Para comenzar a andar necesitó poco: unas palabras de ánimo, un apoyo leve de una mano materna, y ese abrazo final que da lugar seguro a quien arriesga. Unos metros de aventura, y María ya ha comenzado a explorar el mundo. Dicen que las niñas hablan antes y más que los niños. Es fácil imaginársela calladita, pero…, ¿y si hubiera sido locuaz?
Ilustración: Maximino Cerezo Barredo, cmf
María, con su media lengua de trapo, recorre la casa y balbucea: padre, madre, casa, campo, pueblo, agua, flor, luz, sol, cielo… No se dice en ningún sitio, pero la palabra que más le gustaba era: Dios, ¡justo esa!, la que por aquel entonces no se podía decir. Decir Dios era sumergirse en el vacío vibrante de un silencio, pero María lo dice bajito, y siente el latido de una sonrisa, el eco de un enamorado loco, entregado y cautivo. La creación estaba con los ojos fijos en aquella niña, que ahora agarra, insegura, las primeras cosas. Nada se le cae de las manos. Sabe cuidar de su pequeño mundo, la casa de Dios para jugar a que todo está en orden. Y sus pasos aventureros también le llevan a la oscuridad. No tiene miedo como los otros niños, pues con sólo oír su latido conjura todo peligro. María camina y Dios le lleva de la mano, pasito a pasito, a ver sus maravillas, donde a El también le gusta jugar.