La persona humana es, por su misma naturaleza, un ser abierto al misterio. No es simplemente ‘algo’, es decir, una realidad neutra o impersonal, una cosa más entre las cosas del mundo. Es alguien y, por lo tanto, un ser del todo original, único e inconfundible en el universo. Es un ser consciente y dueño de sí mismo, responsable ante su propia conciencia, ante otras personas y, en definitiva, ante Dios.
En cuanto espíritu encarnado o encarnación de un espíritu, el hombre es, a la vez, menesteroso y rico, indigente y generoso. Necesita salir de sí mismo para lograr su propio perfeccionamiento y está esencialmente orientado al encuentro con otros seres inteligentes y libres, es decir, con otras personas. Capaz de responder y obligado a dar respuesta de sí mismo ante la propia conciencia, ante los demás hombres y, en último término, ante Dios. Incompleto en su estructura biológica, psíquica, social y espiritual, tiene una fundamental e incoercible aspiración a la autorrealización integral. Todo lo que hace, lleva, en el fondo, este último sentido. El hombre es ‘artesano de sí mismo’: homo faber sui ipsius. No sólo hace cosas, sino que ‘se hace’ a sí mismo. Con entera -aunque no exclusiva- responsabilidad en esta tarea ineludible. Y este hacerse se convierte en empresa ininterrumpida, en quehacer permanente e irrenunciable. El hombre tiene, por eso, el derecho y el deber -la gloria y la pesadumbre- de irse haciendo y realizando.
Los demás seres del universo están ya hechos, terminados, concluidos realmente (conclusos, es decir, cerrados). Aunque en ellos -en algunos de ellos- se dé un desarrollo biológico o celular. Son lo que son irremediable e irresponsablemente. No son dueños y responsables de sí mismos y de sus hechos. Y, aunque sujetos a la evolución, no son propiamente sujetos de ‘perfeccionamiento’ y de autorrealización. En cambio, el hombre tiene la obligación y el privilegio de ‘hacerse’, y no puede renunciar, por nada del mundo, a esta tarea primordial, a este quehacer sustantivo, sin el grave riesgo de falsificar su vida entera e incluso de fracasar definitivamente en su empresa de ser hombre.
La afirmación de Dios ?del Dios verdadero, revelado en Jesucristo? nos lleva necesariamente a la afirmación real del hombre. Y la primacía absolutamente absoluta de Dios nos lleva a reconocer la primacía relativamente absoluta de la persona humana. Esta primacía sobre todo lo demás ?instituciones, leyes, economía, técnica, etc.? por el hecho de ser imagen viva de Dios, es un dato original de la revelación y una dimensión esencial de la concepción cristiana del hombre. Esta concepción contrasta abiertamente con las que ofrecen otras religiones, filosofías o sistemas políticos. Para el comunismo, por ejemplo, al igual que para el capitalismo puro, el hombre no es más que una pequeña pieza de una gigantesca máquina y vale, en realidad, por lo que hace y por lo que tiene, por lo que produce. Para el cristianismo, en cambio, "la persona humana es y debe ser el principio, el sujeto y el fin de todas las instituciones sociales" (GS 25).
La persona humana no es nunca un medio, ni siquiera para Dios, sino un fin, aunque no es el final de sí misma, ya que sólo se entiende en Dios y desde Dios. Decir que la persona es fin, es afirmar que debe ser amada, respetada y valorada por razón de sí misma, por el simple hecho de ser persona, independientemente de toda otra motivación. Es subordinar todo lo demás ?estructuras, actividades, legislaciones, etc.? al bien integral de la persona, a su pleno desarrollo natural y sobrenatural, en conformidad con el proyecto amoroso de Dios sobre ella. La persona, en consecuencia, no puede ser manipulada, ni engañada, ni instrumentalizada. Tiene derecho a la verdad. El mismo Dios "la ama por razón de ella misma" (GS 24).
Es importante recordar ?porque sería lamentable olvidarla o no tenerla suficientemente en cuenta? una fundamental distinción. El cristianismo no admite jerarquía de personas. Nadie, en consecuencia, es superior a otro en dignidad, ni en cuanto persona humana ni en cuanto creyente. Como hijos e imágenes de Dios, todos tienen la misma e irrenunciable dignidad. Aunque, como es evidente, no todos tengan las mismas cualidades. Por eso, desde este punto de vista, nadie merece más respeto que otro. Pero el cristianismo admite y reconoce jerarquía de ministerios, de servicios y de ‘funciones’, que a nadie le es lícito desconocer y, menos todavía, rechazar. Por la misma voluntad de Jesús y por la libre actuación de su Espíritu, no todos desempeñan en la Iglesia el mismo ministerio.
Dice muy oportuna y claramente el Concilio: “Es común la dignidad de los miembros (del pueblo de Dios), que deriva de su regeneración en Cristo; común, la gracia de la filiación; común, la llamada a la perfección; una sola salvación, única la esperanza e indivisa la caridad. No hay, por consiguiente, en Cristo y en la iglesia ninguna desigualdad por razón de la raza o de la nacionalidad, de la condición social o del sexo… Aun cuando algunos, por voluntad de Cristo, han sido constituidos doctores, dispensadores de los misterios y pastores para los demás, existe una auténtica igualdad entre todos en cuanto a la dignidad (“vera tamen inter omnes viget aequalitas quoad dignitatem”) y a la acción común a todos los fieles en orden a la edificación del Cuerpo de Cristo” (LG 32).
Una de las tendencias más positivas y más vigorosas hoy día entre los religiosos ?hacia dentro y hacia fuera de la misma vida consagrada? es la afirmación de la primacía de la persona y el sincero deseo de restaurarla en su primacía, subordinando a ella todo lo demás. Es el reconocimiento del valor inalienable de la persona humana por encima de cualquier otra realidad, y de la libertad como fundamento inmediato de los demás derechos humanos. Y la afirmación del amor como fuerza y motivo último en la promoción eficaz de esos mismos derechos.