Hace pocos años, en una conferencia de Iglesia a la que yo asistía, los participantes se dividieron en grupos de discusión, y a cada grupo se le planteó la siguiente pregunta: “¿Cuál es el mensaje más importante que la Iglesia debe proclamar al mundo de hoy?”
Hubo variedad de respuestas, cada una de ellas acentuando un aspecto diferente del evangelio: Los conservadores tendían a subrayar la importancia de retar al mundo hacia una enseñanza más segura y acertada, y de apremiarle a prestar más atención a las cuestiones de familia, matrimonio y moralidad privada. Los liberales tendían a poner el acento en la justicia social y en las cuestiones de paz y pobreza. Ambos estaban de acuerdo en que hay que retar necesariamente al mundo en el área del consumo y de la codicia.
Los retos mencionados eran válidos e importantes, pero me turbó un poco el pensamiento de que quizás nosotros, las iglesias, tenemos que decir al mundo alguna otra cosa diferente, antes de hablar de estos otros retos; o se la debemos decir a la vez y al mismo tiempo que esos desafíos. Tuve también la incómoda impresión de que, aunque por diferentes razones, tanto los liberales como los conservadores estaban sintiendo un secreto regocijo por el hecho de que el mundo no estaba funcionando muy bien, de que estaba pagando un alto precio en términos de tristeza, desesperación y libertinaje por no escucharnos a nosotras, las iglesias.
Más allá de los retos de verdad y justicia, ¿qué tendríamos que decir al mundo? Palabras de consuelo, alivio, comprensión. Una de las tareas más importantes de las iglesias es consolar al mundo, animar a su gente.
“Consuélate, consuélate, pueblo mío, dice tu Dios”. Oí este eco de Isaías en las palabras de un estupendo sacerdote anciano, poco después de mi ordenación sacerdotal: Trabajando yo un verano en una de nuestras parroquias oblatas, vivía en la casa parroquial con un anciano sacerdote, hombre excelente y santo. Sacerdote durante más de 50 años, durante todos esos años había sido ejemplar, sincero, fiel y generoso. Era profundamente respetado por todos. Ahora, rondando ya los 80, prácticamente ciego, y medio jubilado, celebraba misa cada día, confesaba de vez en cuando, y empleaba la mayor parte del tiempo restante orando. Quedé prendado por su bondad.
Una noche, sentado junto a él, le pregunté: “Padre, si hubiera de vivir usted de nuevo su vida como sacerdote, haría algo diferente?”. Yo estaba esperando que me dijera que no, dadas su bondad y fidelidad obvias. Pero su respuesta me sorprendió.
“Si hubiera de vivir de nuevo mi sacerdocio”, dijo, “la vez siguiente sería más amable con la gente. Consolaría más, y retaría a la gente con más cuidado y delicadeza. Yo era uno de esos a quienes se enseñó y que creían firmemente que sólo la verdad plena puede hacernos libres, que debemos retar al pueblo con la verdad, a tiempo y a destiempo. Yo creía eso y así lo hice la mayoría de los años de mi ministerio. Y yo fui un buen sacerdote, viví para los otros, y nunca, ni una sola vez, traicioné realmente mis votos y mi compromiso sacerdotal. Pero ahora que soy ya mayor, me arrepiento de algo de lo que hice. ¡Me arrepiento de que algunas veces fui demasiado duro con la gente! Tenía buena intención, era sincero, pero me parece que a veces acabé poniendo cargas adicionales sobre la gente, que estaba ya sobrecargada de suficiente sufrimiento. Si justamente estuviera yo comenzando de nuevo mi vida como sacerdote, sería más amable, gastaría más mis energías intentando aliviar el dolor de la gente. La gente vive inmersa en un mar de dolor. La gente nos necesita, en primer lugar, para ayudarla de esa forma”.
Tenía razón. Lo que el mundo necesita antes que nada de nosotras, las iglesias cristianas, es consuelo, ayuda para que se alce y comprenda su complejidad, sus heridas, sus ansiedades, su tremenda inquietud, sus tentaciones, sus infidelidades y su pecado. Como el hijo pródigo de la parábola, el mundo necesita, antes que nada, que le comprendan con un amor incondicional. Algo más tarde -y habrá tiempo para ello- el mundo querrá reto y desafío duro.
Y debemos ofrecer nuestro consuelo no sobre la base de lo que es mejor dentro de la comprensión humana. El consuelo que ofrecemos debe ser más bien producto de lo que nosotros mismos sentimos cuando llegamos a conocer por nosotros mismos el corazón de Dios, inefable, lleno de empatía, totalmente acogedor, siempre dispuesto a perdonar.
Consolaremos al mundo, y el mundo se sentirá confortado, cuando le mostremos que Dios ve su corazón con los ojos del corazón; que Dios le busca más que el mismo mundo se busca a sí mismo; que Dios nunca se asusta por las reivindicaciones de libertad humana; que Dios abre siempre otra puerta cuando nosotros cerramos una; que Dios no se desanima por las veces en que nosotros somos demasiado débiles para hacer lo que es mejor; que Dios entiende nuestra complejidad, nuestras debilidades, nuestra ira, nuestras lujurias y codicias, nuestros celos y nuestra desesperación; que Dios nunca deja de amarnos, aun cuando nos coloquemos a nosotros mismos en el infierno; y que Dios desciende a todos los infiernos que nosotros establecemos, está firme dentro de nuestros corazones confusos, heridos y culpables, y alienta e infunde paz.