La Resurrección no inaugura un vacío cristológico. Jesús sigue presente. Pero de otra manera. La fe pascual es iniciación a esa nueva presencia. El relato sobre los discípulos en el camino de Emaús (Lc 24,13-35) es una catequesis pascual.
Ni tu ni yo estábamos al pie de la Cruz cuando asesinaron al Profeta de Galilea; ni íbamos de camino hacia Emaús cuando una Presencia encendió, con fuego de resurrección, los corazones de aquellos hijos de la desesperanza. Pero tu y yo podemos estar hoy al pie de su dolor cuando sigue siendo asesinado en sus miembros; tu y yo podemos intuir una Presencia, oscura pero cierta, misteriosa y real, con las llagas encendidas de pasión y vida.
Cuando la experiencia del dolor, del sufrimiento, de la angustia y el sinsentido se han convertido en huéspedes habituales en la vida; cuando empieza a mordernos la duda de si alguien podrá llenar nuestra radical soledad… algo, dentro, se rebela y protesta: «Vamos a otro sitio… (Y el camino se torna huida y evasión). ¿Qué sentido tiene permanecer aquí? Ya nada es igual desde que El ha muerto; ya nada hermoso puede germinar en la desesperanza del corazón».
Vamonos a Emaús… mira que «ya van tres días»: que los asesinatos de ETA no cesan; que los pueblos mineros están condenados al desempleo; que ese cáncer presentido arruinará para siempre tu sonrisa… Vamonos a Emaús… («Quédate con nosotros, Señor Jesús, porque atardece; sé nuestro compañero de camino, levanta nuestros corazones, reanima nuestra débil esperanza…»).
Como los de Emaús, también nosotros necesitamos compañeros de camino capaces de aproximarse y escuchar sin precipitar respuestas. Compañeros de camino que se hagan cargo de nuestro dolor e iluminen nuestra experiencia vital, «como quien da un beso de Dios, delicadísimamente» (P. Casaldáliga). Compañeros que hagan con nosotros la larga travesía de la noche del dolor, de la enfermedad, del sinsentido. Compañeros que no nos reprochen lo que nos cuesta aceptar el aguijón de la muerte, de la enfermedad, de la tragedia, de la cruz, de la ausencia. Compañeros que vayan caldeando nuestro corazón a fuerza de su ternura, su compasión, su paciente espera, su inquebrantable fidelidad, su abnegado y gratuito amor.
Los de Emaús también somos nosotros.
Cuando nos hemos adentrado en los «infiernos» del hambre, de la injusticia, de la incultura, de la soledad, de la droga… y, con el corazón roto, hemos permanecido en pie de solidaridad. Cuando, a pesar de ser de noche, hemos continuado escudriñando las Escrituras y los signos de los tiempos, al acecho del Reino… Entonces, sólo entonces, algo comienza a germinar. Y el rescoldo se aviva. «¿No nos ardía ya el corazón cuando conversábamos con él por el camino?». Y la Ausencia, se va llenando lenta y suavemente. Y nos nacen los ojos de reconocerle Presente, y nos nace el corazón de celebrarle en viva Eucaristía… y volvemos de nuevo a la fraternidad abandonada. («¡Quédate con nosotros, Señor Jesús… así, ¡unto con nuestros hermanos podremos reconocerte en las Escrituras y en la fracción del pan!»).
Como a los de Emaús también a nosotros se nos abrirán los ojos, cuando nos entreguemos a la paciente tarea de la fidelidad, de la esperanza contra toda esperanza. Como los de Emaús también nosotros, caldeado el corazón en la rumia de la Palabra, sabremos reconocerle cuando al partir el Pan nos rompamos en servicio, haciéndonos Eucaristía. Como los de Emaús, de nuevo con los hermanos, nos convertiremos en consoladores, por todos los caminos de la tristeza y del desencanto, creando estructuras de compasión solidaria (únicas estructuras de resurrección).
No estamos solos; El está siempre con nosotros en el camino de la vida, como «huésped y peregrino», como compañero de camino. «¡Quédate con nosotros!».