Ni tanto ni tan calvo, diría yo. Porque vivir diariamente en esta emergencia de violencia es una escuela de solidaridad, un modo de dejar de pensar en uno mismo. Se hace todo más colectivo e insertas lo personal en el clamor de la multitud azotada, herida y maltrecha. Es otra dimensión, algo que rompe los esquemas previsibles. Yo diría que es un don, una gracia que hay que recibir de rodillas: medir la vida no por la experiencia de paladear tu propio nombre, sino a través de la intensidad del triunfo o del dolor ajenos. En este tiempo de calamidad hemos descubierto el sentido maravilloso de la solidaridad. Sentimos como propio el dolor de nuestras gentes, apretadas por una y otra parte: narcos, terroristas1, fuerzas del orden, ejército2. Conocemos ahora lo que significa tener que abandonar –a causa del miedo- el propio techo y dejar la tierra propia. Los pobres quieren la paz. Vemos sin embargo dentro de esta guerra escenas tan humanas, tan tremendamente humanas, que deben conmover el corazón de Dios, volcándolo sin medida hacia el perdón. Escenas que nos maduran a todos y que aun en tiempo de odio nos enseñan a ver lo positivo y a descubrir el valor de la vida.
Algunos teólogos que nos quieren ayudar en este momento y que se acercan a nuestra Zona desde la gran Lima, ante la imposibilidad de poder hacer algo en esta situación, nos recomiendan que OREMOS. Nuestra presencia en los pueblos, reducida casi a manos y pies atados, que sea así: orante, de cruz alzada. Desde ella –desde la cruz- se puede perdonar; desde ella se puede anunciar la paz e intentar vivir ese amor que no es humano: el de Dios que nos redime y que nos llama a ser cordiales. En fin, somos misioneros de esta bella tarea que el Señor quiere realizar con todos. Que le seamos fieles. Que del miedo que a veces pasamos nazca la fortaleza. Que de este sufrimiento del que somos testigos y que compartimos, brote como un río la paz.
- Hay por lo menos como tres grupos armados con vida activa actuando contra el gobierno. Y lo curioso es que entre ellos no se relacionan para nada; se odian y se enfrentan entre sí. Fanáticos cada uno de su pequeña verdad, dogmáticos a ultranza, utópicos trasnochados. Y, como siempre, un conejillo de indias indefenso y desplumado: el pueblo, en nombre del cual se cometen atrocidades.
- Los del ejército -esos “lobos”- practican la tortura y allanan las casas en busca de dinero.