Una de las señales típicas de un corazón cristiano es el deseo de “inclusión”, el deseo de estar finalmente en comunión con cuanta más gente mejor, el anhelo de tener a todos contigo en el cielo sin exigir que lleguen a ser idénticos a ti para llegar allá. Lamentablemente, sentimos con frecuencia la tendencia a la actitud opuesta, aunque nos cueste admitirlo.
Nos gusta tener un concepto de nosotros mismos como de gente de buen corazón, de gran compasión y que intenta amar como Jesús, pero, por dentro de nuestras actitudes y de nuestras acciones, se esconde con demasiada fuerza esto: Nuestro amor, nuestra verdad y nuestro culto se basan con frecuencia, de modo inconsciente, en declararnos santos y justos declarando a los demás pecadores. Con demasiada frecuencia usamos un mantra inconsciente que dice: Solamente puedo ser bueno, si algún otro es malo. Solamente puedo tener razón, si algún otro está errado. Mi dogma personal solamente puede ser verdadero, si el de algún otro es falso. Mi religión solamente puede ser la correcta, si la de algún otro es errónea. Solamente puede ser válida mi Eucaristía, si la de algún otro es inválida. Y yo puedo estar en el cielo solamente si algún otro está en el infierno.
Justificamos esta actitud de separación y superioridad religioso-moral apelando a varios puntos: dogma correcto, necesidad de justicia, moralidad adecuada, correcta eclesiología y adecuada práctica litúrgica, entre otras cosas. Y hay algo de verdad en ello. El tener tu cielo que incluya a todos no significa que la verdad, la moralidad y la práctica de la iglesia se vuelvan todas relativas, o que no tiene fundamental importancia aquello en lo que uno cree o el modo cómo uno actúa y rinde culto. Nuestras escrituras cristianas y nuestra posterior tradición nos advierten claramente que hay ciertos aciertos y ciertos disparates, y que ciertas actitudes y acciones pueden excluirnos del Reino de Dios, el cielo. Pero esas mismas escrituras dejan igualmente claro que la voluntad salvífica de Dios es universal y que el anhelo profundo, constante y apasionado de Dios es que todos, absolutamente todos, sin tener en cuenta sus actitudes y acciones, sean de algún modo atraídos a su casa. Dios, parece, no quiere descansar hasta que todos los hijos estén en el hogar, comiendo a la misma mesa.
Jesús, inflexiblemente, nos enseña lo mismo. Por ejemplo, en el evangelio de Lucas, capítulo 15, teje juntas tres historias para subrayar este punto: El pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar a la extraviada; la mujer que tiene diez monedas, pierde una y no puede descansar hasta encontrar su moneda perdida; y el padre, que pierde dos hijos, uno por la debilidad y el otro por la ira, y no descansará hasta tener a los dos de vuelta en casa.
Me gusta particularmente la historia del medio, la que nos describe a una mujer que ha perdido una moneda, porque es la más clara en aclarar esta cuestión: Una mujer tiene diez monedas valiosas, pierde una, la busca como una loca, enciende luces extra, barre su casa, y finalmente la encuentra; rebosante de alegría llama a sus vecinas y organiza una fiesta que le cuesta claramente más de lo que valía la moneda misma. ¿Por qué esa frenética búsqueda de una pequeña moneda? ¿Y por qué su gran alegría al encontrarla?
Lo que realmente está en juego no es el valor de la moneda, sino la pérdida del “todo”, de la integridad: Para los hebreos de aquel tiempo, el diez era un número de totalidad; el nueve, no. Por eso podemos rehacer la historia de esta manera: Una mujer tiene diez hijos. Nueve vienen a visitarla regularmente y comparten sus vidas con ella, pero una hija está alejada y rehúsa venir al hogar o nunca habla con su madre. La madre no puede tener reposo, e intenta todo lo imaginable para tratar de reconciliarse con su hija. Y… finalmente su hija cambia de actitud. Regresa a casa y madre e hija se reconcilian. La madre está loca de alegría, llama a sus amigas y organiza una fiesta. ¡Es que ahora su familia está “completa” de nuevo!
La misma dinámica sigue siendo exactamente válida para el pastor que deja las noventa y nueve ovejas para buscar la perdida. Para un hebreo, en aquel tiempo, el número noventa y nueve no designaba totalidad, pero sí el número cien. El pastor reacciona como la madre con su hija alejada; no puede lograr descanso hasta que su rebaño, su familia, está de nuevo íntegra y completa.
Vemos el mismo anhelo, pasión y tristeza en el padre del hijo pródigo y de su hermano mayor. No puede el padre quedarse tranquilo ni estar en paz hasta que los dos hijos vuelvan a casa. Se siente rebosante de alegría cuando su hijo extraviado regresa, pero la historia acaba cuando él está todavía fuera de la casa, tratando de persuadir a su hijo mayor, que está afuera todavía airado, a que entre también a casa. El cielo del padre incluye a sus dos hijos.
Nuestro cielo también tiene que ser muy amplio y espacioso. Como la mujer que perdió una moneda, como el pastor que había perdido una oveja, y como el padre del hijo pródigo y del hijo mayor, tampoco nosotros habríamos de descansar fácilmente cuando percibimos que otros están separados de nosotros. La familia es feliz solamente cuando todos sus miembros están en el hogar.
Lo que finalmente caracteriza una fe genuina y un corazón grande no es el grado de pureza que puedan gozar nuestras iglesias, nuestras doctrinas y nuestra vida moral, sino qué amplitud abarca el abrazo de nuestros corazones.
Foto por ButterflySha