En la novela de Walker Percy Amor en las ruinas (1971), su protagonista es un psiquiatra llamado Tom More. More es un católico romano que ya no practica su fe, aunque todavía cree. Así es como describe su situación: “Creo en Dios y todo lo que eso conlleva, pero las mujeres son lo que más amo, después la música y la ciencia, lo siguiente el whisky, a Dios en cuarto lugar, y a mi prójimo apenas nada. … Aun así, todavía creo”.
Irónicamente, quizás fueron personas como él, pecadores que aún creían, los más atraídos por Jesús en los evangelios.
Leyendo la lista de More, lo que aprecia y en qué orden, recuerdo una conferencia sobre el tema de la secularidad y el evangelio, a la que asistí una vez. Uno de los oradores principales, una renombrada trabajadora social, hizo un comentario en este sentido: Trabajo en las calles con los pobres y lo hago porque soy cristiana. Pero puedo trabajar en las calles durante años sin mencionar nunca el nombre de Cristo, porque creo que Dios es lo bastante maduro como para no reclamar ser en todo tiempo el centro de nuestra atención consciente.
Como podéis adivinar, su afirmación encendió cierto debate. Naturalmente. ¿Reclama Dios ser en todo tiempo el centro de nuestra atención consciente? ¿Está bien concentrarse habitualmente en otra parte? Si, afectivamente, amamos de hecho a muchas otras personas y cosas antes que a Dios, ¿es esto una traición de nuestra fe?
No hay respuestas simples a estas preguntas, porque reclaman un equilibrio muy fino entre las exigencias del Primer Mandamiento y una teología total de Dios. Como enseña el Primer Mandamiento, Dios es lo principal, siempre. De esto nunca se puede hacer caso omiso; pero también sabemos que Dios es sabio y digno de confianza. En consecuencia, podemos deducir con seguridad que Dios no nos hizo de una determinada manera y después exige que vivamos de una manera enteramente diferente; esto es, Dios no nos hizo con poderosas tendencias que instintiva y habitualmente nos centran en las cosas de este mundo y después nos exige que le otorguemos el centro de atención todo el tiempo. Eso resultaría ser un mal padre.
Los buenos padres aman a sus hijos, intentan darles suficiente orientación y después los dejan libres para que se centren en sus propias vidas. No exigen ser el centro de las vidas de sus hijos; sólo piden que sus hijos permanezcan fieles a las características y valores de la familia, incluso cuando aún los quieren que vuelvan a casa regularmente y no se olviden de su familia.
Esta dinámica es un poco más compleja en un matrimonio. Los esposos con un amor maduro entre sí ya no exigen ser todo el tiempo el centro de la atención consciente del otro. Esto casi nunca es un problema. El problema surge más cuando uno de los cónyuges ya no es el centro afectivo para el otro, cuando, a nivel de atracción y enfoque emocional, algún otro lo ha desplazado. Esto puede ser emocionalmente doloroso y, aun así, en el contexto del amor maduro, no debería amenazar el matrimonio. Nuestras emociones son como animales salvajes, que vagan donde quieren, pero no son el verdadero indicador del amor y la fidelidad. Conozco a un hombre, escritor, que ha sido amorosa y escrupulosamente fiel a su esposa durante más de cuarenta años, el cual, como él mismo reconoce, se enamora cada dos días de diferente persona. Esto no ha amenazado su matrimonio. De acuerdo, pero, a no ser por una fuerte espiritualidad y moralidad, podría suceder.
Los mismos principios valen para nuestra relación con Dios. Primero, Dios nos dio una naturaleza que es afectivamente salvaje y promiscua. Dios espera que seamos responsables del modo como obramos en esa naturaleza; pero, dada la manera como estamos hechos, el Primer Mandamiento puede que no sea interpretado de tal manera que debamos sentirnos culpables cuando Dios no es consciente o afectivamente el número uno en nuestras vidas.
Después, como buen padre, Dios no exige ser todo el tiempo el centro de nuestra atención consciente. Dios no se contraría cuando nuestro centro está sobre nuestras propias vidas, con tal de que permanezcamos fieles y no dejemos culpablemente de dar a Dios ese centro cuando es pedido.
Igualmente, Dios es un buen cónyuge que sabe que a veces, dada nuestra innata promiscuidad, nuestros afectos estarán momentáneamente cautivados por un centro diferente. Como buen cónyuge, lo que Dios pide es fidelidad.
Por fin, más profundamente, aún está la cuestión de aquello con lo que finalmente estamos cautivados y anhelando cuando nuestro centro está en otras cosas más bien que en Dios. Incluso en eso, es que buscamos a Dios.
Hay veces en que somos llamados a hacer a Dios el centro consciente de nuestra atención; el amor y la fe exigen esto. Sin embargo, habrá momentos en que, afectiva y conscientemente, Dios ocupará el cuarto lugar en nuestras vidas; y Dios es lo suficientemente maduro y comprensivo para vivir con eso.