Pruebas Definitivas para el Discipulado Cristiano

    Vivimos hoy inmersos en mucha polarización, situándonos en polos opuestos, tanto en nuestras iglesias como en la sociedad, en general. Algo saludable hay en ello, a pesar de su lado oculto amargo. La indignación moral y la ira, al fin y al cabo, indican fervor moral. Todavía creemos en cosas, en lo correcto y en lo erróneo. En eso hay virtud.

Ciudad Redonda. Un lugar para compartir lo que somos.     Pero dicho esto, hay también algo muy enfermizo en nuestra situación actual, en la que personas sinceras no pueden ya tener una conversación civilizada y respetuosa entre sí sobre ciertas cuestiones morales y religiosas, porque cada lado en el fondo no respeta al otro, convencido de que el otro ha claudicado en algún punto que constituye una prueba definitiva de bondad moral. Dentro de la Iglesia y dentro de nuestros procesos cívicos y políticos, invariablemente, cada lado, tanto el liberal como el conservador, tiene algún tema que es fundamental, no-negociable y que constituye la prueba definitiva por la que juzgar la bondad moral y religiosa de todos los demás.

    Para algunos el tema en cuestión es de carácter moral (aborto, matrimonio homosexual, justicia para un grupo concreto), para otros el tema en cuestión se relaciona con la práctica religiosa (asistencia a la iglesia, membresía en una determinada denominación religiosa), y para otros la cuestión es dogmática (ordenación sacerdotal de las mujeres, la aceptación no crítica de la Escritura o de la autoridad de la Iglesia, sincretismo). Pero invariablemente se resalta un tema concreto de modo que constituya la base para un juicio discriminatorio final, que será la prueba definitiva para determinar si algún otro es digno de respeto religioso y moral.

    Pero, ¿es esto legítimo? ¿Puede un solo tema convertirse en prueba definitiva? ¿Qué dice Jesús sobre esto? ¿Y qué dicen las Escrituras? ¿Puede tomarse una sola cuestión moral o religiosa y constituirla en la esencia misma, el centro, el corazón no-negociable del discipulado cristiano?

    En cierto sentido, sí, aunque esto debe matizarse cuidadosamente. Además, cada escritor del Nuevo Testamento plantea esto de manera diferente:

    En el evangelio de Mateo, Jesús articula el centro moral del discipulado en lo que llamamos el Sermón de la Montaña. En su centro yace este reto: ¿Puedes acaso amar a un enemigo? ¿Puedes realmente perdonar a alguien que te ha herido? ¿Puedes bendecir de verdad a alguien que te ha maldecido? ¿Puedes acaso ser bueno con los que te han perjudicado? ¿Puedes realmente perdonar a un asesino?

    Este reto es lo que da fundamento a la enseñanza moral, entre otras, de Jesús, y le da su carácter único y mordiente. Se supone que ésta es la señal distintiva de un seguidor de Jesús: Que puede amar y perdonar a un enemigo. Si el evangelio de Mateo, o quizás el Nuevo Testamente en general, quiere darnos una prueba definitiva del discipulado, ésta pudiera ser su única línea de formulación: ¿Puedes amar y perdonar a un enemigo?

    El evangelio de Lucas subraya esencialmente el mismo punto, pero con diferente lenguaje. En él Jesús nos reta a ser compasivos como nuestro Padre del cielo es compasivo, y continúa definiendo esa compasión como amor, como el del Padre del Hijo Pródigo y del Hermano Mayor, que hace que la luz brille igualmente sobre buenos y malos, que sale de sí mismo y ama, sin tener en cuenta los méritos o deméritos. La prueba clave podría formularse aquí de este modo: Amaos unos a otros, superando las diferencias o superando lo que piensas que merece el amor. No ames sólo a los de tu propia cuerda o especie, o a alguien que pueda devolverte el amor. Abraza con amor, con brazos tan abiertos, como Dios mismo abraza con amor.

    Las cartas de San Pablo plasman esto en la distinción que hace el mismo Pablo entre lo que él llama vida en la carne, en cuanto opuesta a lo que él llama vida en el Espíritu. La primera, vida en la carne, se caracteriza por “fornicación, indecencia, libertinaje, idolatría, superstición, enemistades, peleas, envidia, cólera, ambición, discordias, sectarismos, celos, borracheras, comilonas y orgías”. Cuando estas cosas existen en nuestras vidas -nos advierte Pablo-, no podemos engañarnos a nosotros mismos pensando que estamos viviendo dentro del Espíritu de Dios.

    Y a la inversa, la vida en el Espíritu, para Pablo, se caracteriza por el “amor, alegría, paz, paciencia, bondad, fortaleza, aguante, afabilidad, amabilidad, generosidad, fe y castidad”. Solamente cuando se manifiesten estas cualidades en nuestras vidas, podemos pensar que caminamos por la ruta del auténtico discipulado.

    Para Pablo, la prueba definitiva no es un tema moral solo y único, sino más bien un modo total de vivir, que irradia más amor que egoísmo, más alegría que amargura, más paz que facción, más paciencia y respeto que juicios negativos y cotilleo, más empatía que ira, y mejor disposición para sudar la sangre del sacrificio que ceder a las tentaciones del momento.

    No queremos sugerir que temas morales concretos, dogmáticos y eclesiales, no sean importantes; algunos de ellos son efectivamente materia de vida o muerte. Pero el discipulado cristiano no se refiere sólo a nuestras acciones; también se refiere a nuestros corazones. La esencia del discipulado cristiano reside en revestirnos del corazón de Cristo. La moralidad auténtica, la defensa de la verdad y las prácticas eclesiales vigorizadoras, proceden de esa experiencia de identificación con Cristo, y, cuando están enraizadas en ella, llegan a ser respetuosas y dispuestas al perdón y al amor.