Querido Pablo:
No te puedes imaginar cuánta pena me produce no poder estar físicamente a tu lado este día de tu primera comunión, que es tan importante y significativo para tí, para tu hermano y para tus padres, aparte de para tantos amigos como van a estar a tu lado en esos momentos.
Esta pena me la produce saber que me vas a echar de menos, cuando cuentes quién es el que falta entre los amigos, que siempre han estado a tu lado y al lado de tu familia. Pero sé que esto tiene fácil arreglo, porque sabes que te quiero mucho. Lo mismo que sé que tu me quieres a mí. Y entre amigos se comprenden las cosas, porque hay confianza y amor. Por eso, confío en tu cariño hacia mí para saberme comprendido y excusado en mi ausencia.
Además, esta pena me la produce otra cosa en la que tú no puedes hacer nada: es el hecho de que pienso que he estado muy cerca de tí en los principales momentos de tu crecimiento en la fe, y éste me lo voy a perder.
Antes de que tú vinieras a este mundo y nadie pudiera ver tu preciosa cara -cuando todavía no sabíamos si eras rosa o jazmín- yo trataba de animar la fe de tus padres para que ellos te prepararan no sólo un hogar caldeado y lleno de ternura, sino también un santuario donde pudieras encontrarte con Dios: una pequeña iglesia. Porque nuestra intención era hacer de tu hogar una iglesia por donde se paseara Dios en bata y en zapatillas. Y, aunque no me creas, cuando voy a tu casa me encuentro con Dios de esta manera. Se me hace presente en muchas cosas, en muchas palabras, en muchos gestos, en muchas miradas que de El me van mil gracias refiriendo. Son pequeños sacramentos de la vida que intento recoger en mi zurrón de peregrino para alimentar mi fe. Por eso le pido a Dios que me dé ojos para verle y oídos para oírle cada vez que voy a tu casa. También le pido que os los dé a vosotros para que sepáis apreciar el milagro que encierran muchas cosas cotidianas, que parecen lo más natural del mundo y que, en cambio, son signo -como los besos son signo y expresión del cariño- de algo precioso: el amor que Dios nos tiene y que nos llega calentito y tiernamente encarnado en el amor de quienes nos rodean.
También estuve presente el día de la celebración de tu bautizo. Fui yo quien lo presidí. Pero todos lo vivimos a tope. Fue una fiesta para todos. Queríamos ser testigos de ese inicio de tu vida cristiana. Tus padres lo habían proyectado para tí desde su fe, que era lo que ellos consideraban que era lo mejor que tenían para tí. Porque -después te habrás ido dando cuenta- tus padres tienen a Dios en el centro de su vida. Tu naciste de tus padres y de Dios. Ellos querían un niño o una niña. Se sabían jardineros. Dios te quiso a tí, porque suyo era el jardín. Con el bautismo querían hacer patente a los ojos de la gente que Dios era tu Padre y que querían poner tu vida en sus manos amorosas. Confiaban en El para cuidarte y para que El fuera tu futuro. Sabían por experiencia lo que era fiarse de El a lo largo de la vida. Porque habían comprendido que El es el Dios de la vida. De esa vida que tu estabas estrenando en tu aparente fragilidad. Tú eras para ellos un inmenso regalo de Dios. Eras una pequeña flor que había que cuidar en el jardín que Dios les dio.
Ellos te han cuidado y te cuidan no sólo en tu vida humana, sino también en tu vida de fe. Lo han hecho cuando te han enseñado a comunicarte con El a través de la oración. Cuando te van abriendo los ojos para ver el mundo con mirada de evangelio para que camines por la vida iluminado. ¿Sabes que a los cristianos se les llamaba en las primeras comunidades "iluminados"? Pues sí. Se les llamaba "iluminados" porque tenían la Luz del mundo para caminar no como ciegos o a oscuras. Y la luz que los iluminaba era Jesús. Los gestos y las palabras de Jesús, a través de los cuales aparecía cómo es Dios, les hacían caminar de una manera especial por la vida. Tenían un estilo muy propio. Ellos -y también nosotros- decían que era una vida que les hacía vivir pobres con Espíritu. Eso era y es su mayor riqueza. Era una vida en el seguimiento de Jesús para que la tierra pasara a ser lo que Dios "soñó" que fuera. Eso que se llama el Reino de Dios, que no está sólo en el más allá, sino también en el más acá. En la vida de cada día.
Eran tan felices estos cristianos de las primeras comunidades, viviendo así, que frecuentemente celebraban una fiesta. Un fiesta muy especial, que aprendieron del mismo Jesús y que llamaron eucaristía y comunión. Justamente lo que tú vas a vivir desde hoy. Te vas a incorporar a la fiesta de los cristianos de tu comunidad. Te vas a sentar a la mesa de los mayores.
Espero que no te acostumbres nunca a la rutina. Que vayas a la eucaristía como a una fiesta. Y para ello que escuches lo que Jesús hizo y dijo, que identifiques tu vida con la suya y que vivas apasionadamente para El y para su causa. Verás cuánto alimento encuentras en vivir en comunidad, a pesar de lo difícil que a veces resulta, y en comunión con otros hermanos que están animados por tu mismo Espíritu. Pero sobre todo verás con cuántas ganas sales de cambiar el mundo para que se parezca cada vez más a lo que Dios quiso que fuera. Verás el dolor que te causa el que otros hijos de Dios sean tratados como perros, mientras que los perros son tratados como hijos. Verás qué dolor te causa la injusticia, la pobreza, el desamor y la deshumanización. Y verás cuánta alegría te causa la solidaridad, el amor y la reconciliación. Verás qué gozada cuando experimentes que estás llamado a ser instrumento de paz y de bien. Verás qué gozo inmenso tendrás a medida que vayas descubriendo que Dios no tiene manos, pero que le puedes prestar las tuyas para hacerle presente sembrando el bien y pasando por el mundo haciendo el bien, como Jesús.
Sabrás entonces que el bien no encuentra fácilmente recompensa. Poco a poco irás aprendiendo gratuidad. Aprenderás también que el mayor problema para tu fe es el miedo. De todas formas, no temas: El te dará las fuerzas que necesitas para vivir como vivió Jesús.
A pesar de no estar presente de manera corporal contigo, voy a estar muy presente en la comunión que nos une. No importa la distancia. Estoy contigo y te quiero como un hermano en la fe. Mucho. Más todavía, mi querido rizos. No sabes cuánta ternura despiertas en mí… Un besazo muy, muy fuerte