madrid, 1997, p. 34.