Para algunos cristianos esa es la fácil respuesta a toda cuestión. En cada situación todo lo que necesitamos preguntar es: ¿Qué haría Jesús?
A un nivel profundo, eso es realmente verdad. Jesús es el último criterio. Él es el camino, la verdad y la vida, y nada que le contradiga es un camino a Dios. Aun así -sospecho yo- muchos de nosotros nos irritamos por el modo como esa expresión es usada frecuentemente de modo simplista, como un fundamentalismo difícil de asimilar. A veces, en nuestra irritación por esto, queremos decir espontáneamente: ¡Jesús no tiene nada que ver son esto! Pero, por supuesto, tan pronto como esas palabras escapan de nuestras bocas, nos damos cuenta de lo mal que suena eso. Jesús tiene mucho que ver con toda cuestión teológica, eclesial o litúrgica, sin importar su complejidad. Se da por hecho que aquí existe el peligro de fundamentalismo; pero es igualmente tan peligroso responder a cuestiones teológicas, eclesiales y litúrgicas sin considerar lo que Jesús podría hacer. Es aún, y por siempre, un criterio innegociable.
Pero mientras Jesús es un criterio innegociable, no es un simplista. ¿Qué hizo Jesús? Bueno, la respuesta no es simple. Mirando su vida, vemos que en ocasiones hizo cosas de una manera, a veces de otra manera, y otras veces empezó a hacer algo de una manera y acabó cambiando su opinión y haciéndolo de manera diferente, como vemos en su interacción con la mujer siro-malabar. Por eso -sospecho yo- en el Cristianismo hay tantas denominaciones, espiritualidades y modos de culto diferentes, cada uno con su propia interpretación de Jesús. Jesús es complejo.
Dada la complejidad de Jesús, no es casualidad entonces que teólogos, predicadores y espiritualidades encuentren a menudo en su persona y sus enseñanzas modos que reflejen más cómo manejarían ellos una situación que cómo la manejaría él. Vemos esto en nuestras iglesias y espiritualidades por dondequiera; y digo esto con simpatía, no enjuiciando. Ninguno de nosotros capta a Jesús del todo exactamente.
Así, ¿dónde nos deja esto? ¿Nos fiamos simplemente de nuestra interpretación privada de Jesús? ¿Nos entregamos acríticamente a alguna autoridad eclesial o académica y confiamos en que nos dirá lo que Jesús haría en cada situación? ¿Hay una “tercera” vía?
Bueno, hay una “tercera” vía, la vía de la mayoría de las denominaciones cristianas, en las cuales sometemos nuestra interpretación privada a la tradición canónica (“dogmática”) de nuestra iglesia particular y aceptamos, aunque no en obediencia ciega y acrítica, la interpretación de esa comunidad más numerosa, su más extensa historia y su más amplia experiencia, aceptando humildemente que puede ser ingenuo (y arrogante) juntar 2000 años de experiencia cristiana como para creer que nuestra opinión de Jesús es un correctivo necesario a una visión que ha inspirado a tantos millones de personas a lo largo de tantos siglos.
No obstante, no debemos aparcar los dictados de nuestra conciencia particular, nuestras cuestiones críticas, nuestra incomodidad con ciertas cosas y las heridas que cargamos, tampoco a la puerta de nuestra iglesia. Al fin, todos nosotros debemos ser dóciles a nuestras propias conciencias, fieles a las particulares inspiraciones con las que Dios nos regala, y atentos a las heridas que cargamos. Tanto nuestras gracias como nuestras heridas deben ser escuchadas; y ellas, junto con las voces más profundas de nuestra conciencia, necesitan ser tomadas en cuenta cuando nos preguntamos: ¿Qué haría Jesús?
Necesitamos responder eso por nosotros mismos tomando y cargando en nosotros la tensión entre ser obediente a nuestras iglesias y no traicionar las voces críticas en nuestra propia conciencia. Si hacemos esto honradamente, una cosa brillará al fin en nosotros como un absoluto: ¡Dios es bueno! Todo lo que Jesús enseñó y encarnó fue predicado en esa verdad. Cualquier cosa que arriesga o defrauda eso, sea una iglesia, una teología, una práctica litúrgica o una espiritualidad, está equivocada. Y cualquier voz en dogma o conciencia privada que traiciona eso está equivocada también.
La manera como concebimos a Dios da color, para bien o para mal, dentro de nuestra práctica religiosa. Y por encima de todo, Jesús reveló esto sobre Dios: ¡Dios es bueno! Esa verdad necesita cimentar todo lo demás: nuestras iglesias, nuestras teologías, nuestras espiritualidades, nuestras liturgias y nuestra comprensión de todo lo demás. Por desgracia, con frecuencia no lo hace. El temor de que Dios no es bueno se disfraza de sutiles maneras, pero está siempre manifiesto cuando nuestras enseñanzas o prácticas religiosas presentan de algún modo a Dios en el cielo no tan comprensivo, misericordioso e indiscriminado, e incondicional en el amor como cuando Jesús estaba en la tierra. Eso es también manifiesto cuando tememos que estamos dispensando la gracia demasiado baratamente y haciendo a Dios demasiado accesible.
Tristemente, el Dios que hallamos en nuestras iglesias hoy es con frecuencia demasiado estrecho, demasiado despiadado, demasiado tribal, demasiado mezquino y demasiado indigno de confianza para ser digno de Jesús… o la rendición de nuestra alma.
¿Qué haría Jesús? Se admite que la cuestión es compleja. Sin embargo, sabemos que tenemos la respuesta equivocada siempre que hacemos a Dios cualquier cosa menos totalmente bueno, siempre que establecemos condiciones para un amor incondicional y siempre que, aun sutilmente, bloqueamos el acceso a Dios y a su misericordia.