Este modo de vivir cristianamente, que es la vida religiosa, es valioso para todos los hombres, en cuanto que anuncia eficazmente la realidad futura que todos esperamos y en cuanto que denuncia todas las formas de pecado individual y social existentes en la vida humana. El anuncio y la denuncia, desde la propia vida y desde la palabra, es lo que caracteriza al verdadero profeta de Dios.
“Liberados de las complejidades terrestres los religiosos viven en el mundo desde su entera consagración a los bienes últimos, con su cuerpo sacrificado y reducido a la dimensión de signo de la vida resucitada y hostia consagrada en favor de la presentación y realización del Reino de Dios en el mundo… La vida consagrada es una forma de vivir la vocación cristiana en este mundo y para este mundo, un modo de emplear la dimensión mundana y corpórea de la propia vida en realizar simplemente en este mundo las realidades futuras .
Todos los valores fundamentales de la vida religiosa consagración por medio de los votos, comunión de amor, oración, servicio apostólico implican una fuerte dimensión profética de anuncio y de denuncia. Anuncio de la realidad futura. Y denuncia de toda forma de pecado.
* Mediante la consagración total e inmediata de sí mismo a Dios, que se expresa dinámicamente en oración contemplación y en plena dedicación a los intereses del Reino, el religioso afirma la primacía absoluta de Dios. Demuestra, con su propia vida, que Dios merece ser buscado, amado y adorado por razón de sí mismo y que, por eso, merece la donación total de la propia existencia. Por este camino, devuelve a los hombres la conciencia de la dimensión contemplativa de su vida, del valor y del sentido del silencio, de la soledad, del encuentro en profundidad consigo mismo y, en definitiva, con Dios. Y les pone en guardia contra el peligro de la exterioridad, de perderse en las cosas y de perder su propia unidad interior.
* Por vivir en comunidad de amor, compartiendo con sus hermanos lo que es y lo que tiene, recuerda a todos los hombres su irrenunciable vocación a la fraternidad y la necesidad ineludible de superar toda forma de egoísmo y todo afán de dominio de los unos sobre los otros. En la comunidad religiosa cuando es de verdad comunidad de vida, a imagen de Dios Trinidad, y no sólo equipo de trabajo o simple ‘estar juntos’ encuentra la sociedad humana una permanente crítica de sí misma, un verdadero modelo de identificación y un constante estímulo a ponerlo todo en común: todo a disposición de todos.
* La virginidad o castidad consagrada es vivencia de la plenitud del amor a Dios y a los hombres. Por ser amor universal, divino y humano, al estilo mismo del amor de Cristo, crea una fraterni¬dad divina y humana no basada en la carne ni en la sangre, sino en el Espíritu. Establece una manera de relación interpersonal amar por amor, querer a cada persona por ella misma que se mantendrá incólume en el Reino consumado. Anuncia el amor nuevo, sin límites, personal, entrañable y enteramente gratuito con que ama Dios, y que se ha manifestado, sobre todo, en Jesucristo. Y denuncia toda forma de egoísmo que esclaviza al hombre. En particular, denuncia y condena esa forma de opresión que es el pansensua¬lismo, la explotación comercial del sexo y su reducción a la simple dimensión biológica. La virginidad, entendida y vivida al estilo de Jesús y de María, nos permite colocarnos críticamente en la raíz misma de esa opresión, que supone una concepción empobrecida del hombre, un deterioro radical del amor humano y una visión hedonista, interesada y egoísta de la vida. Por eso, contribuye eficazmente a hacer más sano el amor y apunta ya hacia su plenitud, cuando los mismos lazos conyugales encuentren su dimensión y su apertura definitivas.
* La pobreza religiosa prefigura para la sociedad un modo nuevo de vivir la comunidad de bienes. Afirma el valor social de esos mismos bienes, destacando también su caducidad frente al Reino. La pobreza afectiva y efectiva supone una insoborna¬ble libertad crítica frente a la dictadura del dinero símbolo más concreto de esos bienes que ha llegado a convertirse en poder. En una sociedad de consumo, en la que el hombre corre el grave peligro de alienarse, creándose nuevas necesidades cada día y buscando su propia realización más en la línea del poseer y del consumir que en la del ser intentando llenar su vacío interior con cosas , la pobreza voluntaria libera de ese engaño y hace al hombre enteramente libre frente a todo lo creado. La fraternidad religiosa no se funda en lo que cada uno tiene, sino en lo que cada uno es. A ejemplo suyo, la sociedad humana debe reconocer en la práctica y no sólo en teoría que « el hombre vale más por lo que es que por lo que tiene» (GS 25); y que también vale más por lo que es que por lo que hace. Y que, por eso, no es lícito medir el valor de una persona por su rendimiento socioeco¬nómico, ni rechazar a nadie como inútil para la sociedad por el hecho de estar imposibilitado para el trabajo material, por la edad o por razón de enfermedad. La pobreza evangélica crea solidaridad con los pobres de este mundo y es un signo del Dios que, en Jesucristo, asume nuestra radical pobreza y se solidariza con los más necesitados.
* La obediencia, a ejemplo de Cristo, es una total sumisión filial a la voluntad del Padre, como único criterio de vida, acogida a través de la múltiples mediaciones humanas. Y, por eso, es soberana libertad. Por su parte, la autoridad es un servicio humilde de amor a los hermanos. La autoridad y la obediencia religiosas, si no se apartan del modelo original que es Jesucristo, son una condena del dominio del hombre sobre el hombre y una severa crítica denuncia profética de la concep¬ción liberal de la libertad y de la concepción totalitaria de la autoridad. La comunidad religiosa está diciendo a los hombres que la sociedad comunitaria del futuro debe estructurarse sobre el amor fraterno, que es respeto a la libertad de cada persona y, al mismo tiempo, interdependencia de todos y búsqueda sincera, por parte de cada uno, del verdadero bien de los demás; y que la verdadera grandeza y dignidad consisten en servir a los otros, no en dominarlos. La vida religiosa, cuando es lo que debe ser, es una afirmación de la verdadera libertad, una revalorizasen de la persona y de su dimensión comunitaria y una crítica frente a todas las formas de autoritarismo y de anarquía.