Dé los Seminarios saldrán los sacerdotes que presidirán las comunidades locales de la Iglesia española. Es importante saber qué formación se está dando a los actuales seminaristas, pues de ella dependerá su futuro estilo de vida y trabajo, su forma de construir iglesia y de colaborar con los laicos.
La pirámide de edades de los presbíteros en ejercicio y el número de vocaciones actuales evidencian un creciente declive vocacional. Los curas se están convirtiendo en un bien escaso entre nosotros. La preocupación nacida de esta necesidad es tal que prácticamente el hablar de la crisis de vocaciones y el referirse al número insuficiente de recursos ministeriales son una misma cosa.
En este contexto la importancia de la pregunta planteada se agiganta. Parece más interesada por indagar sobre cómo serán los futuros presbíteros de la Iglesia española que por cuantificarlos; por definir sus características y cualidades que por saber si nos saldrán las cuentas; por averiguar si serán los adecuados a las exigencias de los tiempos que por prever si serán suficientes.
El. seminario de hoy lleva inscrito el modelo eclesial de mañana. Y parece, por tanto, prudente saber hacia dónde vamos. Sobre todo cuando crece la sospecha de que volvemos a los modelos negativamente clericales de antaño. ¡Atención a sus nuevos diseños! La escasez vocacional puede operar en dos direcciones opuestas. Impulsando a la Iglesia española hacia el espacio abierto de un penetrante cambio estructural y consecuentemente del modelo sacerdotal. Pero también reforzando el reflejo defensivo provocado en ella por la sociedad actual, y conduciéndola a buscar refugio seguro en modelos presbiterales del pasado.
Pero su respuesta resulta demasiado compleja y complicada como para no perderse en generalizaciones. Afrontarla correcta y rigurosamente requeriría contar con datos empíricos y diversificados sobre la vida real de los seminarios. A saber: tipología humana y eclesial de sus seminaristas, claves de espiritualidad presbiteral que se manejan, proyecto e ideario formativos, plan pastoral y organización eclesial de su diócesis, etc.
Sin embargo no escurriré el bulto e intentaré una aproximación intuitiva a la pregunta.
Una pluralidad indiscriminada de modelos
En principio resulta razonable pensar que en el conjunto de los seminarios españoles, e incluso en el interior de muchos de ellos, se plantea una pluralidad de modelos de cura. Y esto es bueno. A nadie se le oculta lo contraproducente que puede resultar arbitrar el mismo modelo para el mundo rural que para el mundo urbano; que no es lo mismo ser cura en el cinturón industrial de Barcelona que en la región del Duero; que el ministerio no se puede encarnar de la misma manera en la frontera de la marginación (por ejemplo, acompañando a los temporeros andaluces) que en una comunidad urbana y centrada de la gran ciudad; que no es lo mismo presidir una comunidad eucarística territorial que servir ministerialmente a un movimiento evangelizador del mundo obrero.
El pluralismo existente se puede clasificar en tres grupos. Seminarios cuyos proyectos formativos son el resultado de una escucha lúcida y fiel de la voz del Señor en los signos de los tiempos, y que han abandonado hace tiempo los viejos y caducos modelos clericales. Otros que continúan todavía cultivando vocaciones «bajo plástico», al abrigo de las inclemencias del tiempo, y donde aquéllos todavía siguen vigentes. Y finalmente seminarios en los que «los mesías de turno» colonizan la espiritualidad del presbítero secular diocesano y definen sus «nuevos» modelos con las claves de los modernos movimientos neoconservadores o fundamentalistas, que están en la mente de todos. Obtendríamos así un panorama sin discriminar de modelos de cura. Y esto es malo.
La evangelización: factor discriminante del pluralismo
Juan Pablo II sugirió la evangelización del mundo de hoy como factor discriminante de este pluralismo (cf Pastores dabo vobis, 10). Todo modelo debería superar este examen de calidad para mostrar su validez. Un prototipo apostólico y misionero que sustituye a otro cultual y administrativo, constituye la maqueta a recrear por cualquier modelo concreto en este momento histórico.
Pero, ¿por qué el consenso existente sobre esta referencia formativa no es capaz de impedir el carácter indiscriminado del pluralismo de modelos?
La respuesta hay que buscarla en la Iglesia española. Los seminarios son su más sensible caja de resonancias. Bajo la pretensión común de evangelizar la sociedad laten múltiples prácticas. Y tras ellas un problema abierto desde el concilio: cómo entender las relaciones Iglesia-mundo. Voy a simplificar. Existen actualmente dos tendencias. Una entiende esa relación en clave de diálogo, simpatía y acompañamiento. La otra en clave de confrontación, sospecha y hegemonía cultural de la Iglesia.
Cualquiera de ellas afecta al conjunto de las dimensiones de la formación y a los criterios de reclutamiento y discernimiento vocacional. Y terminan por configurar modelos contrapuestos.
La primera clave busca forjar personalidades humanas capaces de aunar «sin confusión ni división» una doble pertenencia, la eclesialidad y la ciudadanía, y de buscar juntamente con otros soluciones a los problemas humanos en medio de la sociedad secular. Promueve una espiritualidad centrada en la caridad pastoral, que convierte la práctica ministerial en el pozo donde ha de beber el agua que la nutre y regenera. Demanda una formación intelectual que muestre la razonabilidad de la fe de la Iglesia, que ilumine su acción ministerial, y que se sienta estimulada por los retos con que se enfrenta la acción evangelizadora en el momento presente. Constituye la formación pastoral en la pieza clave tanto del discernimiento vocacional como del proceso formativo. Desde ella se decide la capacidad de los seminaristas para evangelizar al mundo de hoy. Y esta potestad no radica exclusivamente en el ámbito de la voluntad o de calidad moral y espiritual de los candidatos, sino sobre todo en el de sus potencialidades humanas para esa tarea concreta, que se les va a encomendar. Cada candidato es sujeto activo del proceso formativo, cuyo escenario por excelencia es la vida comunitaria. La cultura democrática es un componente principal del clima formativo. Y el territorio de los pobres se convierte en el espacio de las significaciones del Evangelio.
La segunda, busca formar personalidades con una identidad eclesial sin fisuras, aunque ello suponga abandonar las calles del mundo para recluirse en el espacio eclesial y ofrecer desde él testimonio de una trascendencia sin historia humana. Promociona una espiritualidad ligada fundamentalmente a espacios y a tiempos sagrados. Reclama una formación intelectual dogmática sin titubeos, que aporte seguridad doctrinal a su acción ministerial, y que se sienta estimulada por el brillo de las verdades eternas. Asigna a la formación pastoral un papel secundario tanto en el discernimiento vocacional como en el proceso formativo. No es ella la que decide en última instancia la idoneidad ministerial de los candidatos. Su capacidad de oración, su valía intelectual, su amor fusional a la Iglesia, su afición litúrgica, etc. son cualidades más decisivas. El seminarista es sujeto paciente de un proceso formativo, cuyo escenario central lo establece la relación personal con el formador. La obediencia define el clima formativo. Y el territorio de las significaciones evangélicas se busca en los espacios de espiritualidades desencarnadas.
Un pluralismo acotado
Finalmente resulta necesario recordar cómo todo modelo está configurado por un horizonte de comprensión del presbítero que lo considera como un varón, célibe, liberado a tiempo completo para la acción pastoral y con una formación intelectual de carácter teológico-pastoral rigurosa. Este perfil acota el espacio legítimo del pluralismo y modela peculiarmente al cura. Todas estas características posibilitan virtualidades ministeriales. Pero pueden dificultar la experiencia eclesial, tan demandada en la actualidad, de la cercanía y la fraternidad en el interior del Pueblo de Dios. Esa configuración diferencia en exceso la existencia del presbítero de la del resto de la comunidad cristiana. Y así ocurre con frecuencia que se pide a los curas que bajen de sus alturas para compartir juntamente con su pueblo el camino de la construcción del reino en tiempo de inclemencia. Los curas lo intentamos con buena voluntad. Pero ni siempre, ni todos somos capaces de lograrlo. El pulpito y el altar sagrado los llevamos dentro. Somos sus cautivos como consecuencia de una defectuosa «digestión» de esas características en el proceso formativo del seminario.